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Cultura

Las memorias de Oliver Stone: Vietnam, Hollywood y cocaína

Se publica en castellano ‘En busca de la luz’, la trepidante y contradictoria autobiografía del cineasta norteamericano

Las memorias de Oliver Stone: Vietnam, Hollywood y cocaína

Oliver Stone en el Festival de Venecia de 2022. | Europa Press

«Mirad, esto es un cineasta» dijo admirado Martin Scorsese a los alumnos del curso de cine que impartía en la Universidad de Nueva York. Estaba hablando de un cortometraje en 16mm., blanco y negro y sin diálogos titulado Último año en Vietnam, que acababa de presentar uno de sus pupilos. Su nombre: Oliver Stone (Nueva York, 1946). Con los años se convertiría en guionista muy cotizado –ganó un Óscar por su primer guión llevado a la pantalla: El expreso de medianoche y después en cineasta triunfante, con otros dos Óscar al mejor director, por Platoon y por Nacido el 4 de julio

El señor Stone, que anda sobrado de ego, puede caer mejor o peor, y su cine tendente a cierta desmesura -y a lo panfletario en la última etapa- puede gustar más o menos, pero nadie le negará que sabe contar historias. Lo demostró en sus mejores películas y vuelve a hacerlo en sus vibrantes y lenguaraces memorias, tituladas En busca de la luz, que aparecieron en Estados Unidos en 2020 y nos llegan ahora en castellano tres años después de la mano de Libros del Kultrum. 

Pese a sus casi 500 páginas de ritmo trepidante, solo cubren los primeros 40 años de la vida del director, desde la infancia marcada por la separación de sus padres -un adusto militar y una francesa aficionada a las juergas- hasta el triunfo con Platoon, que lo consagró y ganó varios Óscar incluido el de mejor película. De momento no hay fecha prevista para un segundo volumen, pero esta primera entrega repleta de confesiones, chismes y pullas no tienen desperdicio. 

Experiencia de guerra

El episodio que marcó su vida y da muchas claves para entender su cine fue su participación como voluntario en la guerra de Vietnam. Allí descubrió la guerra en toda su crudeza y sin atisbo de épica. Y se enfrentó a lo que denomina las tres grandes mentiras que se silenciaron: la elevada cantidad de soldados víctimas del fuego amigo, es decir fallecidos por errores del propio bando (él estuvo a punto de ser uno de ellos); la abundancia de víctimas colaterales, es decir civiles muertos en acciones militares por negligencia o por excesos de las tropas, y por último el modo en que la cúpula militar informaba de las acciones, maquillando cifras y sobredimensionando el heroísmo de los combates, pese a saber que aquella guerra estaba perdida de antemano. 

Cuando empezó a escribir guiones, quiso contar sus experiencias en el frente. Ese proyecto, titulado Platoon, pasó por múltiples vicisitudes, llegó a interesar a Al Pacino y a Sidney Lumet, pero se fue demorando una y otra vez, mientras iban surgiendo más y más títulos sobre el Vietnam –El regreso, Apocalypse Now, El cazador…- que amenazaban con agotar el tema para siempre. A este guion se sumó otro: el encargo de adaptar las memorias del excombatiente y activista Ron Kovic, Nacido el 4 de julio, que también tardó años en ver la luz. Mientras esperaba el momento de poder llevar a la pantalla estas historias, Stone se convirtió en un cotizadísimo guionista con títulos como El expreso de medianoche, Conan, el bárbaro, El precio del poder o Manhattan Sur, y dirigió sus dos primeras películas -de pura serie B- que fracasaron estrepitosamente: una cosa rarísima llamada Seizure! , sobre un tipo al que se le aparecían en una pesadilla una suerte de seductora dómina vestida de negro, un enano y un tipo con un hacha y una caperuza de verdugo, y La mano, sobre un dibujante que pierde una mano en un accidente y esta, separada del cuerpo, empezaba a asesinar gente por su cuenta. El protagonista era Michael Caine, al que la cinta le parecía una chorrada y el joven director un pretencioso insoportable. 

