¿Es necesario tirar la casa por la ventana en Navidad para mantener la economía en forma?
Si todos nos volviéramos de repente más frugales, provocaríamos la ruina de determinados negocios, pero no se produciría ninguna catástrofe irreparable.
Mientras guardo cola delante de la caja de un supermercado, a la niña que tengo delante se le cae el envoltorio de una chocolatina y, cuando hace ademán de agacharse para recogerlo, su madre se lo impide.
«Déjalo», le dice, «así tienen que contratar a más gente».
Es un punto de vista muy extendido. Para que la rueda del capitalismo no deje de girar y siga habiendo empleos, hay que gastar sin desmayo, aunque sea en cosas estúpidas, como tirar papeles para volver a recogerlos.
La historiadora de la economía Deirdre McCloskey observa que no deja de ser una terrible paradoja.
La limpieza que nuestros padres prescriben en casa, la desincentiva el interés general en el supermercado. Lo mismo sucede con el ahorro. Las leyes de la prudencia lo ensalzan, pero las de la prosperidad lo desaconsejan. Si practicamos la frugalidad, el sistema se para. Si nos entregamos al despilfarro, el PIB crece.
«Escoged, pecadores: Dios o Mammón», ironiza McCloskey. Y añade, naturalmente: «Esto no tiene ningún sentido económico».
La teoría de la ventana rota
Una variante del incidente del supermercado la analizó hace casi dos siglos el liberal francés Frédéric Bastiat en un famoso folleto titulado «Lo que se ve y lo que no se ve».
«Veamos el ejemplo del hombre cuyo atolondrado hijo rompe un cristal», escribe. «Ante semejante espectáculo, seguro que hasta 30 hipotéticos espectadores sabrían ponerse de acuerdo para ofrecer al atribulado padre un consuelo unánime: «No hay mal que por bien no venga. Así se fomenta la industria. Todo el mundo tiene derecho a ganarse la vida. ¿Qué sería de los fabricantes de vidrios si nadie los rompiese?».
«Esto», dice Bastiat, «es lo que se ve».
Lo que no se ve es que, de no haber tenido que invertir seis francos en reparar la ventana rota, su dueño podría haberse procurado unos zapatos o un libro. En el primer caso, la comunidad ha desembolsado seis francos para seguir como estaba. En el segundo, habría sumado a su patrimonio unos zapatos o un libro.
Lo mismo sucede con el supermercado.
Si su propietario no tuviera que poner a alguien a barrer lo que los clientes van tirando, podría abrir otra caja y agilizar los pagos. En el primer caso, se desembolsa un dinero para seguir como antes. En el segundo, hay una mejora del bienestar.
¿Y si nos negáramos a mover la rueda?
La distinción de Bastiat nos ayuda también a comprender por qué yerran quienes piensan que la frugalidad es incompatible con la civilización actual.
Lo que se ve estos días por las calles de muchas ciudades occidentales es una ceremonia de la dilapidación que muchos consideran obscena, pero imprescindible. La novelista Dorothy Sayers dice que somos como hámsteres que empujan frenética y estérilmente una rueda, una sociedad «construida sobre arena» en la que el gasto «debe ser estimulado artificialmente para mantener en marcha la producción».
¿Y si nos negáramos a empujar la rueda?
«Supongamos», dice McCloskey, «que mañana, de repente y sin previo aviso, todos empezáramos a seguir las enseñanzas de Jesús. Esa conversión supondría sin duda un golpe para las ventas de Rolls-Royce y de vestidos de 15.000 dólares».
Eso es lo que sucedería en el corto plazo.
Pero en el medio y largo, el capital ahorrado se reconduciría a través del sistema financiero hacia el nuevo catálogo de preferencias. Buena parte de ellas serían herencia del pasado, porque en un mundo sin lujos seguiría siendo igual de deseable disponer de bombillas y de carreteras bien pavimentadas. Pero en lugar de perder el tiempo viendo series frívolas o de contratar cruceros por el Caribe, leeríamos la Biblia en griego y daríamos inspiradores paseos por los hayedos de Navarra. La demanda se desplazaría, la oferta y el empleo irían detrás y la economía no experimentaría un colapso catastrófico.
La prueba es que los holandeses destinan a regalos navideños cinco veces menos que los españoles y, pese a ello, gozan de una renta per cápita muy superior.
Milton Friedman y un millón de chinos
Como señala McCloskey, «el error central del keynesianismo es decir: no te quedes ahí, haz algo, lo que sea».
Una versión muy celebrada de esta filosofía es la organización de grandes eventos deportivos. A los políticos les encanta retratarse cortando cintas, descubriendo placas, inaugurando instalaciones faraónicas. Argumentan que dedicar los presupuestos a levantar coliseos y residencias para las delegaciones genera actividad.
Pero gastar por gastar produce estadios vacíos y villas olímpicas fantasmas.
¿Y no genera empleo? Claro, pero los puestos de trabajo no son el mejor indicador de progreso. Las economías improductivas tienen muchos: por eso son improductivas.
A Milton Friedman se le atribuye una reveladora anécdota. Estando de visita en China, se sorprendió al ver a miles de obreros abriendo un canal con picos y palas. «¿Por qué no usan excavadoras?», le preguntó a su anfitrión, un burócrata del Gobierno. «Es que es un programa de fomento del empleo», le explicó este. «Ah», dijo Friedman, «pensé que se trataba de construir un canal. Si lo que quieren son trabajos, deberían darles cucharas, no palas».
«Crear puestos que no deberían haber existido nos hace más pobres, no más ricos», dice McCloskey. Para sufragarlos debemos, efectivamente, gravar a las empresas privadas con más impuestos, lo que reduce su facturación, su rentabilidad y su contratación.
Por desgracia, nada de esto es evidente. Es lo que no se ve.
La realidad y el deseo
Un mundo devotamente cristiano no sería más pobre.
La prosperidad no precisa del consumismo desaforado ni de instalaciones faraónicas para sobrevivir. Tampoco de que vayamos tirando papeles por los supermercados ni rompiendo cristales. Nos complace pensar que «el sistema» nos obliga a gastar y que somos víctimas inocentes de una maquinaria diabólica, pero no se engañen.
Gastamos porque nos da la gana.