La línea que separa la gestación subrogada comercial de la altruista es bastante delgada
Cuando la lógica mercantil irrumpe en determinadas esferas, las desvirtúa, dice el filósofo Michael Sandel, pero no parece que eso pase con la gestación subrogada
En marzo de 1984, Mary Beth Whitehead respondió al anuncio de una clínica de reproducción asistida de Nueva York que solicitaba mujeres dispuestas a concebir niños para parejas estériles.
Mary Beth había dejado el instituto para casarse con un camionero que en aquellos momentos se encontraba de baja. Era joven y sana y tenía dos hijos. La clínica la puso en contacto con Elizabeth Stern, que sufría esclerosis múltiple y temía las consecuencias de un embarazo en su salud. Mary Beth firmó un contrato por el que renunciaba a sus derechos parentales por 10.000 dólares y, tras el parto, entregó la criatura, una niña llamada Melissa.
A la mañana siguiente, sin embargo, cambió de opinión.
Se presentó en casa de los Stern y los amenazó con suicidarse si no le devolvían a Melissa. Conmovido por su desesperación, el matrimonio accedió a dejársela un par de días, pero Mary Beth la secuestró. El asunto acabó en los tribunales y, un año después, un juez del Tribunal Superior de Nueva Jersey concedía la custodia de Melissa a los Stern.
Distintas perspectivas
En su libro Justicia, el filósofo Michael Sandel analiza el caso de Melissa a la luz de distintas perspectivas morales.
Un utilitarista, explica, no se opondría a una gestación subrogada comercial porque su resultado es un aumento de la felicidad. Si una mujer necesita dinero y una pareja quiere un bebé, ¿por qué impedir que lleguen a un acuerdo mutuamente satisfactorio? Tampoco un liberal tendría nada que objetar a que se consume una transacción libremente consentida entre adultos.
Sandel cuestiona, sin embargo, tanto la sentencia del juez de Nueva Jersey como los enfoques utilitarista y liberal.
Argumenta que el mérito de una acción no puede determinarse en función de cómo afecta a los niveles agregados de felicidad o de libertad. Cuestiona además que una persona en situación de necesidad, como Mary Beth, fuera plenamente libre. Finalmente, como señalaría posteriormente en Lo que el dinero no puede comprar, «tener bebés para venderlos […] es una corrupción de la paternidad».
Vamos a empezar con esta última idea.
El cariño verdadero no se compra ni se vende
Cuando la lógica del mercado irrumpe en determinadas esferas, sostiene Sandel, las desvirtúa.
Esto resulta obvio en el caso del amor. Como cantaba Manolo Escobar, «ni se compra ni se vende el cariño verdadero», porque el dinero lo desnaturaliza y no solo no lo estimula, sino que lo retrae. Si al término de una velada romántica su cita le preguntara cuánto le debe, usted se ofendería y sentiría cómo se reducía su oferta de afecto.
Sandel pone asimismo el ejemplo de los obsequios.
Desde un punto de vista utilitarista o liberal, habría que regalar siempre dinero, porque quien lo ofrece gasta lo que quiere y quien lo recibe lo invierte en lo que desea. Cualquiera se da cuenta, sin embargo, de que escoger cuidadosamente un presente expresa un interés especial y denota que se ha invertido tiempo y energía en encontrar algo que el destinatario realmente aprecia. Esta dimensión se pierde cuando se anteponen la utilidad y la libertad a cualquier otro criterio.
Sandel defiende por ello que ciertos ámbitos se preserven de la intrusión del dinero.
Las personas hacemos las cosas por motivos muy variados: para obtener placer o alguna ventaja material, pero también por simpatía o por abnegación. Estos móviles no son siempre compatibles y, si dejamos que los mercantiles desplacen a los demás, todo acabará a la venta y nadie quiere vivir en un mundo semejante.
¿Es ese el problema que plantean los vientres de alquiler?
¿Qué ocurrirá con las mujeres que vengan después?
Es fácil apreciar cómo el dinero degrada el amor y la amistad. También entendemos que si la Legión de Honor pudiera comprarse, perdería cualquier valor. Pero ¿qué significa que «tener bebés para venderlos es una corrupción»? ¿Que convierte a la madre en una máquina de parir y contribuye a que nos deslicemos por una pendiente resbaladiza que conduce al materialismo y la deshumanización?
Es una objeción que viene planteándose desde los orígenes de la inseminación artificial, y no solo desde instancias religiosas.
La periodista Gena Corea alertó a mediados de los 80 de «los peligros de las técnicas de reproducción asistida». Con la generalización de la fecundación in vitro, decía, el género femenino podía acabar reducido a una mera función de incubadora. Y se preguntaba: «¿Qué ocurrirá con las mujeres que vengan después de nosotras?»
Cuatro décadas después podemos responder: nada trágico.
Las dimensiones de la dignidad
Aunque no vaya a acabar con la civilización occidental, ¿no degrada la dignidad de una mujer usarla como si fuera una máquina?
Es posible, pero la dignidad tiene múltiples dimensiones y algunas de ellas se benefician de la gestación subrogada comercial. La profesora de Harvard Debora Spar señala que, si las circunstancias brindan a alguien «un trabajo que de otro modo no tendría, prohibirlo únicamente empeorará su situación». Y añade que para muchas indias «es una fuente de bienestar» y les permite «salir de la pobreza».
¿Y no lo hace eso aún más reprochable moralmente? ¿No nos estamos aprovechando de su necesidad para explotarlas?
¿Por amor sí, pero por dinero no?
Es la primera objeción de Sandel, pero, ¿por qué asume que Mary Beth se vio forzada a firmar el contrato con los Stern y no que llegó a la conclusión de que, de entre otras muchas alternativas, era la más razonable? Ignoramos el proceso mental que la llevó a contestar al anuncio de la clínica de Nueva York, pero el hecho de que no eligiera lo que otros consideran más ético no implica que tuviera menoscabada su capacidad de decidir.
En realidad, como observa la socióloga australiana Sharyn Roach, la separación entre gestación subrogada comercial y altruista «no se basa en diferencias evidentes».
En contra de lo que ocurre con el amor, la amistad o la Legión de Honor, no parece que aquí los móviles económicos desplacen a los filantrópicos. A menudo van de la mano. Cuando la antropóloga Andrea Whittaker preguntó a una tailandesa por qué se había ofrecido para gestar un niño ajeno, le dio dos razones. «En primer lugar, me gustaría pagar los préstamos de mis estudios universitarios y de mi moto […]. En segundo lugar, Buda enseña que es un buen karma ayudar a alguien a tener vida. Sería muy feliz si pudiera ayudar a alguien a hacer realidad su sueño de tener un bebé».
Qué fue de Melissa
¿Y no estamos vulnerando el derecho de ese bebé a un nacimiento digno?
Sandel considera censurable «tener niños para venderlos» porque se les trata «como objetos para ser utilizados en vez de como criaturas para ser amadas». Pero, para empezar, la gestante no vende a un niño: ofrece su útero para que otro pueda tener al suyo. Y es desde luego falso que el fruto de esa transacción no pueda ser amado.
No lo fue en el caso de Melissa.
«Quiero mucho a mi familia y estoy muy contenta de estar con ella», declaraba en 2007 a un periodista del New Jersey Monthly refiriéndose a los Stern. «Son mis mejores amigos en el mundo entero, y eso es todo lo que tengo que decir al respecto».