THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

'Oppenheimer for the Masses': una bomba que no llega a detonar

«Solemne y carente de imágenes memorables, la película está por debajo del talento de su director: en lugar de sorprendernos, se limita a complacernos»

Rancho Notorious
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‘Oppenheimer for the Masses’: una bomba que no llega a detonar

Cillian Murphy en 'Oppenheimer'. | IMDB

Mientras Hollywood se enfrenta a una huelga de guionistas y actores sin apenas precedentes, llega el momento de esos blockbusters veraniegos a los que se encomienda la misión de salvar la temporada. Hablamos de una industria amenazada por los rendimientos decrecientes: la tendencia a la baja que se inició con el auge de las plataformas y agudizó la pandemia nos ha dejado con menos espectadores en un número —van cerrando—menor de cines. De ahí que fuese reconfortante ver Oppenheimer, última película del celebrado realizador británico Christopher Nolan, en una sala llena de público joven y ocasionalmente ruidoso; aunque sea a costa de soportar el olor a hamburguesa en el asiento de al lado. Oppenheimer no está sola: las colas para ver Barbie, nutridas de adolescentes vestidas de rosa, son kilométricas. Pero la alegría de ver las salas abarrotadas tiene su lado amargo: Oppenheimer y Barbie dejan poco sitio para una oferta alternativa que se salga del guion hollywoodense; aunque ese guion lo filmen en este caso dos directores —Christopher Nolan y Greta Gerwig— celebrados por sus ambiciones artísticas.

Cartel promocional ‘Oppenheimer’

Que Oppenheimer tenga vocación de éxito veraniego acarrea, por lo demás, consecuencias: la película tiene que gustar. Y eso exige a su vez que la narración reciba un empaquetado inteligible para el espectador medio, incluso si buena parte del público espera de Nolan justamente alguna clase de rompecabezas espacio-temporal sobre el que luego pueda especularse en los foros de aficionados. Para colmo, es una película de alto presupuesto y la industria del cine no paga fiascos; si no hay retorno en taquilla, el siguiente proyecto se financiará con menos holgura. No hay mucha novedad en eso, ya que Hollywood siempre se ha regido por la misma lógica; aunque en la época dorada del sistema de estudios la producción era mucho más abundante, incluida esa serie B que tantas satisfacciones nos ha proporcionado. En todo caso, la obligación de que Oppenheimer funcione influye sobre el tipo de película que Nolan puede hacer; de ahí el recurso a un planteamiento dramático más efectista que eficaz y más confuso que persuasivo. A no ser que se trate de la única película que Nolan sepa hacer, cosa que tampoco cabe descartar.

Vaya por delante que ninguno de los defectos de Oppenheimer impide su disfrute: la primera vez que la vemos —¡a saber la segunda!— estamos pendientes de lo que sucede, llevados en volandas por el montaje acelerado y los diálogos punzantes, absorbidos por la trama washingtoniana y el magnetismo de los actores, ocasionalmente sobrecogidos por algún efecto visual o sonoro, subyugados por la reconstrucción de una historia real bigger than life por la que desfilan Truman y Einstein. ¿Quién podría aburrirse? Se trata de un thriller político aderezado con reflexiones metafísicas sobre la naturaleza de la tecnología y entreverado con la espeluznante historia del siglo XX.

«Si la juzgamos como una obra que aspira a dejar una impresión duradera en el espectador, el resultado es decepcionante»

Por momentos, Oppenheimer parece un híbrido del JFK de Oliver Stone y El árbol de la vida de Terrence Malick; aunque Nolan quiera mirarse en el espejo de Kubrick y en El espejo de Tarkovski (en el que ya se miraba Malick). Pero si a la película le pedimos algo más que el placer inmediato de entretenernos durante una noche de verano, o sea, si la juzgamos como una obra con pretensiones artísticas que aspira a dejar una impresión duradera en el espectador, el resultado es decepcionante. Aunque no nos sorprenda: siempre irregular, Nolan no entrega una obra lograda (que no redonda) desde Interstellar en 2014; alguno de sus esfuerzos recientes —pienso en la sentimental Dunquerque sobre todo— son especialmente insatisfactorios.

