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El 'management' de Oppenheimer y la carrera por la bomba atómica: para habernos matado

Bailes, paseos a caballo, los mejores martinis del mundo y hasta un prostíbulo: el laboratorio de Los Álamos fue de todo, menos un modelo de gestión de proyectos

El ‘management’ de Oppenheimer y la carrera por la bomba atómica: para habernos matado

Matt Damon encarna al general Leslie Groves, el jefe militar del Proyecto Manhattan, y Cillian Murphy a Robert Oppenheimer, el físico que dirigió el laboratorio de Los Álamos, en ‘Oppenheimer’, de Christopher Nolan. | TO

Cuentan Kai Bird y Martin Sherwin en Prometeo americano, la biografía de Robert Oppenheimer premiada con el Pulitzer y en la que se basa la película de Christopher Nolan, que «el domingo 29 de enero de 1939», Luis Álvarez, un joven físico que estaba sentado en la peluquería leyendo el San Francisco Chronicle, se fijó de repente en «un artículo que decía que dos químicos alemanes habían demostrado que el núcleo de uranio podía dividirse».

Atónito ante aquella noticia, «interrumpió al barbero en medio de un tijeretazo y salió corriendo hacia el Laboratorio de Radiación» de la Universidad de Berkeley.

En él reinaba Oppenheimer, cuya reacción inicial fue de incredulidad. «Es imposible», le dijo, pero Álvarez no solo obtuvo los mismos resultados que los alemanes tras repetir el experimento al día siguiente, sino que conjeturó acertadamente que la fisión inicial evaporaría neutrones extra, los cuales fragmentarían más átomos de uranio y liberarían una cantidad ingente de energía. «No creo nada improbable», escribió Álvarez a un amigo, «que 10 centímetros cúbicos de deuteruro de uranio  […] produzcan una explosión brutal.

Menos de una semana después, un colega entró en el despacho de Oppenheimer y vio en la pizarra «un dibujo, muy mal hecho, horroroso, de una bomba».

El nuevo paradigma

En aquellos años de entreguerras, la vanguardia del conocimiento estaba aún en Europa.

Los científicos alemanes «tenían en tan poca estima a sus homólogos estadounidenses», explican Bird y Sherwin, «que solía pasar más de un año sin que nadie leyera los ejemplares de la Physical Review, la revista mensual de investigación de la Sociedad Estadounidense de Física, antes de que el bibliotecario de la universidad los colocara en la estantería».

Oppenheimer había desembarcado como estudiante en Europa en 1926, justo a tiempo de ver cómo cobraba forma el nuevo paradigma.

Los físicos llevaban improvisando la mecánica cuántica durante casi un cuarto de siglo, «pero de repente, entre 1925 y 1927, una serie de avances asombrosos [los cuantos, la relatividad especial, la descripción del átomo de hidrógeno, la formulación matricial, la teoría ondulatoria] hicieron posible la construcción de una teoría radical y coherente».

Uno de los profetas de aquel evangelio era el jovencísimo Werner Heisenberg.

Un asunto de máxima urgencia

La fisión nuclear tardó en abrirse paso desde los laboratorios hasta los despachos del poder.

Meses después de que Álvarez se enterara del logro alemán en la peluquería y semanas antes de que Hitler invadiera Polonia, Albert Einstein había escrito una carta a Franklin Roosevelt advirtiéndole de que aquello no era una especulación académica y que los alemanes podían estar trabajando en una generación de proyectiles «de potencia extraordinaria».

El presidente reaccionó como los políticos que no saben qué hacer, pero tampoco quieren que se note: creando un comité.

«Durante los dos años siguientes no sucedió apenas nada», escriben Bird y Sherwin. «Sin embargo, al otro lado del Atlántico, dos físicos alemanes refugiados […] persuadieron al Gobierno británico de que […] la construcción de una bomba atómica era un asunto de la máxima urgencia».

Esta sensación se acrecentó cuando en 1942 se supo que el Tercer Reich había encargado el desarrollo de las posibles aplicaciones militares de la fisión a Heisenberg.

El repelente niño Robert

¿Cómo llegó Estados Unidos a la conclusión de que Oppenheimer era la persona indicada para dirigir el laboratorio donde se ensamblaría el primer artefacto nuclear?

