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La otra cara del dinero

Michael Ignatieff: «Con la amnistía Sánchez no busca la concordia, sino apuntalar su Gobierno»

«Cuando todos cuestionan la condición de demócrata de todos, lo que acaba poniéndose en cuestión es la democracia»

Michael Ignatieff: «Con la amnistía Sánchez no busca la concordia, sino apuntalar su Gobierno»

Michael Ignatieff, premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales, durante la entrevista celebrada en la Fundación Ramón Areces la semana pasada. | Alejandro Amador / Fundación Ramón Areces

En mayo de 2011 Michael Ignatieff (Toronto, 1947) condujo al Partido Liberal de Canadá al peor resultado electoral de su historia.

Ignatieff es un distinguido académico. Licenciado por la Universidad de Toronto, doctor por Harvard y profesor en Cambridge, Oxford y Harvard, fue galardonado la semana pasada con el Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales. En Fuego y cenizas, el libro en el que describe su paso por la política, se define como «alguien que vive para las ideas, para los placeres inocentes y no tan inocentes de la charla y la argumentación». Cuenta también cómo se lanzó al ruedo provisto de un programa cuidadosamente diseñado, convencido de que «el contenido era esencial» y «los números debían ser coherentes».

Nada de esto importaba, sin embargo.

En el examen de conciencia posterior a la derrota, Ignatieff comprendería que las elecciones son un reality show en donde lo de menos es la finura intelectual. De hecho, «gran parte de la teoría cuya lectura se requiere a estudiantes de todo el mundo —explica en Fuego y cenizas— no la escribieron quienes habían triunfado en la política, sino quienes habían fracasado». La relación es larga: Cicerón, Maquiavelo, Edmund Burke, James Madison, Alexis de Tocqueville, John Stuart Mill o Max Weber, «que ni siquiera logró entrar en las listas del Partido Democrático en 1919».

Que la erudición lleve tan a menudo a la ruina revela lo diferentes que son las virtudes que demandan la investigación y el asalto al poder.

«La candidez, el rigor, la disposición para seguir una idea allí adonde quiera llevarnos, la búsqueda penetrante de la originalidad» suponen, según Ignatieff, «pesados fardos» para un candidato. Este debe, por el contrario, hacer gala de «adaptabilidad, astucia, reconocimiento inmediato de la fortuna, una penetrante intuición que permite saber que la situación ha cambiado y que lo que un día fue verdad ya no lo es».

«Calificamos la política de juego —concluye—, pero no lo es. No existen los árbitros, y los equipos reescriben las reglas sobre la marcha. No puedes reclamar falta o fuera de juego en la política. Casi todo vale».

Observen que Ignatieff no escribe: «Todo vale», sino muy precisamente: «Casi todo vale».

Hay, en efecto, límites que no pueden traspasarse sin que el sistema se resienta de forma quizás irreparable. «En tiempos normales —señalaba hace poco en el Journal of Democracy— competimos por el poder, pero sin cuestionar la buena fe de nuestros oponentes. Aceptamos, a veces con los dientes apretados, que el otro es un demócrata. —Y añadía—: Hoy no es así».

Sobre todo ello mantuvimos en la Fundación Ramón Areces una conversación de la que sigue una versión extractada y editada.

«Demonizar a la extrema derecha se ha vuelto un recurso habitual entre los líderes de la izquierda. Es un error»

PREGUNTA.- ¿Qué pasa con la democracia?

RESPUESTA.- La democracia ha sido siempre objeto de controversia, todavía hoy no existe acuerdo sobre en qué pueda consistir. Estoy seguro de que los viernes por la noche, en cualquier bar de Madrid, no falta alguien que exclama: «¡Sánchez es un tirano!», y otro que replica: «¡Qué dices! ¡Sánchez es el garante de la libertad!». Es una disputa constante y agotadora, y no me extraña que más de uno se sienta tentado por una solución autoritaria. ¿Por qué no entregar el poder a una persona y que se encargue ella de todo? La democracia parece el peor sistema de gestión posible, pero olvidamos que ese no es su cometido. Su propósito es mantenernos libres y, como decía Isaiah Berlin, la libertad no es agradable. Es fría, es exigente y en ocasiones nos gustaría que nos dijeran lo que tenemos que hacer.

«La democracia únicamente funciona cuando los perdedores aceptan su derrota, y en Estados Unidos Trump ya ha aventurado que podría rechazar el resultado de la votación»

P.- Pero ¿por qué se ha puesto en cuestión precisamente ahora? ¿Tiene algo que ver con la Gran Recesión?