Matt Damon es Leslie Groves y Cillian Murphy es J. Robert Oppenheimer en ‘Oppenheimer’

Ya se ha señalado que Oppenheimer no es una producto de la imaginación de sus responsables: cuenta una historia real sirviéndose del relato que de ella hacen Kay Bird y Martin Shewin en el libro American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer. Nada que objetar, ya que el cine siempre se ha nutrido de fuentes diversas y la reconstrucción histórica —se nos echa encima el Napoleón de Ridley Scott casi un siglo después de que Abel Gancé hiciese el suyo— es una de ellas. Pero se sigue de ahí que el interés del film radicará en las decisiones que tomen Nolan y sus colaboradores a la hora de poner en escena esa historia; decisiones concernientes a la estructura dramática, el tratamiento visual, el diseño de producción, el tono narrativo, el empleo de la música y los efectos sonoros, el estilo actoral.

Siendo el cine un arte popular y buscando esta película convocar a una audiencia de masas, Nolan se enfrentaba al desafío de hacer comprensible todo lo que rodea a Oppenheimer —la física moderna, la historia mundial, la política norteamericana— mediante las herramientas expresivas del medio cinematográfico. Y pasa algo curioso: a pesar de su prestigio como estilista de vanguardia, la película de Nolan descansa sobre una pirotecnia dramática y visual cuya sofisticación solo es aparente. En realidad, la hemos visto muchas veces; son trucos legítimos y, sin embargo, más bien gastados.

Fiel a su costumbre, Nolan organiza la película como un relato cronológicamente desordenado, aunque esta vez de resolución relativamente sencilla. Va saltando de un momento a otro de la vida de Oppenheimer y juega a su antojo con el punto de vista: estamos ante un narrador omnisciente, porque ni siquiera cuando estamos con Oppenheimer (en color) dejamos de ver cosas que él no puede llegar a ver. Y cuando nos encontramos en el punto temporal más cercano a nosotros, marcado por los hearings destinados a consagrar a Lewis Strauss (un estupendo Robert Downey Jr.) como Secretario de Comercio, la imagen vira a blanco y negro: para que nadie se desoriente. Durante los años de formación de Oppenheimer en Europa, presentados a la manera de un flashback, Nolan recurre a los intercalados visuales para explicarnos los procesos mentales del físico cuando lidia con la naturaleza de la realidad: tan pronto vemos el estallido de los astros como un cuadro de Picasso o la portada de The Waste Land de T.S. Eliot; asistiremos después al comienzo de su relación amorosa (las escenas de sexo son paupérrimas) con una militante comunista interesada por el psicoanálisis e implicada en el apoyo a los republicanos españoles durante nuestra guerra civil. ¡Tiempos interesantes!

«En la segunda parte, el film se vuelve tan verboso que resulta por momentos exasperante»

Los diálogos carecen de cualquier vocación realista: los de la primera parte son epigramáticos o melodramáticos; los de la segunda, cuando el film se vuelve tan verboso que resulta por momentos exasperante, parecen escritos por Aaron Sorkin. Cuando se cita a algún personaje que ha aparecido antes y el público ha podido olvidar, el montaje incluye un plano del implicado que recuerda a aquellas fugaces identificaciones retrospectivas que abundaban en películas como Sospechosos habituales.

Para dar idea de las complejidades psíquicas del protagonista, Nolan incurre a veces en aparatosas torpezas: cuando se ve obligado a confesar su adulterio ante el tribunal a puerta cerrada que decide si se le seguirán confiando asuntos relativos a la seguridad del Estado, lo vemos testificar desnudo y, acto seguido, fornicar con su expareja delante de su esposa; cuando pronuncia un discurso patriótico ante los residentes de Los Álamos después de que se haya lanzado con éxito la bomba atómica sobre Hiroshima, la realidad circundante se le oscurece y sufre alucinaciones. Más tarde, cuando Oppenheimer es interrogado de manera agresiva por el fiscal sobre los «reparos morales» que había experimentado en relación con la bomba de hidrógeno, la secuencia es sometida a una violenta aceleración: los estrambóticos efectos sonoros y visuales a los que recurre el director británico no dejan otra salida al espectador que concluir que el ambiguo héroe americano está pasándolo mal. De hecho, Nolan se empeña en que no haya apenas un momento en toda la película en que no suene la música, ya sea por encima o por debajo de los diálogos; es una presencia intrusiva de la que se abusa sin razón, a no ser que con ello se quiera introducir dramatismo suplementario por la vía rápida.

