Sánchez renuncia a la legalidad a cambio de la paz y se arriesga a quedarse sin legalidad ni paz
El presidente Sánchez recupera la tradición de profundo menosprecio de la ley que marcó nuestro siglo XIX y parte del XX
Se quejaba el viernes en la COPE Carlos Herrera de que «nadie [en el PSOE] ha sido capaz de poner un sólido argumento sobre la mesa para defender el enésimo cambio de postura de [Pedro] Sánchez. Nadie. Como siempre, a los argumentos políticos replican con insultos».
Coincido con Herrera en que tenemos un presidente, digamos, voluble.
Hasta que la aritmética parlamentaria no le obligó a reconsiderarlo, su Gobierno sostenía que la amnistía era «claramente inconstitucional» y así constaba en el informe del Ministerio de Justicia en el que se fundamentó el indulto al líder de ERC, Oriol Junqueras. Sánchez también pensaba antes de las elecciones que Carles Puigdemont debía «comparecer y someterse a la justicia». Hoy opina que estamos ante un «conflicto político» que «nunca debió derivar en una acción judicial».
Descalificar y hasta expulsar a «quienes no respetan las mayorías del partido» son otros dos rasgos que Sánchez ha incorporado del nuevo populismo.
La tensión ha bajado
Pero discrepo respecto de la falta de justificación.
El presidente ha explicado que sus medidas «valientes, arriesgadas y en ocasiones incomprendidas» pretenden dejar «definitivamente atrás la fractura que vivimos en 2017» y han «funcionado»: la tensión en la calle ha bajado y son mayoría los catalanes que no desean la independencia, a diferencia de lo que sucedía durante el mandato de Mariano Rajoy.
Ahora bien, ¿resulta proporcionado el precio que ha pagado a cambio? ¿Y cuánto durará la precaria concordia obtenida?
El utilitarismo por bandera
«Las soluciones utilitarias son erróneas a veces —escribe Isaiah Berlin—, pero sospecho que son beneficiosas con mayor frecuencia».
Buena parte de las decisiones de gobierno se basan en algún cálculo de este tipo, y es natural. Al fin y al cabo, lo que determina el resultado de las elecciones en una democracia es el bienestar del mayor número de personas y los políticos que deseen mantenerse en el poder no tienen más remedio que atenderlo.
El problema de esta lógica es que no es incompatible con auténticas barbaridades, como echar cristianos a los leones.
El tabaco es bueno para la Seguridad Social
«Si existen suficientes romanos que obtengan placer del violento espectáculo, ¿hay alguna razón por la que un utilitarista pueda condenarlo?», se pregunta Michael Sandel.
El ejemplo quizás nos pilla un poco lejos, pero pensemos en el argumento con el que Philip Morris trató de persuadir a los checos para que no gravaran el tabaco. Aunque el tratamiento médico de los fumadores era caro, les explicó, también se morían antes y ahorraban al Estado una suma mayor en pensiones. «Las tabaqueras negaban antes que los cigarrillos matasen —ironizó un comentarista—. Ahora alardean de que lo hacen».
Philip Morris debió reconocer que el estudio mostraba «un absoluto e inaceptable desprecio por los valores humanos básicos».
Lo que cuenta es la buena voluntad
Otro caso de manual fue el del Ford Pinto.
Los directivos de la marca eran conscientes de que el depósito de combustible trasero suponía un peligro, porque estallaba y se incendiaba en caso de alcance, pero no lo corrigieron porque el coste en indemnizaciones era de 49,5 millones de dólares, mientras que la factura de instalar un aparato de 11 dólares en cada vehículo se les iba a 137,5 millones.
Es evidente que, a la hora de emitir un juicio moral, las consecuencias no son lo único que cuenta.
Una conducta «no es buena por lo que efectúa o logra», escribió Immanuel Kant. «Incluso si aun con el mayor de los esfuerzos no consiguiera nada y solo quedase la buena voluntad, […] seguiría brillando como una gema, como algo que tiene valor en sí mismo». ¿Y qué confiere ese fulgor a una acción?
El que pueda elevarse a norma universal, algo que difícilmente es predicable de una amnistía que institucionaliza «la desigualdad entre los ciudadanos» y «amnistía al golpismo».
Una tradición muy española
Los dos últimos entrecomillados proceden de un artículo de Guadalupe Sánchez en el que denuncia que Sánchez va a poner «el ordenamiento jurídico patas arriba».
No se trata de algo excepcional en la historia de España.
El rico catálogo de revoluciones y asonadas que exhiben nuestros siglos XIX y XX fue el resultado de un profundo menosprecio de la ley. Los sucesivos líderes providenciales invocaban, como Sánchez, las aspiraciones de una mayoría (progresista o conservadora) y, en su nombre, atropellaban al resto de la sociedad. Este vicio de origen alimentó una rueda de resentimiento e inestabilidad que solo se detendría durante la Transición, cuando Torcuato Fernández-Miranda insistió en que no podía romperse sin más con el franquismo y había que ir «de la ley a ley».
Casi medio siglo después, volvemos a las andadas: renunciamos a la legalidad a cambio de la paz y habrá que ver si, al final, no nos quedamos sin legalidad ni paz.