Era, sin duda, un tipo brillantísimo. La Sociedad de Mineralogía de Nueva York, con la que mantenía una activa correspondencia como aficionado a la geología, le propuso dar una charla y sus miembros se quedaron pasmados cuando descubrieron que habían invitado a un conferenciante de 12 años. Y uno de los integrantes del tribunal que, una década después, lo examinó de su tesis doctoral comentaría a un colega: «He salido de allí justo a tiempo. [Oppenheimer] estaba empezando a hacerme preguntas a mí».

«El conocimiento que tenía de la física era profundo», recuerda una de las fuentes de Prometeo Americano. «Quizá solo [el Nobel Wolfgang] Pauli sabía más que él y de forma más profunda».

Finalmente, estaba su gran labor docente e investigadora. Oppenheimer había convertido Berkeley en el centro de física más destacado del país, acortando, primero, y neutralizando, después, la gran ventaja que le llevaba el Viejo Continente a los Estados Unidos.

Simpatías comunistas

No obstante, el candidato no carecía de pegas.

El general Leslie Groves, el jefe militar del Proyecto Manhattan (o sea, el jefe), se las resumió sucintamente en tres. Primero, «en su pasado político había muchas cosas que no nos gustaban». Segundo, Oppenheimer no había recibido el premio Nobel, lo que podía restarle autoridad ante muchos de sus futuros subordinados, que sí lo tenían. Tercero, su experiencia de gestión era nula.

Tenía razón en todas y cada una de ellas.

Aunque no llegó nunca a militar en el Partido Comunista, Oppenheimer fue en los años 30 un activo defensor de las causas de la izquierda, como la Segunda República española o los derechos civiles de las minorías. Pero no se trataba de nada excepcional en los Estados Unidos de la Gran Depresión y, además, en 1942, en el momento de constituirse el laboratorio de Los Álamos, los soviéticos se batían bravamente a las puertas de Stalingrado contra el enemigo común nazi.

No podría dirigir ni un puesto de hamburguesas

¿Por qué tampoco había ganado el Nobel?

Mucho antes de que los astrónomos pudieran observarlas, Oppenheimer postuló la existencia de estrellas de neutrones y (aunque no llegó a usar la expresión) de agujeros negros. Esa fue su principal contribución a la física, pero, aparte de eso, «nunca escribió ningún artículo extenso ni realizó ningún cálculo largo, nada de ese estilo», señala un físico en Prometeo Americano. «No tenía paciencia; su trabajo consistía en pequeñas intuiciones».

Finalmente, la experiencia de gestión de Oppenheimer se limitaba a los seminarios de posgrado.

En ellos debía supervisar a no más de 15 alumnos y ni siquiera eso debía de dársele particularmente bien, porque uno de sus colegas comentó: «No podría dirigir ni un puesto de hamburguesas». Y en Los Álamos llegaría a tener a su cargo a varios miles de profesionales.

Con ser todos ellos serios inconvenientes, Groves pasó por alto otros posiblemente más inquietantes.

Una manzana envenenada

Oppenheimer era, en primer lugar, un individuo muy torpe.

«De vez en cuando», escribió una vez a su hermano Frank, «saco el Chrysler y meto el miedo en el cuerpo a algún amigo cogiendo las curvas a 110». Tenía muy presente que era «un conductor infame», pero eso no le impidió hacer «una temeraria carrera con el tren de la costa», que acabó con el coche estrellado. «Él salió ileso», cuentan Bird y Sherwin, «pero por un momento pensó que la copiloto, una joven llamada Natalie Raymond, había muerto».

Podría objetarse que la torpeza no tiene nada de particular (que levante la mano el que no le haya echado una carrera a un tren), pero iba al parecer acompañada de una baja tolerancia a la frustración.

Mientras se formaba en Cambridge, a Oppenheimer le encomendaron la preparación de las finas películas de berilio que se usaban para estudiar los electrones. Incapaz de hacer aquella pesada y meticulosa tarea, intentó esquivar el laboratorio, pero su tutor insistió y la respuesta de Oppenheimer fue dejarle encima de la mesa una manzana envenenada. «Por suerte, [Patrick] Blackett [el tutor] no se la comió», pero el acaudalado padre de Oppenheimer necesitó una larga negociación para convencer a la universidad de que no expulsaran a su niño.

