El inquietante protagonismo del aplauso en la política española
Aunque Jorge Vilda hubiera aplaudido de buen grado y con plena conciencia a Luis Rubiales, ¿dónde está el problema?
«La ovación está fuera de lugar en el Congreso y en los cementerios», sentenciaba en noviembre de 2010 Rafael Sánchez-Ferlosio, y añadía con fatalismo que, aunque su prohibición sería «muy saludable», resultaba «virtualmente imposible de poner en práctica».
No le faltaba razón: el asunto ha ido a más desde entonces.
¿Y cuál es el inconveniente? En principio, «un evento que se cierra con una ovación redonda y unánime se considera un éxito», observa Linton Weeks. Se aclama a quien consuma alguna gesta: derrotar a Aníbal, dar el do de pecho o recibir el Nobel.
«Pero —se pregunta Weeks— ¿es siempre así en política?»
«Me sorprendí mucho —recordaba Nicolás Redondo hace unos días en la COPE— cuando tras las elecciones autonómicas y municipales en las que lo habíamos perdido todo, [porque] hoy el PSOE tiene menos poder que nunca […] los diputados recibieron con un gran aplauso a Pedro Sánchez».
¿Cuándo se rompió el vínculo entre ovación y mérito y qué consecuencias tiene?
Hitler y las neuronas espejo
Si algo caracterizó al fascismo fueron las grandes coreografías: la multitud y, frente a ella, el líder.
«Sin el megáfono, jamás habríamos conquistado Alemania», comentó en cierta ocasión Adolf Hitler. Producir ruido empodera, especialmente cuando el instrumento empleado es la propia masa humana. Ninguna sensación debe de ser comparable a estar delante de miles de seguidores que reaccionan a tus menores gestos con un obediente rugido.
Cada individuo por separado igual no comparte el credo íntegro, pero ¿qué primate se sustrae al dictado de las neuronas espejo?
Lo reconocía Jorge Vilda, el exentrenador de la selección femenina, a propósito de su aplauso en la asamblea de la Real Federación de Fútbol. «Con 140 o 150 personas más que se levantan y aplauden, ser el único que te quedas sentado y no aplaudir es realmente complicado, aunque después, cuando sales, que estás un poco en shock, haces una reflexión y dices: pues esto yo no lo hubiera aplaudido».
Cómo se fabrica una ovación
Hay que desconfiar, por tanto, del evento que se cierra con una ovación redonda y unánime.
Como explican John H. Miller y Scott E. Page, un auditorio puede acabar en pie «aunque la mayoría no haya disfrutado». A menudo, depende de algo tan prosaico como la disposición del público. Si quienes se levantan están al fondo de la sala, su gesto pasará probablemente inadvertido. Pero si ocupan las primeras filas, quienes estén justo detrás tendrán la impresión de que todo el mundo se ha levantado menos ellos. Y si entre los erguidos identifican a alguien con el que no desean indisponerse, es muy difícil que no cedan al entusiasmo general.
El precedente de los modernos parlamentos
A la unanimidad artificial del fascismo, la democracia opone el desorden espontáneo.
Cada cual opina lo que le viene en gana, como en la barra de un bar. La analogía no es gratuita. El precedente inmediato de los parlamentos modernos son los establecimientos europeos en los que se amenizaba la conversación con humeantes tazas del recién importado café americano. Como señala el filósofo Jürgen Habermas, su florecimiento a finales del siglo XVII permitió que la burguesía se organizara como actor público.
La política deja entonces de ser mero asentimiento y el aplauso cortesano se ve desplazado por la palabra ciudadana.
Un plebiscito espontáneo
«Hay poco poder comunicativo en el aplauso», dice Justin Patch. «No entraña sutileza ni crítica».
Se limita, en efecto, a ratificar. Es como un plebiscito instantáneo, que es el otro instrumento favorito del autócrata. Porque a menudo se confunde la democracia con las urnas, pero convocar elecciones y consultas no es suficiente. En Venezuela se pasan el día votando. Hace falta además que cada ciudadano emita un voto informado y, para ello, se necesita un debate sin cortapisas.
Eso es lo que distingue a la democracia: cuestionarlo todo, siempre educadamente, por supuesto.
Lucinda Holdforth cuenta que en los salones franceses del siglo XVIII una rigurosa etiqueta proscribía cualquier crítica que no fuera atemperada por la ironía. El enciclopedista Denis Diderot era directo y brusco, pero sus anfitrionas nunca se opusieron a que hiciera la revolución, siempre que no alzara la voz ni perdiera la compostura.
Yonquis de la ovación
El aplauso no es incompatible con la democracia, pero debe administrarse con cautela, porque es altamente adictivo.
El líder aclamado una vez buscará inevitablemente otra dosis y, si los contrapesos institucionales no son lo suficientemente sólidos, empezará forzar las situaciones para regalarse nuevos baños de masas. Pasará a continuación a medir la duración y la intensidad de las ovaciones y, finalmente, se entretendrá localizando y castigando a los menos entusiastas.
Se trata de una práctica habitual en las tiranías más feroces, pero completamente extraña al estado de derecho.
A nadie se le debería condenar por lo que aplaude o deja de aplaudir sin escuchar antes sus explicaciones, pero es lo que me temo que ha ocurrido con el seleccionador femenino. «Jorge Vilda», informaba hace unos días The Economist, «el entrenador que condujo el equipo de fútbol de España a la gloria de la Copa del Mundo, ha sido destituido. Vilda —añadía— aplaudió el desafiante discurso de Luis Rubiales, el presidente de la Real Federación».
Un hecho impropio
Cabe la posibilidad (no descabellada ni infrecuente) de que en la revista británica no se hayan enterado y el cese tuviera otro motivo además del aplauso, pero mi colega Manu Carreño lo daba también no ya por bueno, sino por suficiente.
«¿Por qué —le recriminó al entrenador en la SER— aplaude Jorge Vilda entre otras cosas cuando Luis Rubiales dice eso del falso feminismo que hay en este país? Lo dije aquí y te lo digo a ti: me pareció un hecho impropio de los dos seleccionadores […] ¿Por qué en ese momento te sale aplaudir lo del falso feminismo que hay en este país que dijo Rubiales?»
La respuesta de Vilda es la que he escrito más arriba: lo hizo enajenado por la multitud.
Pero, aunque hubiera aplaudido de buen grado y con plena conciencia, ¿dónde está el problema? ¿No se puede cuestionar determinado feminismo? ¿Está prohibido no ya tildarlo de falso, sino concordar con quien lo tilda de falso?
Observo con inquietud el protagonismo que el aplauso va cobrando en la política española.