¿Por qué la gente se empeña en amontonarse en zona de terremotos o al pie de los volcanes?
Millones de personas habitan áreas de fuerte actividad tectónica, por legítimas razones económicas. El que mueran a puñados es un problema político.
Esmirna se encuentra en la costa occidental de Turquía, a orillas del Egeo. Con más de tres millones de habitantes, es la tercera ciudad del país, después de Estambul y Ankara. Fue durante siglos un activo puerto comercial y hoy es un próspero polo industrial.
Se asienta, sin embargo, sobre un terreno inestable.
La península de Anatolia es una pastilla de corteza encajonada entre las placas tectónicas de Eurasia y África y, en cuanto estas se mueven, provocan en aquella devastadores terremotos. En el de 1688 murieron 31.000 esmírneos; en el de 1883, otros 15.000, y a lo largo del siglo XX, sufrieron cuatro sacudidas superiores a los cinco grados.
En 2013, cuatro investigadores de la Universidad de Londres incluyeron a Esmirna en un estudio sobre zonas de alta actividad sísmica. Las otras dos ciudades eran Seattle (Estados Unidos) y Osaka (Japón) y su propósito era averiguar qué hacían sus habitantes para protegerse de los movimientos de tierra.
La conclusión fue desoladora.
«Mi casa se vino abajo, perdí todo lo que tenía»
Aunque la lógica indica que a mayor probabilidad de terremoto, mayores deberían ser las medidas de prevención, ninguna de las poblaciones analizadas manifestó una gran previsión. Los más concienciados eran los estadounidenses. Un tercio tenía almacenada agua y comida y había seguido algún curso de primeros auxilios, pero el 90% de los turcos carecían de plan de evacuación o de botiquín de urgencia.
¿No se les había informado adecuadamente?
En absoluto. Los esmírneos eran perfectamente conscientes del peligro y, de hecho, consideraban los seísmos la tercera mayor amenaza, después de la guerra y el terrorismo. Es verdad que llevaban décadas sin experimentar en sus carnes uno grave, pero tenían muy presentes sus consecuencias y describían vívidamente a los investigadores las penalidades padecidas por sus compatriotas. «Aparece uno en televisión y dice: ‘Mi casa se vino abajo, perdí todo lo que tenía, mis hijos murieron, mi cónyuge murió’. […] Se me llenan los ojos de lágrimas».
¿Por qué no hacían nada, entonces? ¿Por qué nos empeñamos en amontonarnos pasivamente al borde de las fallas, al pie de los volcanes, al filo del abismo?
Motivos económicos
«Millones de personas de todo el planeta habitan áreas de actividad tectónica», explican los responsables de la web A Level Geography. El motivo principal es la abundancia de recursos. «Los suelos formados a partir de lava erosionada y cenizas son muy aptos para la agricultura intensiva, especialmente en las regiones tropicales».
Los volcanes activos constituyen además una atracción turística, como comprobaron en La Palma durante la erupción del Cumbre Vieja. Y no digamos ya las fuentes termales.
En otro trabajo de campo realizado en la isla filipina de Samar, víctima regular de tifones y tsunamis, los lugareños alegaron igualmente que se habían instalado allí por motivos económicos. «Pienso que es mejor por las posibilidades de pesca», contestó uno de ellos a la pregunta de qué ventajas ofrecía Samar.
Disonancia cognitiva
Otro factor decisivo era «la proximidad de los parientes».
En ausencia de estado de bienestar, esta red de seguridad familiar es indispensable para criar a los hijos y cuidar de los ancianos y los enfermos. Además, están los vínculos con la comunidad: pueden pasar el tiempo libre con los amigos que viven en la región.
Finalmente, tiene lugar una disonancia cognitiva.
Igual que la zorra de la fábula se persuade a sí misma de que las uvas están verdes porque no puede alcanzarlas, los isleños han terminado normalizando un riesgo que escapa a su control. Si está de Dios que se te lleve una ola, vienen a argumentar, ¿qué más da las precauciones que adoptes?
En manos del Señor
Esa misma actitud resignada encontraron entre los turcos los investigadores de la Universidad de Londres.
«Todos están preocupados», decía una mujer de Esmirna, «pero viven en edificios que ellos mismos saben que no son sólidos; siguen viviendo en ellos, porque no existe alternativa. Lo que se presenta como una solución es simplemente una tontería. Yo lo llamo tontería, una completa tontería. En Erzurum hubo un terremoto y las supuestas viviendas [sismorresistentes] distaron mucho de satisfacer las necesidades de sus habitantes».
Esta acomodación ante la fatalidad puede entenderse en un archipiélago remoto del Pacífico o en un régimen como el turco, donde las reclamaciones se pierden en un laberinto de funcionarios y jueces prevaricadores. Samareños y esmírneos se encomiendan al Señor porque han perdido la esperanza de que nadie más les escuche.
Pero, ¿por qué se muestran igual de indolentes los estadounidenses?
¿Por qué no se ponen a salvo?
En El quinto riesgo, Michael Lewis explica que la primera predicción acertada de un tornado se produjo en una base de la Fuerza Aérea en Norman, Oklahoma, en 1948. Fue pura chiripa, como reconocerían posteriormente sus responsables, pero desde entonces en el servicio de meteorología de Estados Unidos han progresado notablemente. Los miles de millones de dólares invertidos en satélites, radares, ordenadores y programas informáticos les han permitido comprender cada vez mejor el comportamiento de las tormentas.
