Soy Nadia Calviño, ¿a qué quieres que te gane?
La pregunta no es si la vicepresidenta primera lo ha hecho bien o mal, sino qué habría ocurrido si no hubiera estado
«La última gran batalla antes de la partida de Nadia Calviño al Banco Europeo de Inversiones la ganó la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz», señalaba una de las crónicas sobre la reforma del subsidio de desempleo. Probablemente, el resultado haya sido más equilibrado, con concesiones de uno y otro lado, pero lo que me interesa no es el fondo, sino la forma: «la última gran batalla», empieza la frase.
Ese parece el rasgo más habitual a la hora de caracterizar la gestión de Calviño: que ha librado una «gran batalla» contra el ala izquierda del Gobierno de Pedro Sánchez.
Los periodistas tendemos (necesariamente) a simplificar, pero en este caso no me parece un mal enfoque. Abunda la evidencia sobre las diferencias de Calviño con podemitas y sumaritas. Volveremos sobre ellas. Antes interesa comprender qué hace una chica como ella en un Gobierno como este.
Una irresistible ascensión
Nadia Calviño (La Coruña, 1968) es muy discreta y, aparte de lo que exige la ley en materia de trasparencia, solo sabemos de su trayectoria que dibuja una irresistible ascensión.
Licenciada en Empresariales por la Complutense y en Derecho por la UNED, en 1994 ingresó en el cuerpo de técnicos comerciales, los famosos tecos que han sido tradicionalmente los amos del Ministerio de Economía. No voy a aburrirles con la relación de destinos que en él asumió Calviño. Basta con saber que progresó tanto con populares como con socialistas, que la OPA de Endesa la cogió de directora general de Defensa de la Competencia y que durante aquella cruenta batalla llamó la atención de la comisaria Neelie Kroes.
De su mano y en setiembre de 2006 dio el salto a Bruselas
Allí Calviño sería sucesivamente directora general adjunta de Competencia, directora general adjunta de Mercado Interior y, desde 2014, directora general (ya sin el apellido de adjunta) de Presupuesto. Eran tiempos de vacas flacas y el reparto de recursos comunitarios pasaba por prolijas negociaciones en las que se granjeó fama de rigurosa y tenaz.
La clave de Calviño
Parece que fue Joaquín Almunia quien llamó la atención de Sánchez sobre aquella brillantísima técnica.
Aunque no militaba en ningún partido, Calviño era hija de José María Calviño, un abogado que en los años 80 había prestado importantes servicios al PSOE desde la dirección de RTVE. Suspendió, por ejemplo, La Clave por su irritante empeño en dedicar un programa al referéndum de la OTAN. Y se juramentó públicamente «para que don Manuel Fraga no vuelva a gobernar».
El mayor atractivo de Nadia Calviño no era, de todos modos, esta prueba de pureza de sangre.
Sánchez acababa de ganar la moción de censura contra Mariano Rajoy y era muy consciente de que debía recompensar a la mesnada de radicales que le habían ayudado en la toma de la Moncloa. Estos no se habían sumado a la partida por amor al arte, sino porque confiaban en que sus desvelos fuesen convenientemente compensados y, aparte de las canonjías de rigor, esperaban un aumento del gasto público.
La maestra del ya veremos
Al mismo tiempo, Sánchez debía enviar un mensaje de tranquilidad a los mercados y a sus socios europeos, ratificando su firme compromiso con la ortodoxia presupuestaria.
Había realizado, en suma, dos promesas incompatibles, algo que luego hemos comprobado que es su forma habitual de proceder. A Sánchez le gusta complacer a diestro y siniestro: al que reclama más gasto y al que exige recortes, al que pide prisión para Puigdemont y al que reivindica su libertad, etcétera. Le dice que sí a todo el mundo y luego ya veremos.
Por fortuna para nuestro presidente, Calviño resultó una maestra del ya veremos.
Cordial y sonriente, pero tenaz y temible
En cuestión de días, la flamante ministra de Economía consiguió que Bruselas ampliara del 2,2% al 2,7% la previsión española de déficit público para 2018 (y del 1,3% al 1,8% la de 2019). Argumentó, no sin razón, que sin una suavización de las metas de estabilidad España se vería obligada a «adoptar medidas de ajuste de gran magnitud».