La secuencia en la que se realiza el ensayo decisivo para determinar la viabilidad de la bomba atómica, el célebre Trinity Test, podría considerarse una excepción gracias al inteligente recurso del que Nolan echa mano: cuando termina la cuenta atrás y todos esperamos una deflagración atronadora, lo que se hace es el silencio. Igual que Dante había helado el núcleo del infierno, el realizador británico enmudece el aullido de Prometeo aun sin abandonar—eso nunca— el paso rápido de unos planos a otros, mostrando la reacción de unos científicos primero sobrecogidos y luego exultantes por su triunfo técnico.

«Propenso a los ataques de importancia, Nolan ha hecho una película atractiva y desequilibrada»

También es el momento a partir del cual se introduce en la película el dilema moral sobre las consecuencias de un invento cuyo control escapa inmediatamente a sus creadores: cuando Oppenheimer está dando indicaciones a los soldados que se llevan las bombas que caerán sobre Hiroshima y Nagasaki, estos le dicen que «a partir de este momento nos ocupamos nosotros». Pero lo que nuestro hombre les está diciendo es que no las detonen demasiado arriba o perderán efectividad; todavía no siente el peso de los muertos sobre su conciencia. En una excelente secuencia posterior, sin embargo, hablará de sus remordimientos al presidente Truman; este último, quizá porque sabe a lo que se enfrentaban y vislumbraba ya el aspecto que iba tomando el mundo de la Guerra Fría, no le toma demasiado en serio.

Sin embargo, no me parece que Oppenheimer consiga plantear de una manera convincente —no digamos original— eso que podríamos llamar «dilema prometeico». Recordemos que el filósofo Günther Anders, quien meditó largamente sobre el significado de la bomba atómica, se había referido a la «vergüenza de Prometeo» a la vista del uso que los seres humanos habían dado a su regalo; en un librito reciente aún no publicado en nuestro país, el también filósofo alemán Peter Sloterdijk ha tirado de ese hilo y, pasándolo por el ojo de la aguja del cambio climático, habla directamente del «arrepentimiento de Prometeo». Ya se ve que al titán de la Antigüedad no le faltan portavoces modernos; entre ellos habría que incluir a un Nolan que se muestra sin embargo incapaz de articular una respuesta intelectual digna de tal nombre.

La segunda mitad de la película se adentra en la crónica del macartismo y, por satisfactorio que sea para el espectador ver fracasar al intrigante politicastro que quiso hundir la reputación de Oppenheimer, la cinta deambula por los pasillos del poder y termina con un anticlímax —la revelación del contenido de la charla entre Oppenheimer y Einstein— en el que se adivina un recado para el presente: tenemos la responsabilidad de actuar con responsabilidad. Si eso supone abandonar la energía nuclear o utilizarla para combatir el cambio climático, por ejemplo, no se nos dice. Tal vez pueda argüirse que el cine carece de las herramientas necesarias para hacer buena filosofía, aunque el propio Nolan estuvo a mayor altura en Interstellar y no digamos su maestro Kubrick en 2001; las consecuencias de la bomba atómica, de hecho, han sido representadas de manera sublime por David Lynch —ciertamente en otro registro— en el sublime episodio octavo de Twin Peaks 3.

De manera que lo que tenemos aquí es un Oppemheimer for dummies y, en cierto sentido, eso es más que suficiente. Ahora bien: salvo que nos limitemos a aplaudir la elección del tema, la película de Nolan no es el logro excepcional que algunos comentaristas se empeñan en aplaudir. Excesivamente solemne y carente de imágenes memorables, Oppenheimer está por debajo del talento que se supone a su director: en lugar de atreverse a sorprendernos, se limita a complacernos. Pese al buen desempeño de Cillian Murphy, el retrato del científico norteamericano termina por ser inconcluyente; los recurrentes planos que lo muestran fumando con un sombrero no bastan para proporcionarle la hondura deseable. Que la película sea técnicamente sobresaliente, en fin, podía darse por supuesto; no era ahí donde se la jugaba el director británico. Propenso a los ataques de importancia, Nolan ha hecho una película atractiva y desequilibrada que no cumple su propia promesa: aunque dará que hablar sobre un tema del que conviene hablar, está lejos de ser el logro artístico que los grandes cineastas son capaces de alcanzar.

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