Lo que siguen sin comprender es el comportamiento de sus ciudadanos. ¿Por qué no se ponen a salvo?
No hablamos de un fenómeno inusitado y excepcional. La franja central de Estados Unidos es uno de los mayores puntos de convección del planeta. El aire cálido del golfo de México converge allí con el viento helado que baja de las Rocosas y genera tormentas continuas y devastadoras.
¿Cómo de devastadoras?
Cuando las vacas salen volando
La escala para evaluar los tornados va de 0 a 5. Se llama Fajita y «lo que la hace especial», dice Lewis, «es que siempre resulta aterradora. De principio a fin. Un tornado F1 arranca los tejados y vuelca los coches en las carreteras. Con un F2, las viviendas prefabricadas revientan y las vacas salen volando». Y cuando llegas a un F5, «los automóviles se transforman en misiles y las casas grandes y bien construidas simplemente se volatilizan […] como en El mago de Oz».
Una de esas bestias arrasó el 22 de mayo de 2011 la ciudad de Joplin, Misuri.
Dejó tras de sí una cicatriz limpia, una línea clara de destrucción, «como cuando pasas el dedo por el glaseado de un pastel», en palabras de una testigo. Los médicos locales debieron atender lesiones que jamás habían visto. Un niño pequeño tenía la carne de la espalda arrancada hasta el hueso; podían contar sus vértebras. Hubo quien acabó empalado en una señal de tráfico. Murieron 158 personas.
Los meteorólogos habían emitido la primera advertencia cuatro horas antes y, sin embargo, la mayoría de los destinatarios la ignoró.
«Los tornados respetan los cementerios indios»
La reacción a una alerta depende de muchos factores, pero uno fundamental es la experiencia.
Muchos de los vecinos de Joplin que no se precipitaron a los refugios «tenían una característica común», observa Lewis: «nunca se habían visto afectados por un tornado». Eso les infundía una sensación de seguridad completamente infundada, pero que racionalizaban con las teorías más peregrinas: los tornados «no cruzaban el río» o «se dividían al acercarse a su pueblo» o «siempre seguían la autopista» o «jamás golpeaban en los antiguos cementerios indios».
La búsqueda de patrones en el caos que nos rodea es una habilidad que nos ha permitido a los humanos desentrañar las leyes que gobiernan el universo, pero nos induce en ocasiones a errores fatales.
Y contra sesgos como la disonancia cognitiva o la búsqueda de patrones, las campañas informativas no funcionan.
Del miedo al pánico
«Si supieran lo terrible que puede ser un tornado…», pensaron las autoridades, y empezaron a acompañar las alertas con descripciones aterradoras de sus efectos.
«Es probable la destrucción total de barrios enteros», explicaban. «Muchas casas y empresas sólidamente construidas quedarán arrasadas hasta los cimientos. Los escombros bloquearán las carreteras. Podría producirse una devastación masiva, que deje el área irreconocible para los supervivientes».
El problema de esta estrategia es doble.
Primero, si el peligro no se materializa, y por fortuna no lo hace la mayoría de las veces, ocurre como con el lobo del cuento: que la gente termina por no creerse que viene. Y segundo, el miedo no incentiva siempre la acción. Cuando rebasa determinado nivel, se transforma en pánico.
Y el pánico paraliza.
«Las mascotas matan»
Una noche, durante una cena, Michael Lewis propuso un juego a tres expertos que habían consagrado su carrera a estudiar la respuesta de las personas al riesgo. Se trataba de adivinar quiénes tenían más probabilidades de sobrevivir a un tornado.
Todos estuvieron de acuerdo en que eran muy superiores las de alguien rico. «La gente que vive en casas prefabricadas tiene 30 veces más probabilidades de morir». También escogerían a un padre de familia frente al dueño de un perro o un gato, porque en los refugios no admiten animales. «Las mascotas matan».
Discutieron un poco, pero acabaron conviviendo en que las mujeres tenían más posibilidades que los hombres, porque estos asumen más riesgos. «Salen para echar un vistazo», dijo uno de los expertos, «lo ves en YouTube: la mujer sacando la cabeza por la puerta de la casa y gritando a su marido que entre de una maldita vez».
Finalmente, Lewis preguntó: ¿un demócrata o un republicano?
El fondo de la cuestión
La respuesta es, por supuesto, altamente matizable, pero el demócrata cuenta con una ventaja importante: confía más en el Gobierno y hará, por tanto, caso de sus recomendaciones.
Todo lo contrario que los turcos o los filipinos, que saben que no pueden esperar nada de sus políticos. Ellos son el principal enemigo, más que la inestable pastilla de Anatolia o las perturbaciones atmosféricas del sureste asiático, porque su corrupción es la responsable de las enormes mortandades que acompañan los terremotos y los ciclones en esas regiones.
Los esmírneos deben empezar por quitárselos de encima, y ya habrá tiempo luego para preocuparse de los sesgos cognitivos y de por qué en el 905 de sus casas no hay ni un miserable botiquín de urgencia.