El 'marketing' de Oscar Wilde o la importancia crucial del ambiente en el arte contemporáneo
Si el dramaturgo irlandés hubiera muerto plácidamente en la cama, ¿percibiríamos igual su obra?
Lo que más sorprende de la tragedia de Oscar Wilde (Dublín, 1854-París, 1900) es su carácter en cierto modo evitable.
Hubo, sin duda, un componente de soberbia. El novelista irlandés Colm Tóbín cuenta en el prólogo de De profundis y otros escritos de la cárcel que a comienzos de 1895 Wilde se encontraba «en la cúspide de su fama y su gloria» y debía de sentirse «intocable». Un marido ideal se representaba a lleno diario desde el 3 de enero y el 14 de febrero estrenaba La importancia de llamarse Ernesto. Como observaría no sin envidia el mismísimo Henry James, Wilde tenía «dos éxitos fulgurantes en cartel», algo insólito.
El New York Times proclamó contundente que Wilde había logrado al fin «poner a sus enemigos a sus pies», pero se refería a los artísticos.
El marqués de Queensberry, con cuyo hijo Alfred Bosie Douglas mantenía Wilde un sonado romance, seguía acosándolo por todo Londres. Intentó reventar la première de La importancia… y, tras impedírselo la policía, le dejó en el club Albemarle una tarjeta con la infame dedicatoria: «A Oscar Wilde, que alardea de sodomita (sic)».
El crimen de lord Alfred Douglas
Cualquier aficionado a su obra hubiera esperado una reacción desdeñosa, indolente, cargada de fina ironía, pero de repente Wilde decidió que debía defender su buen nombre.
Sus amigos le aconsejaron que no emprendiera ninguna acción legal. «Seguro que pierdes —le advirtió Frank Harris—. No tienes la más remota posibilidad». George Bernard Shaw y Robert Ross estuvieron de acuerdo, pero Bosie se opuso enérgicamente. «No pensabas más que en la manera de llevar a tu padre a la cárcel —recordaría años después Wilde en De profundis—. Verlo en el banquillo, como solías decir: esa era tu única idea».
«En retrospectiva —cuenta Tóbín— es fácil demonizar a Douglas, pero fue Wilde quien puso la demanda por difamación y fue Wilde quien decidió quedarse en Londres […] después de perder el caso».
¿Por qué no huyó cuando era obvio que, en vista de los escandalosos testimonios aportados durante el proceso, el fiscal no tendría más remedio que detenerlo por conducta obscena?
Balada de la cárcel de Reading
Influyeron, al parecer, sus familiares.
Como descendientes de rebeldes irlandeses, consideraban que el martirio era preferible a una indecorosa fuga. «Si se escapa, perderá a todos sus amigos», afirmó su hermano Willie, pero se equivocaba de medio a medio. Como observa Tóbín, los amigos de Wilde no eran patriotas celtas, sino pragmáticos ingleses para los que una retirada a tiempo siempre ha sido una victoria.
Wilde también se había formado una idea equivocada de lo que eran las cárceles victorianas.
Dormía encima de una tabla, pasaba hambre y frío constantemente y contrajo disentería. ¿Han visto esas máquinas de subir escalones que hay en los gimnasios para fortalecer los glúteos? Durante el primer mes, Wilde debía hacer seis horas diarias en un artefacto parecido. Ascendía en cada sesión cerca de dos kilómetros. Poco antes de su liberación, en mayo de 1897, el alcaide comentó: «Tiene buen aspecto. Pero como todos los hombres poco acostumbrados al trabajo manual que reciben una condena de este tipo, morirá en dos años».
Se equivocó por un año.
La importancia de llamarse Van Gogh
«Si Wilde hubiera fallecido plácidamente en la cama en los primeros meses de 1895, antes de demandar al padre de lord Alfred Douglas y de cumplir la condena, aún sería un gran dramaturgo», dice Tóbín.
Su teatro, especialmente La importancia de llamarse Ernesto, «continuaría siendo una pieza central del repertorio dramático en lengua inglesa —prosigue Tóbín—. Sin embargo, lo que le sucedió en los cinco últimos años ha cambiado nuestra respuesta a su obra». La simpatía que suscitan sus paradojas se ha visto acrecentada por la conciencia de su terrible sufrimiento, igual que los cuadros de Vincent Van Gogh no nos fascinan solo por sus amarillos y sus azules irreales.
La paleta impresionista, digámoslo francamente, nos trae sin cuidado.
Lo que nos atrae de Van Gogh es el drama que hay detrás. El puro goce estético no es para todos los públicos, como bien apuntó Ortega y Gasset. La mayoría de la gente ignora los aspectos técnicos y pasa a través de ellos para «revolcarse apasionadamente en la realidad humana que en la obra está aludida».
Y cuando no la encuentra, como sucede con la pintura abstracta, pierde cualquier interés.
El retrato de Harley Davidson
El establecimiento de este vínculo emocional es una de las obsesiones del marketing contemporáneo.
En Empieza con el porqué, Simon Sinek explica que Harley Davidson no te abruma con argumentos mecánicos. Tampoco ofrece un servicio excepcional. En cualquier concesionario de Kawasaki te van a atender mejor, pero solo te dan una moto. Con Harley-Davidson te llevas una declaración de principios. «Simboliza lo que soy —proclama un directivo de la compañía—. Básicamente, dice que soy americano».
Miles de estadounidenses se tatúan la marca, y algunos de ellos ni siquiera tienen una Harley: no les interesa el artículo, sino la filosofía, la historia, lo que hay detrás.
El príncipe infeliz
Buena parte de De profundis consiste en recriminaciones.
Algunas están más que justificadas, como las relativas al estilo de vida superficial y dispendioso de Bosie. «Entre el otoño de 1892 y la fecha de mi encarcelamiento [25 de mayo de 1895] —se queja Wilde—, gasté contigo y en ti más de 5.000 libras esterlinas en metálico». Se trata de una cifra fabulosa, equivalente a casi un millón de euros actuales.
Otros reproches se nos antojan, sin embargo, caprichosos, como cuando Wilde se entera de que Bosie piensa dedicarle un poemario. ¿Por qué le molesta tanto?
«Si hubiese permitido que mi nombre fuese el heraldo de ese libro —argumenta— habría cometido un grave error artístico. Habría rodeado la obra de un ambiente equivocado, y en el arte moderno la importancia del ambiente es crucial».
No le falta razón.
El mérito intrínseco es determinante para la fortuna comercial de cualquier empresa, pero ¿de cuántos creadores no hemos oído lamentar que se adelantaron a su época? Otros no pueden ser, por el contrario, más oportunos. Mi ejemplo favorito es Edith Piaf. La Francia de la posguerra la idolatró porque era eso lo que necesitaba en ese ambiente de postración: la historia de superación de una niña criada en un burdel y que se había abierto paso hasta la cima cantando por las esquinas de París.
¿Pesaba en el ánimo de Wilde un cálculo parecido cuando, con la maleta a medio hacer sobre la cama, optó por quedarse en Londres e inmolarse?
Nunca lo sabremos, aunque William B. Yeats lo tenía claro. «Jamás he dudado —dice en sus memorias—, ni siquiera por un instante, de que tomó la decisión correcta, y de que debe a esa decisión la mitad de su renombre».