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La otra cara del dinero

Por qué crece el malestar en Occidente a pesar de que somos cada vez más prósperos

Con los datos en la mano, es difícil discutir el progreso experimentado en los siglos de hegemonía liberal

Por qué crece el malestar en Occidente a pesar de que somos cada vez más prósperos

La justicia incoó un proceso contra el aristócrata Luis Medina (en la fotografía) y su socio Alberto Luceño por la comisión de una presunta estafa en la venta de mascarillas al Ayuntamiento de Madrid. | TO

En la primavera de 2020 España vivía los momentos más duros de la pandemia.

Entre finales de marzo y principios de abril, con picos diarios de 1.000 muertos, el personal médico debía hacer frente a la enfermedad a pecho descubierto. «Algunos sanitarios tuvieron que ponerse una bolsa de basura para entrar en las habitaciones y esa era su protección, una bolsa de basura», recordaría después la enfermera Sheila Felipe.

¿Es lícito aprovecharse de una situación tan dramática para hacer negocio?

El aristócrata Luis Medina y su socio Alberto Luceño no tuvieron ninguna duda. Le colocaron al Ayuntamiento de Madrid un millón de mascarillas a 5,9 euros la unidad. Se trata de un producto que en condiciones normales no supera los 30 céntimos. «Me acuerdo de llevar un pedido de 30.000 euros a una eléctrica en el maletero del coche durante el confinamiento —cuenta un empresario del sector—. Ahora, para llevar 30.000 euros en mascarillas, necesitas dos palés».

Medina y Luceño están acusados de urdir «un plan para obtener […] el mayor beneficio posible a costa del erario público», pero, si eso es delito, los tribunales no van a dar abasto.

La web Civio ha elaborado una base con todos los contratos de emergencia adjudicados por distintos organismos públicos en 2020 y Medina y Luceño no son en absoluto los plusmarquistas de la especialidad. Por las mismas fechas en las que ellos presuntamente estafaban al alcalde de la capital, el Servicio Murciano de Salud pagaba 7,6 euros por una FFP2, el Banco de España 7,8 euros y la Autoridad Portuaria de Valencia 8,01 euros.

¿Existe el precio justo?

«Una sociedad donde se explota al prójimo para conseguir una ganancia económica en momentos de crisis no es una buena sociedad», escribe en Justicia el filósofo Michael Sandel. En tiempos de tribulación, argumenta, lo que tenemos que hacer es velar los unos por los otros, no dar rienda suelta a la codicia. Muchos ciudadanos opinan como Sandel y, para fomentar los comportamientos virtuosos, algunos estados de Estados Unidos han prohibido los «precios abusivos».

Se trata, sin embargo, de una regulación contraproducente.

Para empezar, los «precios abusivos» cumplen un cometido. Como explicaba el economista Thomas Sowell en 2004, después de que el huracán Charley pusiera por las nubes multitud de artículos y servicios en Florida, las subidas «obligan a los compradores a restringir su demanda» e incentivan la oferta de proveedores distantes. Interferir en este proceso provoca racionamientos, agrava la escasez y retrasa la recuperación.

Pero, sobre todo, ¿no es peligroso imponer los comportamientos virtuosos por ley?

Principios generales

La tolerancia ha sido una de las grandes aportaciones de Occidente a la cultura universal.

El liberalismo surgió de la necesidad de superar las diferencias religiosas que durante siglos sumieron Europa en sangrientas guerras. Las modernas sociedades democráticas se rigen por unos principios generales dentro de los que cada cual escoge cómo vive y en qué cree. Sandel reconoce que la neutralidad del Estado respecto de las cuestiones morales «impide que la política quede empantanada en disputas esencialistas», pero «no es deseable».

Y denuncia que está, de hecho, en la base de «la pobreza de satisfacción» que nos aflige.

El velo de la ignorancia

Al final, ¿cómo sabemos si una sociedad es justa?

Aristóteles diría que cuando da a cada uno lo que se merece, una respuesta que no aclara demasiado y que, en cualquier caso, no es la que inspira nuestros regímenes liberales. Las modernas teorías de justicia se basan en la obra de John Rawls, para quien los principios rectores adecuados son los que se escogerían «tras el velo de la ignorancia», es decir, si nadie supiera cuál será su destino. Como cabe la posibilidad de que nazcamos en la esclavitud o en el seno de una minoría, procuraremos que la libertad y la igualdad estén garantizadas.

¿Y qué ocurre con el reparto de la riqueza?

Para evitar la pobreza, podríamos abogar por una retribución única y uniforme, pero ¿qué ocurriría con los incentivos? Si al final todos acabamos ganando lo mismo, ¿quién se someterá a la ordalía de hacerse médico o ingeniero? Rawls cree que ese riesgo existe y concluye que deben permitirse las disparidades materiales que genera el mercado, siempre que redunden en beneficio de los que peor están.

La vida y el fútbol

¿Y no da lugar ese laissez faire a injusticias flagrantes, como los pelotazos de las mascarillas?

Sin duda, pero «los principios de la justicia que regulan la estructura básica de la sociedad —replica Rawls— no se refieren al merecimiento moral». Proporcionan un marco de cooperación. Que luego unas destrezas sean más apreciadas que otras dependerá de lo que el público tenga a bien demandar en cada momento. Por ejemplo, en la España del siglo XXI los lanzamientos de falta desde el borde del área están altamente cotizados.

¿Significa eso que Messi es mejor que un maestro de primaria?

En absoluto. «El sentido común —dice Rawls— tiende a suponer que la renta, el patrimonio y, en general, las cosas buenas de la vida deberían distribuirse conforme a lo que moralmente se merezca». Pero la experiencia histórica revela que, cada vez que se ha intentado, la humanidad ha terminado sumida en estériles «disputas esencialistas».

¿Es permisible la neutralidad moral?

Prescindir del mérito como fundamento de la justicia resulta práctico y ha sido, desde luego, bueno para los negocios. Con los datos en la mano, es difícil discutir el progreso experimentado por la humanidad en los siglos de hegemonía liberal. Pero, ¿podemos permitirnos la neutralidad moral?

Por todo el planeta arrecian señales de que no.

En Estados Unidos, la derecha se rebela contra las normas de acceso a la universidad que anteponen la raza a las calificaciones. En Europa, la izquierda se indigna ante los exorbitantes beneficios de algunas compañías. Y en todo el mundo, los cristianos protestan por la silenciosa matanza de inocentes. Tanto la acción afirmativa como los ganancias empresariales o el aborto se justifican en la preservación de algún bien superior: la diversidad étnica, la prosperidad, la paz social.

Es evidente, sin embargo, que están generando un creciente y profundo malestar.

Los socialdemócratas de todos los partidos pueden llamar cavernícolas a quienes critican la discriminación positiva y las leyes de plazos, o comunistas trasnochados a quienes se indignan ante los resultados del Ibex, pero «en vez de hacer caso omiso de las convicciones morales y religiosas que nuestros conciudadanos llevan consigo a la vida pública —concluye Sandel—, deberíamos tratarlas más directamente, a veces poniéndolas en entredicho y plantándoles cara, a veces escuchándolas y aprendiendo de ellas. No hay garantía alguna de que la deliberación pública sobre arduas cuestiones morales conduzca a un acuerdo, pero no lo sabremos si no lo intentamos».

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