THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

Por qué los grandes empresarios son (casi) siempre los malos en las películas de Hollywood

Ponerse del lado del débil puede ser una explicación, pero no son los únicos villanos posibles: está también el Gobierno

Por qué los grandes empresarios son (casi) siempre los malos en las películas de Hollywood

Después de ver 'El lobo de Wall Street', los votantes no necesitan muchos más argumentos para convencerse de que hay que meter en cintura a esos desalmados especuladores (o al menos subirles los impuestos). | TO

Acaba de llegarme la primera liquidación de mi novela ¡Petróleo! y, a pesar de que mis expectativas no eran altas, ha logrado defraudarlas.

«No ha funcionado como merecía», me consuela amablemente en su email el editor. Yo le he contestado con una cita de Gabriel Miró: «Los libros dan tanto, que no se les puede exigir que además den dinero». La recoge César González-Ruano en sus memorias, o sea, que tiene una fiabilidad relativa («No tendrá usted la pretensión de que sepa taquigrafía», le espetó a una entrevistada que debió de ver que tomaba pocas notas), pero la frase no puede ser más acertada. Una novela es como una carrera popular. Si de niño un visitante del futuro me hubiera anunciado: «Cuando crezcas, participarás en una maratón y llegarás en el puesto 10.564», habría respondido: «¡Vaya mierda!». Pero no lo es en absoluto y cruzar aquella meta de la mano de mi hijo fue un hondo motivo de satisfacción. Igual que acabar ¡Petróleo!

Lo cual no me exime de hacer el obligado examen de conciencia. ¿Qué ha podido fallar?

No hay sexo

A mi hermano Alberto le sorprendió que no hubiera sexo, y con toda razón. Pocas ficciones (literarias o cinematográficas) carecen hoy de escenas tórridas, pero no hubieran añadido nada a la trama. Incluso si esta hubiera requerido que dos personajes se enamoraran, no creo que hubiera descrito sus gemidos y contorsiones. Ernst Lubitsch no abrumaba al espectador con todos los detalles. Mostraba la puerta del dormitorio cerrándose o la sorpresa de la criada al encontrar una horquilla en la almohada del señorito al día siguiente.

En ¡Petróleo! tampoco hay una oscura intriga, en la que un detective medio alcoholizado destapa el crimen inconfesable de algún omnímodo magnate sin escrúpulos.

Mi intención era pasear una mirada por la comunidad política, empresarial y periodística que he conocido a lo largo de mis años de profesión, y que es mucho más cómica que trágica. Es evidente que este papel de Balzac del siglo XXI me viene grande y ahí puede radicar una de las claves del escaso interés suscitado.

Otra es que la novela sea, efectivamente, un asco, pero van a permitirme que deje de lado esta posibilidad para analizar otra hipótesis.

Por qué hacemos ficción

Durante la presentación de ¡Petróleo! recordé un pasaje de mi anterior novela, La escritura invisible, con la que me fue todavía peor, porque para esa ni siquiera encontré editor.

En un momento dado, uno de los personajes cuenta que ha leído una entrevista en la que Manuel Puig, el autor de El beso de la mujer araña y Boquitas pintadas, dice a propósito de su pasión por el cine: «Donde vivía, en aquel pueblo de la pampa, la realidad era incomprensible y, sin embargo, las películas eran algo que se entendía muy bien. Yo en el cine entendía el mundo, en el pueblo, no. En el cine, en la sala, era donde yo me había sentido cómodo en mi vida. Todo en el cine era una realidad muy clara».

No he encontrado una explicación más convincente de por qué hacemos ficción.

Los ensayos y los tratados científicos se justifican por sí solos. Sirven para determinar cómo se reproducen las células o cómo funcionan las neuronas, y curar el cáncer o el alzhéimer. Las películas y las novelas parecen, por el contrario, un mero entretenimiento, cuando en realidad son indispensables, porque ordenan la vida, le ponen un arriba y un abajo, un antes y un después, la hacen inteligible. «Sin la ficción —concluía mi personaje—, el hombre se hallaría indefenso ante el caos que lo rodea».

Los malos de la película

Al lector que buscara ese alivio, ¡Petróleo! le habrá sin duda decepcionado.

No proporciono ninguna de las tranquilizadoras claves al uso. Los acontecimientos no son consecuencia de ninguna mano negra, sino de descuidos y chapuzas. Tampoco hay crímenes inconfesables, porque en nuestras democracias se mata más bien poco. Si el caso Gürtel fuera un episodio de CSI o de Ley y Orden, no habría habido caso Gürtel, porque el exconcejal del PP de Majadahonda habría aparecido en una cuneta antes de poder denunciar nada.