La primera oportunidad seria detrás de las cámaras le llegó a Stone con Salvador, basada en la vida del reportero de guerra Richard Boyle y cuyo rodaje en México fue un caos: se quedaron sin dinero; James Woods, el actor principal, detestaba al director porque lo obligaba a rodar escenas peligrosas; parte del equipo acabó con disentería… Inmediatamente después, pudo rodar por fin la anhelada Platoon, esta vez en la selva filipina, donde todo fue todavía más extremo: el cineasta y sus estrellas estuvieron a punto de perder la vida en el helicóptero que los trasladaba, los militares filipinos que participaron en el rodaje utilizaban munición real, hubo conatos de revuelta por parte del estrenado equipo…

Votante de Reagan

Además de contar jugosas anécdotas de estos rodajes, Stone tiene tiempo para arrear unas cuantas patadas en la espinilla. De Brian De Palma, con el que colaboró en El precio del poder, dice que «no era el más enérgico de los hombres. Tenía sobrepeso, era lento y durante toda la producción se vistió con el mismo traje de color caqui, el típico uniforme que llevaría un ingeniero». De John Milius, director de Conan, el bárbaro destaca su «querencia por las armas, la caza, el tacto de la espada y el aroma del cuero (…) Con Conan se le caía la baba: le chiflaba la sangre y el crujir de huesos y adoraba la espada con el monacato de un samurái japonés».  Al productor Dino de Laurentiis, con el que trabajó en Manhattan Sur, lo califica de «diminuto dictador de metro sesenta y cinco, parapetado tras su enorme escritorio». Y de Barbra Streisand, que lo invitó a cenar a su casa, cuenta: «Me sorprendió su ansia por mostrar la propiedad a su media docena de invitados y por vanagloriarse de sus antigüedades y joyas, que fue sacando de varias cajas. Llevaba en la sangre la querencia de una madre judía por ir de compras y hablar de las gangas que encontraba». Son solo algunos ejemplos de sus pullas, hay muchos más en el libro.

Oliver Stone durante la presentación de JFK: Caso abierto. | Europa Press

Tampoco oculta sus propias flaquezas y contradicciones, incluida la afición y después adicción a la cocaína: «Adoraba la cocaína como un bebé adora a su peluche o un adulto adora tomar un helado. No quería renunciar a ella. Estaba enganchado a la coca. Uno está enganchado cuando necesita meterse para funcionar, para trabajar». Pero quizá la confesión que más sorprende es que en las elecciones de 1980 votó ¡a Reagan! Su explicación: «Debido a mi decepción por la truncada promesa de la ineficaz presidencia de Carter, voté a Ronald Reagan, una carismática estrella de cine conservadora que también había sido gobernador de California. Cuando aquel año fue elegido presidente, lo que alivió mi espíritu fueron sus modales, su cordialidad y su sentido del humor. (…) Sin duda fue un presidente entrañable, a pesar de todo lo feo que ocurría de espaldas a las cámaras. Yo me lo creí, y no fui el único».

Sorprende en alguien que se convertiría en un feroz crítico de su país en títulos como Wall Street, JFK: Caso abierto, Asesinos natos, Nixon o W., sobre George Bush. Todas estas películas quedan fuera de estas memorias, como también los documentales de su última etapa, en la que el implacable fustigador de Estados Unidos se convierte en algodonoso vocero del peor populismo: ha dedicado dos documentales a Fidel Castro  –Comandante y Looking for Fidel– y otro a Putin, The Putin Interviews; piropeó a Hugo Chávez en Mi amigo Hugo y reunió a lo peor de cada casa en Al sur de la frontera, donde aparte de su querido Hugo, aparecen también Cristina Fernández de Kirchner, Rafael Correa, Raúl Castro y Evo Morales.  

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