Los españoles creemos que ya tenemos un país muy habitable y rechazamos grandes reformas
Hemos alcanzado «un equilibrio bastante estable y duradero», dicen Víctor Pérez-Díaz y Juan Carlos Rodríguez, y es poco probable que apoyemos muchos cambios
«¡Chapuzas por todos lados!», exclama A. R. «El nivel profesional es muy, muy bajo».
A.R. se instaló hace años en España para lanzar una empresa y se expresa en un castellano magnífico, aunque lleno de esas erres vibrantes y de ese compás marcial que les sale espontáneamente a los centroeuropeos. «Para cubrir una vacante», se lamenta, «convocas a 100 candidatos y, si logras dar con un profesional decente, tienes suerte».
No sé si A. R. es así siempre o tiene un mal día.
«Esta mañana estaba a las ocho en Barajas y hasta que te atienden tardan 10 minutos. Eso es impensable en un país como Austria. ¿Y qué me dices del servicio en los hoteles y en los restaurantes? Yo no soy nada pijo, pero ¡es tan difícil encontrar un buen camarero! Son pequeños detalles, pero que revelan que este país está enfermo».
¿Está de verdad este país enfermo?
Cuarenta años después
Víctor Pérez-Díaz y Juan Carlos Rodríguez llevan décadas auscultando la sociedad española y acaban de publicar en Funcas un ensayo en el que realizan «una suerte de balance provisional» de los últimos 40 años. «¿Qué ha ido haciendo España de sí misma?», se preguntan.
A partir de estadísticas y encuestas preparadas ex profeso, han repasado las esferas política, económica, social y cultural y su conclusión no es en absoluto catastrofista.
Para empezar, el régimen del 78 se ha consolidado. «Superó un golpe de Estado y largos años de terrorismo», goza de niveles de participación electoral «similares a los de los países europeos de referencia» y es, en general, «equiparable a las mejores democracias».
Un amplio segmento de centro
Hay debilidades, naturalmente.
La primera es un riesgo de fragmentación territorial, aunque «el momento más grave ya habría pasado». Se vivió con el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 y, desde entonces, «los ánimos están más calmados». De hecho, los barómetros del Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat reflejan que «un amplio segmento de la población catalana (algo superior a la mitad) abriga sentimientos de pertenencia equilibrados» y no se declara independentista.
La segunda gran amenaza sería la crispación.
El espacio político se ha fragmentado y los segmentos más radicales han crecido, especialmente por la izquierda, «pero conviene tener muy en cuenta que alrededor de dos tercios de los entrevistados han tendido a situarse en posiciones bastante centradas, no extremistas, lo cual debe hacernos cautos a la hora de hacer afirmaciones categóricas acerca del alcance de una posible polarización».
Un avance notable…
En el ámbito económico, el progreso ha sido igualmente notable.
La renta per cápita se ha multiplicado por 1,8 desde los 80, «con todo lo que ello comporta en términos de bienestar material […], de salud, de aumento en la esperanza de vida, de consumos culturales, de viajes al extranjero, etcétera». También hemos ganado en libertad (en el Economic Freedom of the World hemos pasado de un seis sobre 10 en 1970 a casi un ocho en 2020) y en facilidad de emprendimiento (de 58,5 puntos en 2004 a 86,4 en 2020, según el Doing Business del Banco Mundial).
Esta liberalización no ha conllevado el «desmantelamiento del Estado», como se denuncia desde cierta izquierda.
El gasto público total, que suponía en 1970 el 22% del PIB, supera ahora al 52%. Disponemos asimismo de una administración sustancialmente mayor: si en 1976 su plantilla ascendía a 1,4 millones de personas, hoy ronda los tres millones. ¿Demasiados? Con un 16% de empleo público entre 2010 y 2019, estaríamos por debajo de la media de la UE (18,1%) y muy lejos de los países nórdicos, con cifras cercanas o superiores al 25%
Finalmente, no es verdad que sigamos abonados al unamuniano «que inventen ellos»: el gasto en I+D se ha triplicado (del 0,43% del PIB en 1981 al 1,25% en 2019).
…pero que ha ido perdiendo fuelle
¿Cuáles son aquí las sombras?
La convergencia con la UE avanzó muy rápidamente hasta 1975, pero desde entonces se ha frenado por la reducida presencia de sectores de alto valor añadido, el insuficiente tamaño de nuestra empresas y un mercado de trabajo disfuncional, muy dependiente de los ciclos y con elevadas tasas de paro y temporalidad.
Idéntica evolución se aprecia en la distribución de la riqueza.
Medida por el coeficiente de Gini de ingresos (en el que 0 correspondería a la paridad perfecta y 100 a la máxima disparidad), la desigualdad se redujo rápidamente en los años 60 y 70, más despacio en las décadas siguientes y, desde comienzos de siglo, se ha estancado en torno a 33. Esta cifra es de las más altos de la UE y se explica, sobre todo, por las escasas transferencias monetarias.
La familia no se toca
La imagen final que se desprende del análisis de Pérez-Díaz y Rodríguez es la de una comunidad que pierde impulso y se muestra renuente a introducir las medidas que se lo devolverían.
Por ejemplo, las encuestas revelan un gran apoyo a una mayor redistribución de la renta, pero no se observa un cambio sustantivo en las transferencias públicas. ¿Por qué? Porque los españoles consideran que su aportación es ya más que suficiente, creen que el esfuerzo adicional debería proceder de los más acomodados y, en general, consideran que los políticos son poco honestos y dilapidan el dinero de sus impuestos.
Más elocuente aun es lo que ha ocurrido con el mercado de trabajo.
En el tardofranquismo se pensó que el aumento del nivel de vida haría evolucionar la familia mediterránea hacia el patrón nórdico, cuya laxitud se adecua mejor a la movilidad de mano de obra que demanda una economía moderna. Pero cuando en los 80 se liberalizaron las relaciones laborales, se protegió al agente clave para el sostén del hogar, el cabeza de familia, y se descargó todo el peso de los ajustes sobre los jóvenes, a los que podía despedirse fácilmente cuando las ventas caían.
El mercado de trabajo se segmentó para preservar a la familia.
Un país bastante habitable
Aunque no se puede descartar ningún escenario, «parece», escriben los autores, «que estamos ante un equilibrio […] bastante estable y duradero».
«Podríamos considerar [España] como un modelo sui generis de vida social», que ha alcanzado «niveles de riqueza, de capitalismo y de sistemas de bienestar muy superiores a los del pasado» y no se opone a seguir avanzando, pero «sin necesidad de correr mucho». El país «daría de sí lo que da de sí». No daría para mucha innovación ni para una economía dinámica ni para una ciudadanía activa, pero «sería bastante habitable».
Es el mismo cálculo que debe de haber hecho A. R.
Después de despotricar sobre la falta de verdaderos profesionales, las esperas impensables en Barajas o las dificultades para dar con un buen camarero, le pregunto por qué vive en España. «No hay otro país igual para criar a los hijos», me responde A. R. con un brillo de picardía mediterránea en los ojos.