Pero, sobre todo, lo que no hay en ¡Petróleo! son esos omnímodos magnates sin escrúpulos a los que el cine nos tiene habituados.

En «La visión hollywoodiense de los negocios», un artículo de 2009, el abogado Larry E. Ribstein enumera unos cuantos ejemplos de esa aversión. «El síndrome de China, en la que el simpático Jack Lemmon interpreta al empleado de una empresa que, junto con una reportera de televisión encarnada por la simpática Jane Fonda, destapa los problemas de seguridad en una central nuclear; […] Una acción civil, en la que el simpático John Travolta se encarga de un […] número inusual de casos de leucemia infantil relacionados con un suministro de agua que podría estar contaminado; […] El jardinero fiel, sobre una malvada compañía farmacéutica; Diamantes de sangre, sobre el malvado comercio de diamantes; Michael Clayton, en la que el malvado consejero general de una malvada empresa química intenta ganar un pleito a cualquier precio, por absurdo que sea».

¿Por qué el empresario es (casi) siempre el malo de la película?

No sabes cómo son, esperan resultados

«Ponerse del lado del débil es una popular técnica cinematográfica», sugiere con buen criterio David Walker.

La historia de David y Goliat es una de esas tramas básicas (como la Cenicienta o la Odisea) que vienen funcionando desde tiempos inmemoriales, pero «la gran empresa no es el único villano posible —objeta Ribstein—. ¿Por qué no [se meten con] el Gobierno?» Con alguna honrosa excepción, como Todos los hombres del presidente, la imagen del inquilino de la Casa Blanca es generalmente positiva y oscila entre el acróbata infatigable de Air Force One y el santo laico de El Ala Oeste.

La explicación de Ribstein es que los directores se defienden del «poder que más les afecta».

A diferencia del productor, el Gobierno está en la otra punta del país y apenas les presta atención. Lo expresa con gran lucidez el investigador de lo paranormal Raymond Stantz, encarnado por Dan Aykroyd, en Cazafantasmas: «Personalmente, me gustaba la universidad. Nos facilitaban dinero e instalaciones, no teníamos que entregar nada. Nunca has estado en el sector privado. Esperan resultados».

El natural deseo de recuperar su dinero lleva a los productores a interferir en el proceso creativo, y esa es la peor de las abominaciones.

«La hostilidad [a la figura del empresario] —sostiene Ribstein— tiene su origen en el resentimiento que los cineastas experimentan ante las limitaciones que los productores imponen a su visión artística». Y alerta de que este sistemático desprestigio del patrón no es inocuo, porque «inclina la balanza política hacia la regulación». Después de ver El lobo de Wall Street, los votantes no necesitan muchos más argumentos para convencerse de que hay que meter en cintura a esos desalmados especuladores (o al menos subirles los impuestos).

Ideología y vanidad

Hay que decir, además, que la mitología de Hollywood no opera en el vacío.

Durante décadas la izquierda ha promovido la idea de que el mercado libre deja que las compañías crezcan en poder e influencia hasta dominar por completo la sociedad. Según el economista polaco Oskar Lange, la Gran Depresión fue la consecuencia previsible de las prácticas monopolísticas que se habían adueñado de los Estados Unidos. O la sociedad reacciona y se rebela contra esas gigantescas y rapaces corporaciones, o se entrega a la dictadura totalitaria.

Es un discurso fácil, claro, plausible y equivocado.

Cualquiera que haya estado al frente de un negocio sabe que, por influyente que sea, su acción está constreñida por una miríada de actores. No son solo los rivales, la Administración y unos políticos ávidos de fondos con los que financiar sus promesas electorales. Están también los sindicatos, los periodistas, las ONG, el banco central, la comisión de la competencia, Bruselas… En nuestras sociedades democráticas el poder está muy repartido y la cuota de la gran compañía no es la mayor; ese honor corresponde con diferencia al editor del BOE.

Sería, no obstante, injusto atribuir la caricatura del omnímodo magnate sin escrúpulos a Hollywood y la propaganda marxista.

Hay otro responsable principal, y es el propio gran empresario, cuya vanidad le impide reconocer que es mucho menos influyente de lo que piensa. Al protagonista de ¡Petróleo! le encanta que los demás piensen que es el maestro titiritero y que todos nos movemos al compás de sus golpes de muñeca, cuando su éxito debe más a la casualidad que a cualquier otra circunstancia.

Mientras no entendamos esta verdad elemental e insistamos en coartar porque sí la acción corporativa, seguiremos lastrando la creación de riqueza (y yo venderé muy pocos libros).

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D