Leandro Prados de la Escosura: «La desigualdad casi no ha variado desde los 80»
El historiador Leandro Prados de la Escosura atribuye la falta de dinamismo de la economía española a las barreras a la competencia, los subsidios y el amiguismo
«La desigualdad ha oscilado desde 1980 entre 0,31 y 0,34 en el índice de Gini; no es para alarmarse»
«Mi generación quería entender por qué vivíamos en un país tan atrasado», me recuerda en la Fundación Rafael del Pino el historiador Leandro Prados de la Escosura (Madrid, 1951). «Lo que nos apasionaba era la política. La economía nos interesaba, pero como instrumento para explicar y transformar el mundo».
Por eso no tardó en acercarse a Marx.
«En la universidad me dediqué a hacer el rebelde. Pasaba más tiempo en el bar que en las aulas». Lo que en realidad le gustaba era la literatura. Hubiera querido ser escritor, pero su padre lo obligó a matricularse en Económicas. «Y ni siquiera era su primera opción. Prefería que hiciese Arquitectura, pero dibujas mal, me dijo, no puedes ser arquitecto, así que a Económicas».
Un día decidió plantarle cara.
«Mi padre era de izquierdas, pero también muy autoritario. Los horarios eran sagrados. Recuerdo que una noche me retrasé porque había estado ayudando a un amigo comunista al que perseguía la policía y le dieron igual mis explicaciones, me cayó una bronca tremenda. Una cosa era la revolución y otra llegar tarde a cenar».
El discreto encanto de la economía
Así y todo, un día decidió plantarle cara.
«El caso es que le digo aquello de ser escritor y me responde: ‘¿Por qué no pruebas a trabajar?’. Y a través de un conocido me metió en El Corte Inglés, en la parte de oficinas. Me dedicaba a realizar estudios de mercado y era estupendo. Iba allí por la mañana y, por la tarde, a la facultad».
De repente, descubrió que le gustaba la economía.
«Recuerdo que cayeron en mis manos unos ensayos sobre el crecimiento que había editado Luis Ángel Rojo [gobernador del Banco de España entre 1992 y 2000] y los devoré. Y me presenté al examen de reválida de licenciatura pensando: tengo un expediente mediocre, voy a mejorarlo. Saqué un sobresaliente y tuve la suerte de que en el tribunal estaba Gonzalo Anes, el que luego [en 1988] sería director de la Real Academia de Historia».
Anes le ofreció incorporarse a su departamento como profesor.
«Debían de estar desesperados», ironiza. «Daba clases y pasaba tiempo en el archivo, investigando», pero sin resultados espectaculares, «porque buscaba información sin formular ninguna pregunta concreta ni tener un propósito definido».
En las fauces de la Mont Pelerin
Entonces apareció Gabriel Tortella.
«Gonzalo [Anes], que era un hombre muy generoso, se lo trajo de Wisconsin y lo convenció para que opositara a cátedra. Gabriel fue estupendo para mi generación. Era más joven, venía de un campus americano, iba con pantalones de pana o vaqueros y te trataba de igual a igual. Gonzalo era muy accesible, incluso te tuteaba, pero siempre de traje y corbata, con más formas».
A imitación de Tortella, Prados de la Escosura pensó que también él quería salir al extranjero y consiguió una beca de la Sociedad de Estudios y Publicaciones del Banco Urquijo.
«Me fui a Oxford con mis libros de Marx y allí descubro que mi supervisor es Ronald Max Hartwell», que no es que fuera liberal: «Era miembro [y llegaría a presidente] de la Mont Pelerin Society», el laboratorio de ideas fundado por Friedrich Hayek y Milton Friedman. «Yo estaba horrorizado. Se lo dije a Gonzalo y Gonzalo me dijo: ‘¿A ti qué te importa más: que sea un buen maestro o alguien afín a tus ideas?’»
Max y Prados de la Escosura terminarían siendo «muy, muy amigos».
Derribando barreras y aranceles
Después de Inglaterra, viajó a Estados Unidos, Italia, Argentina… Cuando regresó, ya no era el mismo.