Así es Calviño: una negociadora cordial y sonriente, pero tenaz y temible, con independencia del lado de la mesa en que la sientes.
Si está en el de la Comisión, te convencerá de que el déficit público debe ser del 2,2% y ni una décima más. Pero igual que en esos concursos de debates en los que se sortea la posición que vas a defender, si después de un receso sientas a Calviño en el lado de España, entonces el 2,7% es decididamente mucho más razonable y rebajarlo siquiera una décima sería un acto de crueldad.
Como rezaba aquel meme de 2010, cuando los españoles triunfábamos en todo (el Mundial, el Tour, Wimbledon, las motos): soy Nadia Calviño, ¿a qué quieres que te gane?
Contra los frugales
El siguiente desafío de Calviño fue la pandemia.
Lo que todavía en enero de 2020 nos parecía una gripe fuerte se convirtió unas semanas después en un azote que obligó a paralizar la actividad y ocasionó una contracción histórica. La ya entonces vicepresidenta defendió ante la UE que había que hacer un esfuerzo en consonancia con la magnitud del desafío y promovió el reparto de cuantiosos fondos sin cláusula alguna de condicionalidad.
Nuevamente, debió enfrentarse a formidables antagonistas como «los frugales» del norte y centro de Europa, pero solo consiguieron retrasar un acuerdo por el que España recibiría 140.000 millones de euros en transferencias no reembolsables.
Es verdad que la administración de este dinero ha sido manifiestamente mejorable. Si nos fijamos en el volumen que «ha llegado al tejido productivo», como explica el servicio de estudios de la Caixa, «nos encontramos con que la Administración central desembolsó 8.200 millones de euros, es decir, el 30% de lo presupuestado en ese año [2022]».
Pero incluso con este nivel de ejecución, en el Banco de España calculan que el PIB ha mejorado alrededor de 1,7 puntos adicionales en los tres años de aplicación.
Los caballos de batalla
Pero volvamos a la «gran batalla».
Ya hemos dicho que abunda la evidencia de sus diferencias con podemitas y sumaritas. Calviño hizo todo lo posible por aguar la contrarreforma laboral que abanderaban Pablo Iglesias y Yolanda Díaz, y se significó contra las prisas por alcanzar los 1.200 euros mensuales de salario mínimo. También se desmarcó de los ataques de Ione Belarra a empresarios como Joan Roig, subrayando que las compañías «son el corazón de nuestra economía». Finalmente, en la reciente batalla del subsidio de desempleo, ha colado una disposición que penaliza a los beneficiarios que pretendan estirarlo hasta la jubilación.
¿Qué balance podemos hacer de este empeño y, en general, de su paso por el Ejecutivo?
¿Comparado con qué?
Los críticos anotarán en el debe de Calviño que, como consecuencia de la pandemia, España sufrió la peor contracción de la UE y que ha tardado más en recuperarse, pero esto no es tanto consecuencia de su gestión como de una especialidad productiva muy dependiente de las aglomeraciones, de las fiestas, de los bares, de las distancias cortas.
Menos justificables son las pérdidas experimentadas por el país tanto en convergencia como en competitividad. Respecto de la primera, la distancia con la eurozona es la misma que en 1995. Aunque hasta 2008 había venido estrechándose, «a raíz del estallido de la crisis financiera y de deuda soberana —explica el Instituto de Estudios Económicos—, la renta per cápita de la economía española se alejó del promedio de nuestros socios comunitarios».
En cuanto a la competitividad, el indicador que elabora el Banco de España «observa una pérdida» del 1,5%, la mayor desde abril de 2018.
No es nada dramático, pero revela que vamos en la mala dirección, y en gran medida como consecuencia de iniciativas populistas que, bajo la invocación de «avances» y «derechos», desincentivan el esfuerzo y la inversión. Lo que España necesitaría ahora son reformas en el lado de la oferta (más libertad, más educación, más competencia), pero bastante ha hecho Calviño ocupándose de que las cosas no se desmadraran por el lado de la demanda. La pregunta pertinente, por tanto, no es si lo ha hecho bien o mal, sino qué habría pasado si no hubiera estado.
Y en mi opinión no hace falta mucha imaginación para darse cuenta de que las cosas podrían haber ido mucho peor.