Por qué las 'startups' no pueden salvar el mundo
La humanidad fía a menudo su bienestar al milagro de la tecnología y asigna a las ‘startups’ un rol que les viene grande por su naturaleza frágil
Las predicciones tecnológicas son como la política. Cada facción, tribu, familia o nación tiene las suyas. Cuando una organización vaticina, lo hace impulsada por el sesgo de sus conocimientos, intereses y fuentes.
Por ejemplo, la consultora Gartner incluye entre las diez súper tendencias de 2023 el metaverso (en franco retroceso, aunque no muerto), las tecnologías sostenibles (que avanzan al ralentí) y la ingeniería de plataformas (concepto desconocido incluso para algunos tecnófilos).
Si la pregunta se formula en el influyente círculo de los fondos de inversión americanos, la respuesta será que nada hace sombra a la inteligencia artificial generativa. Andreessen Howoritz, firma perteneciente a este selecto club, sostiene que la IA salvará a la humanidad (siempre que EEUU y Occidente impongan sus algoritmos a los de China).
En otras ocasiones, según soplase el viento, el último grito eran las criptomonedas, sometidas a durísimos vaivenes; la realidad virtual-aumentada que quizás ahora reviva con las gafas de Apple; el cloud computing, la ciberseguridad y el internet de las cosas; o esas smart cities que nadie ve por ninguna parte en la sufrida ciudad contemporánea.
Pero todo esto son menudencias y distracciones. Lo que de verdad espera la civilización (occidental) del siglo XXI es un paisaje compuesto por tres ejes: prosperidad, longevidad y seguridad.
El plano de la prosperidad significa seguir ampliando la cumbre del capitalismo con métricas todavía mejores: más renta per cápita que hace diez, veinte o treinta años; niveles educativos superiores; coches autónomos y eléctricos moviendo a la población de un punto geográfico a otro; compañías saneadas; deuda pública bajo control.
En el plano de la longevidad se libra la batalla por anular el deterioro asociado al envejecimiento, de modo que cualquier individuo roce la centuria sin perder múltiples facultades físicas y mentales. Elon Musk, Jeff Bezos y Sam Altman, por citar tres casos premium, invierten ingentes cantidades en la consecución de la vida eterna o de algo que, como Chappie, se le parezca en forma de cerebro exportable.
La seguridad implica una doble vertiente, el clásico belicismo bajo control (premisa que Rusia niega religiosamente desde la invasión de Ucrania) y la adaptación al cambio climático, marcado no sólo por la deforestación o la veloz desaparición de la flora y fauna mundial, sino por la proliferación de desastres naturales y la pérdida progresiva de islas y amplias zonas de costa ante la subida del nivel del mar.
A la tecnología en su modalidad más innovadora y disruptiva se le asigna un papel providencial en este guión planetario. Ninguno de esos tres amplísimos frentes de combate será pacificado sin el influjo computacional.
Este planteamiento tiene varias pegas, pero las más importantes son dos. Por un lado, la contradicción obvia entre la aspiración al crecimiento infinito (prosperidad) y el altruismo necesario para garantizar cierta seguridad. Por otro, la fe ilimitada en el tecno-milagro, una de cuyas consecuencias es la idolatría dispensada a las startups, empresas en su mayoría efímeras, sometidas a la inmensa presión de la escalabilidad y sin el músculo financiero necesario para poner sobre la mesa las soluciones que gobiernos y multinacionales escatiman.
¿Está todo perdido? No. Si resuelven la primera pega citada en el párrafo anterior, los titanes tech (Apple, Google, Meta, Amazon, Microsoft, OpenAI y sus equivalentes en otros países) pueden ser el elefante sobre el que las startups-picabuey comercialicen sus pequeñas revoluciones, ya sea vía adquisición (como ocurrió cuando Facebook compró WhatsApp), ya sea a través de transacciones cliente-proveedor que permitan al primero prestar a escala universal servicios ideados por el segundo.