Y además, borracho

El incidente de la manzana no fue el único síntoma de desequilibrio.

«Una mañana», cuentan Bird y Sherwin, «encerró a su madre en su habitación del hotel y se marchó. Ella se enfadó [como es lógico] mucho» y lo mandó a un psicoanalista francés, que le prescribió (¿lo adivinan?) «une femme» y «un tratamiento con afrodisiacos». No debía de ser, de todos modos, esa la raíz del problema, porque poco después, «durante unas vacaciones», recuerda el politólogo Haydn Belfield, «un amigo le comunicó que iba a casarse y Oppenheimer [loco de envidia] intentó estrangularlo».

Y nos queda por comentar su afición a la bebida. La biografía de Bird y Sherwin está llena de pasajes elocuentes.

«De cuando en cuando sometía a los invitados a su potente martini». «Mezclaba la ginebra con una gotita de vermut y lo servía en copas de tallo largo que sacaba de la nevera. Un miembro de la facultad bautizó Olden Manor [la residencia de los Oppenheimer en Princeton] como Bourbon Manor». «El mueble bar siempre estaba bien abastecido. Maggie Nelson [una amiga] recordaba una noche en que tuvieron una conversación y Kitty [la esposa de Oppenheimer] confesó que “gastaban más en alcohol que en comida”».

¿No parece una irresponsabilidad poner en manos de alguien semejante la fabricación de la bomba atómica?

Un poco de disonancia cognitiva

El caso es que, al final, la cosa salió bien.

Después del bombardeo de Hiroshima, el general Groves telefoneó a Oppenheimer para felicitarlo y decirle que estaba orgulloso de él y de su gente. «Ha sido un camino muy largo», le confesó, «y creo que una de las cosas más inteligentes que he hecho nunca ha sido seleccionar al director de Los Álamos».

La explicación de Bird y Sherwin es que Oppenheimer se transformó.

«No tardó en mostrar», escriben, «su capacidad de adaptación al metamorfosearse en un administrador carismático y eficiente». De ser «algo dubitativo e inseguro», se convirtió en «un ejecutivo resuelto» que «sacaba lo mejor de cada uno», «escuchaba a los demás y aceptaba consejos» y, en fin, «cuando no estaban todos de acuerdo, tenía la habilidad de evitar discusiones» y traer la paz.

Todo esto desprende, sin embargo, un sospechoso tufo a «disonancia cognitiva», ya saben: no puede ser que alguien triunfe y sea un incompetente.

Bailes, caballos y putas

La información que tenemos del laboratorio de Nuevo México no cuadra, desde luego, con la imagen de una empresa modélica.

«Los Álamos de tiempos de guerra suena muy divertido», escribe Belfield. «A los científicos casados se les permitió llevar a sus familias. Había bailes en el granero o recitales de piano los sábados por la noche, excursiones y los domingos, paseos a caballo. […] La edad media era de 25 años. Y todo el mundo […] aparentemente mantenía relaciones sexuales: el primer año nacieron 80 niños y el mes siguiente, 10».

Los propios Bird y Sherwin, que militan claramente en el equipo pro-Oppenheimer, admiten que había hasta un prostíbulo.

Inicialmente, «la policía militar ordenó la clausura de una residencia de mujeres y el despido de las inquilinas», pero «un grupo de jóvenes llorosas, apoyadas por cierto grupo de solteros, se presentó ante el consejo [municipal que gobernaba Los Álamos] para apelar la decisión». Con gran liberalidad, las autoridades convinieron en que «la cantidad de personas que se dedicaban a aquella actividad era pequeña» y, tras adoptar «medidas sanitarias» para atajar la transmisión de enfermedades, «la residencia siguió abierta».

¿Cómo pudieron perder la carrera de la bomba atómica los nazis?

El lado humano de Heisenberg

Se han manejado tres explicaciones para justificar el fracaso alemán.

Según la primera, «Heisenberg retrasó deliberadamente el progreso porque aborrecía la idea de una bomba atómica en manos de Hitler», escribe el historiador Michael Eckert. Esta tesis se compadece mal, sin embargo, con los coqueteos juveniles del físico con el movimiento de los Pathfinders, cuyos ideales no distaban mucho de la emergente ideología nazi (aunque no eran lo mismo).

Un punto de vista más crítico es el que ofrece el historiador Paul Rose.

