El Altruismo Eficaz, el malvado Elon Musk y el jet privado que emitía 1.800 toneladas de CO2
Antes de condenar lo que consideramos un grave pecado, o de aplaudir lo que nos parece un gran acierto, convendría que nos parásemos un momento a reflexionar
William MacAskill nació en 1987 en Glasgow, Escocia, y se educó en «un prestigioso colegio privado», escribe Gideon Lewis-Kraus en The New Yorker. «Destacaba en casi todo. A los 15 años, cuando se enteró de la cantidad de gente que moría de sida, decidió convertirse en novelista de éxito y regalar la mitad de sus ganancias».
En su familia estaban desconcertados.
No pensaba más que en hacer el bien. Iba de excursión con scouts discapacitados y colaboraba en una residencia de ancianos, y eso estaba fenomenal, pero en su entorno se esperaba de los bachilleres más brillantes que estudiaran medicina en Edimburgo y, pese a graduarse como primero de su promoción, MacAskill optó por hacer filosofía.
Un amigo de los padres no pudo reprimirse. «Qué desperdicio, ese chico podría haber curado el cáncer».
Altruismo eficaz
MacAskill pasó un verano como cooperante en un centro de rehabilitación en Etiopía y, tras licenciarse, otro más como uno de esos voluntarios que abordan a los peatones en la vía pública para captar fondos. «Solíamos contarles que con 20 peniques salvarían la vida de un niño y otras muchas bolas». También se manifestó por la justicia climática y la causa palestina, y asistió a una asamblea del Partido Socialista de los Trabajadores.
No tardó, sin embargo, en desanimarse.
Descubrió que todos esos activistas «se dedicaban a señalar los problemas (¡el clima es tan malo!) y azuzar intensos sentimientos de culpa, pero carecían de cualquier idea sobre lo que había que hacer en la práctica».
Fue una época oscura, pero al mismo tiempo ardiente y fértil, porque de ella emergería Altruismo Eficaz, un movimiento que hoy «controla recursos filantrópicos del orden de los 30.000 millones de dólares», cuenta Lewis-Kraus.
Resultados chocantes
Para MacAskill, el altruismo eficaz es el único digno de llamarse altruismo.
«La fórmula para decidir si una actividad benéfica es eficaz es sencilla», explica David Shariatmadari en The Guardian: «¿Cuánto mejora la vida de cuántas personas y a cambio de cuánto dinero?» La respuesta puede resultar sorprendente.
Por ejemplo, la ONG Libros para África lleva años regalando material didáctico a escuelas de todo el continente. Podría pensarse que eso se habrá traducido en una mejor educación, pero, como explica MacAskill en su primer libro, Doing Good Better, «no tiene ningún efecto perceptible en el rendimiento académico, o uno limitado en los alumnos más capaces».
¿Y saben lo que sí mejora los resultados, y de forma espectacular? La desparasitación. En Kenia, la administración de baratos vermífugos redujo el absentismo escolar en un 25%.
La filosofía de ganar para dar
«El altruismo eficaz», escriben los profesores de ética Julian Savulescu y Walter Sinnott-Armstrong, «es una filosofía y un movimiento social cuyo propósito no es simplemente aumentar las donaciones benéficas», sino fomentar su uso más productivo, midiéndolo en «impactos cuantificables, como vidas salvadas por dólar».
A la luz de este análisis de coste-beneficio, no es difícil concluir que predicar con el ejemplo resulta a veces contraproducente. «Un financiero con talento», sostienen Savulescu y Sinnott-Armstrong, «puede ser de más ayuda empleándose en un banco y utilizando luego parte de sus ganancias para contratar a otros voluntarios» que ejerciendo él mismo de voluntario.
Lewis-Kraus explica que, a finales de 2011, en plena fiebre de Ocupa Wall Street, MacAskill pronunció una conferencia titulada «¿Doctor, empleado de ONG o algo completamente distinto? Qué carreras contribuyen más al bien». Su tesis central, que pasó a conocerse como «ganar para dar», defendía que el estudiante de una universidad de élite podía hacerse médico, ejercer en un país pobre y salvar 140 vidas, o podía dedicarse a las finanzas y la consultoría, cobrar un montón de dinero y, donándolo inteligentemente, salvar 10 veces más vidas.
La idea entusiasmó a cientos de jóvenes.
Uno de ellos decidió abandonar la carrera de filosofía y entrar en una firma de trading. Como explicó en The Washington Post, si uno rescatara a una docena de personas de un edificio en llamas, pasaría el resto de sus días sintiéndose un héroe. Pues bien, mediante donaciones inteligentes, se podía salvar a todas esas personas cada año.
El periodista tituló el artículo: «Salva el mundo. Únete a Wall Street».
Altruismo eficaz para principiantes
Muchas personas censuran la hipocresía de los líderes del Foro de Davos. Se les llena la boca hablando de calentamiento global, pero luego contaminan con sus jets privados tanto como 350.000 coches circulando 750 kilómetros diarios durante una semana.
Elon Musk fue objeto de una crítica similar hace unas semanas.
Se le reprochó que, para ser alguien que se había propuesto salvar a la humanidad del cambio climático, ocasionaba un profundo impacto ambiental. Su Gulfstream produjo el año pasado 1.800 toneladas de dióxido de carbono, según la cuenta de Twitter @ElonJet (que, no sorprendentemente, ha sido suspendida). Es una huella considerable si se la compara con las cinco toneladas que emitimos en promedio el resto de los mortales.
Pensemos, sin embargo, en una semana en la existencia de Musk.
«Los lunes», escribe Ashlee Vance, «trabaja todo el día en SpaceX», que está en Los Ángeles. «Los martes […] vuela a Silicon Valley. Se pasa un par de días en Tesla, que tiene sus oficinas en Palo Alto y su fábrica en Fremont», y los jueves, finalmente, «regresa a Los Ángeles».
¿Podría gestionar su agenda sin un avión?
El último de la fila
Tampoco es Musk el megarrico que más va por ahí ensuciando la atmósfera. En una lista que elaboró en 2021 MarketWatch, quedó en el puesto vigésimo de 20. Roman Abramóvich, el magnate del petróleo y propietario del Chelsea, deja una huella de carbono 10 veces mayor, y Bill Gates, que carece de responsabilidades ejecutivas en Microsoft, cuatro veces.
Musk sigue en activo, a diferencia de Gates.
Y a diferencia de Abramóvich, no ha amasado su fortuna bombeando combustibles fósiles, sino vendiendo coches eléctricos. El informe «Cleaner Cars from Cradle to Grave» calcula que la fabricación de cada Tesla expulsa una tonelada de CO2, pero a lo largo de su vida útil deja de emitir 4,5 toneladas, es decir, que el balance neto es de 3,5 toneladas menos. Habida cuenta de que hay 1,2 millones de Tesla circulando por el planeta, hablamos de un ahorro de millones de toneladas.
¿Importa tanto que, en el camino, Musk genere unas pocas miles de toneladas?
Un poco de humildad
«El mundo es un lugar muy complicado», dicen Savulescu y Sinnott-Armstrong. «Es difícil predecir qué va a ser más beneficioso, ahora o en un futuro lejano. Y ante esta incertidumbre, la humildad es indispensable».
Antes de condenar sin paliativos lo que nos parece un pecado, o de aplaudir sin reservas lo que consideramos un acierto, convendría que nos parásemos un momento a reflexionar. Porque igual resulta que no compensa regalar libros de texto. O que el jet privado no es tan perjudicial para el medio ambiente.
Como dice MacAskill, «es muy, pero que muy fácil estar totalmente equivocado».