«Evidentemente, me volví liberal», aunque también «un jovencito arrogante», que no tardó en chocar con los historiadores más veteranos. «La verdad es que no dejaba de meterles el dedo en el ojo, pero sin yo quererlo, simplemente porque, al usar herramientas estadísticas como había aprendido a hacer en Inglaterra y Estados Unidos, era muy fácil echar abajo sus modelos».
Lo primero que cuestionó fue el papel del comercio.
La visión dominante atribuía la tardía industrialización de España a la baja calidad de la tierra y a un inadecuado régimen de propiedad. Su agricultura era menos productiva y eso había retenido en el campo a una proporción mayor de mano de obra, cuyos bajos niveles de remuneración habían provocado además una débil demanda de bienes industriales.
Finalmente, al tardar más en constituirse, las manufacturas españolas competían en inferioridad de condiciones, como se había puesto de manifiesto cada vez que se había intentado una tímida apertura.
Nada más lógico, por tanto, que levantar barreras y aranceles para protegerlas.
Lo siento, pero el comercio es bueno
Todo esto se afirmaba, sin embargo, sin ninguna evidencia empírica.
En cuanto se iba a los datos, se comprobaba que España siempre había estado «más cerrada que los países grandes de Europa occidental», lo que contradecía a quienes culpaban de su retraso «al exceso de concurrencia». Es más, las breves fases dinámicas coincidían con «una mayor vinculación a la economía internacional». El proteccionismo y la sustitución de importaciones habían sido, por tanto, un desatino.
Esta tesis, recogida en Comercio exterior y crecimiento económico en España, le granjeó a Prados de la Escosura la animadversión del establishment.
«A [Josep] Fontana, que era la autoridad en la materia, no le gustaron nada mis conclusiones. Yo pensé que iba a ser como en el mundo anglosajón, donde la rivalidad era puramente académica, y que íbamos a seguir siendo tan amigos, pero me hicieron el vacío».
Las raíces de la decadencia
Lejos de arredrarse, en su segundo trabajo atacó la versión oficial sobre la decadencia española.
En De imperio a nación, Prados de la Escosura reconoce que la pérdida de las colonias americanas tuvo efectos negativos, sobre todo en el corto plazo: cayeron el comercio y la inversión y se perdieron mercados para la industria nacional e ingresos para la Hacienda. Pero este choque había ido diluyéndose y el atraso había persistido. ¿Por qué?
Para empezar, el declive venía de mucho más atrás.
«Los 100 años que van desde los Reyes Católicos hasta la batalla de Lepanto en 1571 son una etapa de crecimiento muy intenso», me dice. Para que nos hagamos una idea, si ese dinamismo se hubiera mantenido, «España habría sido tan rica como Inglaterra cuando estalló la Guerra de la Independencia [1808-1814]».
La agobiante presión fiscal
Pero no se mantuvo, y se le ha echado la culpa a la plata americana.
Unos dicen que la interrupción de sus remesas, como consecuencia del agotamiento de las minas, nos arruinó. Otros opinan, por el contrario, que fue su avalancha la que desató una inflación que hizo que las exportaciones tradicionales perdieran competitividad.
Los números, sin embargo, no cuadran.
La plata había comenzado a llegar mucho antes de Lepanto sin que la actividad se resintiera. La clave hay que buscarla en lo que sucedió a partir de 1571 «y que, por resumirlo en pocas palabras, fue el coste insoportable de sostener el imperio». Las campañas de Flandes habían desangrado el erario público y Felipe II decidió subir las alcabalas, que eran un impuesto sobre el consumo. «Los Parlamentos de las ciudades dijeron que ni hablar y el Rey replicó: conque no, ¿eh? Pues os voy a congelar el crédito».
Cuando las ciudades finalmente se rindieron, fue «como la crisis de 2008».
Arranca «una caída brutal, porque los Austria menores, Felipe III y Felipe IV, siguen en esa misma línea de aumento de la presión fiscal y las ciudades se arruinan y esto lo ves en [Francisco de] Quevedo, cuando se retira al campo. España se ruraliza, la gente ya no quiere vivir en las ciudades».