En su opinión, Heisenberg se esforzó por construir la bomba atómica, pero no entendía bien la física. Se ha mencionado a menudo, por ejemplo, que estimó en varias toneladas la masa crítica necesaria de uranio 235, cuando bastaban entre 15 y 60 kilos. Es un fallo considerable, pero recordemos que también Oppenheimer declaró que era imposible la fisión cuando Álvarez le comentó que los alemanes la habían conseguido. Equivocarse es parte indisoluble de cualquier proceso de innovación.

Lo que hacen falta son tiempo y dinero para rectificar y eso es lo que Heisenberg nunca tuvo.

‘Money, money, money’

Mientras Estados Unidos arrojaba un millón detrás de otro en el Proyecto Manhattan (acabaría costando el 0,4% del PIB), Alemania debía arreglarse con lo que les sobraba a los generales de la Wehrmacht. «En 1942», escribe Andrew Wendorff, «acababan de invadir la Unión Soviética tras conquistar Francia, Noruega y Polonia y el programa nuclear suponía una importante sangría de recursos humanos e intelectuales».

El Reich decidió, por ello, tirar la toalla y «centrarse en otros dispositivos, principalmente cohetes y aviones a reacción, que podrían tener un impacto más inmediato».

Un buen oculista

En un pasaje memorable de Prometeo americano, un personaje le dice a otro:

—Lewis, la diferencia entre tú y yo es que tú lo ves todo blanco o negro, y a mí me parece todo gris.

—Harry —replica Lewis—, te voy a recomendar un buen oculista.

Este es uno de los inconvenientes de la documentadísima y algo agotadora biografía de Bird y Sherwin (y sobre todo de la película de Nolan): su intento de enviarnos al oculista y convencernos de que, en el fondo, Oppenheimer fue un gran tipo, que se sumó ingenuamente al proyecto Manhattan para salvar al mundo de Hitler y, aterrado luego ante las consecuencias de su obra, enarboló la bandera contra la proliferación, padeció bajo Joseph McCarthy y fue crucificado, muerto y sepultado.

«Decir a los mandatarios que son unos imbéciles»

Su martirio fue, para empezar, relativo.

Es verdad que se le retiró mediante un procedimiento injusto y ofensivo la autorización Q, que facilitaba el acceso a determinada información clasificada. Pero, aparte de ese episodio inquisitorial (que es el núcleo de la biografía de Bird y Sherwin), no sufrió mayores percances. Continuó dirigiendo el Instituto de Estudios Avanzados y llevando una existencia perfectamente normal.

¿Era tan importante aquella credencial?

A Oppenheimer le permitía estar en el cogollo del poder, codearse con el presidente y llamar campechanamente «George» al general Marshall. Albert Einstein, que carecía de toda vanidad, nunca entendió por qué su amigo se sometió a aquella humillación. «El problema de Oppenheimer», comentó en cierta ocasión, «es que quiere a una mujer que no lo quiere a él: el Gobierno de Estados Unidos. […] La cuestión es sencilla: lo que tiene que hacer es ir a Washington, decir a los mandatarios que son unos imbéciles y volverse a su casa».

Las manos tintas… y a los japoneses que les den

Por lo demás, Oppenheimer fue de todo menos ingenuo.

No solo no se opuso a desarrollar aquel explosivo de «potencia extraordinaria» (como otros físicos), sino que se postuló activamente al puesto de director de Los Álamos. Y tampoco vivió eternamente atormentado por los efectos de su criatura. En 1960 visitó Tokio y, a los periodistas que lo recibieron en el aeropuerto, les dijo con toda paz de espíritu: «No me arrepiento de haber contribuido al éxito técnico de la bomba atómica. No es que no me sienta mal; es que no me siento peor esta noche que la noche pasada».

¿Y no le había dicho a Harry Truman que tenía las manos manchadas de sangre?

Por supuesto. Por eso es un personaje de grises, y no solo en lo político. Como gestor tuvo el enorme mérito de alcanzar el objetivo que le habían encomendado, pero dadas sus limitaciones personales y sus simpatías ideológicas (Los Álamos fue un hervidero de espías que ahorrarían décadas de investigación a la URSS), ¿no había nadie más cualificado para el cargo en Estados Unidos?

Como diría mi madre, para habernos matado.

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