El final del Antiguo Régimen
Esta tendencia se mantendrá todo el siglo XVIII y, a partir de la invasión napoleónica, «ocurren dos fenómenos».
«El impacto inmediato es terrible. La mortandad superó la de la Guerra Civil, tanto en términos relativos como absolutos. Se perdieron medio millón de vidas de una población estimada en 10 millones. Entre 1936 y 1939 hubo a lo mejor 250.000 víctimas [sobre un total de 23 millones]».
Pero en el medio y largo plazo, la valoración que hace Prados de la Escosura es muy diferente.
«La llegada de los franceses rompe el corsé del Antiguo Régimen. La libertad económica aumenta. Aumenta incluso en tiempos de Fernando VII: el código de comercio es de 1829. Se suprimen los gremios, la propiedad privada se convierte en absoluta, todo el sistema de incentivos cambia».
El denominador común del progreso
Contrariando una vez más la opinión generalizada, Prados de la Escosura sostendrá que el mayor auge no tuvo lugar durante la primera parte de la Restauración (1874).
«Curiosamente, el crecimiento es más intenso entre 1850 y 1880, que es una época de gran inestabilidad, con la Revolución del 68 y la segunda guerra carlista. ¿Y por qué? Por la introducción de las instituciones liberales».
Ese es el elemento común que ha encontrado en cada fase de expansión que España ha experimentado desde mediados del siglo XIX.
¿Qué fuerzas han impulsado el desarrollo de España en los 170 últimos años?, se planteaba en un artículo de 2019. Entre 1850 y 1985, el PIB creció gracias al aumento de la productividad, coincidiendo con la adopción de innovaciones extranjeras (ferrocarril, electricidad) y el desplazamiento de mano de obra de la agricultura a la industria.
El denominador común del atraso
El avance de la productividad se frena, por desgracia, a partir de nuestro ingreso en la Comunidad Económica Europea.
Podría considerarse el fruto de un lógico agotamiento: a medida que una economía se acerca a la frontera tecnológica, cada mejora de eficiencia cuesta más. Tampoco quedaban ya más campesinos que trasladar a las manufacturas. Pero, si esto es así, ¿por qué no se ha dado idéntica desaceleración en los países de la OCDE que en 1990 tenían una productividad superior a la nuestra?
Hay otra explicación.
Por una parte, se ha dado una concentración de capital y trabajo en sectores poco innovadores, como la hostelería y la construcción. Por otra, hemos descuidado la cualificación de nuestra mano de obra y su «escasa capacidad técnica habría limitado la explotación de las nuevas tecnologías».
¿Y por qué hemos asignado los recursos tan deficientemente y nos hemos despreocupado de la educación?
Por «los obstáculos a la competencia en los mercados de productos y factores, los subsidios y el amiguismo». Las compañías prefieren presionar a los políticos para que impidan la entrada de competidores más eficientes, en lugar de invertir en I+D y en formar a sus plantillas.
Libertad y desigualdad
Muchas décadas después de sus correrías universitarias, Prados de la Escosura ha entendido por qué vivía en un país tan atrasado.
El problema no era la ineficiencia de nuestra agricultura, como decía Jovellanos; ni la herencia árabe, como quería Ángel Ganivet, ni las continuas guerras de los Austrias, como denunciaba José Cadalso. La clave de nuestro atraso ha sido, y es, la falta de libertad.
Pero, pregunto, ¿no es también la liberalización la responsable de la desigualdad?
«Déjeme decirle dos cosas», me responde. «La primera es que España, en los últimos 45 años, se ha mantenido prácticamente en el mismo nivel de desigualdad: entre 0,31 y 0,34 en el índice de Gini [que oscila entre 0 y 1, siendo 0 la igualdad perfecta y 1 la máxima desigualdad]. Un cambio de tres centésimas no justifica la alarma social».
La segunda cosa es la relación entre libertad económica y desigualdad.
«Salvo en Canadá, Estados Unidos, Australia o Nueva Zelanda, en el resto del mundo, en Japón, en Suecia, en España, en el país que usted escoja, la libertad económica y la desigualdad no guardan relación alguna. En el mejor de los casos, evolucionan en sentido contrario».