R.- Me han contado que en España se dio un punto de inflexión en 2008. El paro juvenil alcanzó el 50%. Fue un milagro que el país no estallara. Se cuestionó la legitimidad del capitalismo, que se veía como una especie de casino en el que unos se enriquecían con absoluto desprecio por la suerte de los demás. Eso generó un clima sombrío que vino a agravar el contexto internacional. Poco antes, durante la Conferencia de Seguridad de Múnich [de febrero de 2007], Vladimir Putin había pronunciado el discurso que muchos han considerado una declaración de guerra contra Occidente. Finalmente, la polarización en Estados Unidos está afectando a todas las democracias, porque los estadounidenses son el gran referente y si ellos no pueden salir adelante… Todo esto no dejan de ser, en cualquier caso, especulaciones. Esta mañana he participado en una mesa redonda y ahí hemos convenido en que la vida es muy complicada y nunca sabes a ciencia cierta lo que está pasando. Avanzamos a ciegas y, por ello, no tengo una respuesta satisfactoria para su pregunta. ¿Por qué precisamente ahora? No lo sabemos.

«Nuestras sociedades sufren profundas divisiones. Hay un 20% o un 30% de la población cuyas expectativas se han visto defraudadas y que constituye terreno abonado para la política de la culpa»

P.- Una de las razones por las que Sánchez tiene tanto éxito en España es porque siempre está amenazando con que, como no le voten a él, viene la extrema derecha. ¿Existe ese riesgo?

R.- Mi colega [la politóloga de la Universidad de Columbia] Sheri Berman sostiene que demonizar a la extrema derecha se ha vuelto un recurso habitual entre los líderes de la izquierda. Es un error. Induce a su vez a la extrema derecha a acusar a la izquierda de no ser democrática y, al final, cuando todos los actores cuestionan la condición de demócrata del rival, lo que acaba poniéndose en cuestión es la propia democracia. Es lo que está ocurriendo en Estados Unidos y quiero subrayar que a menudo se omite que todos son culpables.

P.- No solo Donald Trump…

R.- Trump acusa a Biden de haberle robado las elecciones, pero Biden dice que si Trump gana, el daño podría ser irreparable. O sea, si apoyas a Trump eres un fascista, pero si votas a Biden el régimen se hunde. Esto es imposible de gestionar. La democracia funciona mejor cuando no es el centro del debate. Algo parecido ocurre en España. Soy extranjero y no debería opinar, pero voy a confesarle que no estoy de acuerdo con la amnistía. Me parece una maniobra para apuntalar al Gobierno, no una estrategia de reconciliación. Ahora bien, ¿convierte eso a Sánchez en un tirano? No. ¿Y es la derecha española una amenaza para la democracia? Tampoco. Lo que tiene que hacer todo el mundo es moderar su retórica, porque de lo contrario van derechos al despeñadero.

«Los datos demuestran que estamos mejor que hace 30 años, incluidos quienes se sienten agraviados, pero la gente lo olvida. La democracia espolea esta insatisfacción»

P.- ¿Es solo un problema de lenguaje? En uno de sus artículos señalaba que son los políticos los que fabrican la polarización.

R.- Ocurre, en efecto, pero solo si existe cierto fermento en la base del sistema. Muchos políticos han atizado la indignación sin que la gente entrara al trapo. Hay momentos, sin embargo, en que pulsan una fibra sensible, y estamos viviendo uno de ellos. Las sociedades estadounidense y española sufren profundas divisiones. Yo me considero miembro de una élite liberal a la que le ha ido muy, muy bien. Del mismo modo, a lo largo de los últimos 50 años la consolidación de la democracia española ha creado una poderosa y exitosa clase media que mira a su alrededor y se pregunta: «Pero, ¿cuál es el problema?» Hay, sin embargo, un 20% o un 30% de la población cuyas expectativas se han visto defraudadas y que constituye terreno abonado para los discursos cargados de reproches. Es la política de la culpa, que es una política irresponsable, pero que se beneficia de una particularidad de la democracia, y es que genera constantes expectativas. Exige al Estado que arregle esto y aquello, que consiga un trabajo a nuestros hijos y nos dé otra oportunidad a nosotros. Esta dinámica no es necesariamente mala. Alimenta una presión desde abajo que impulsa el progreso. Pero cuando este se detiene, surgen el descontento y la polarización.

«Cuando visito Barcelona, pienso para mis adentros: «¿cuál es el problema?» Pero la política no va solo de superar dificultades materiales, no tiene que ver con la economía, sino con la identidad»

P.- Karl Popper definía la democracia como una forma de gobierno que permite deshacerse de los líderes incompetentes sin derramamiento de sangre.

R.- Y esa es una de sus mayores fortalezas: dispone de un mecanismo de autolimpieza. Pero únicamente funciona cuando los perdedores aceptan su derrota, y en Estados Unidos Donald Trump ya ha aventurado que podría rechazar el resultado de la votación. Eso vulnera una regla cardinal de la democracia: los participantes tienen que saber perder.

«Acostúmbrense a coexistir con la insatisfacción de los nacionalistas, porque ¿cuál es la alternativa? ¿enviar al ejército? ¿otra guerra civil? España ha probado con toda clase de fórmulas y no queda otra que la democracia»

P.- Las encuestas para las presidenciales de noviembre están muy igualadas y a usted le preocupa que no haya un vencedor claro.

R.- Si el resultado es ajustado o si, por ejemplo, un candidato gana en votos y otro en delegados del Colegio Electoral, el asunto puede acabar en el Tribunal Supremo. Y si ninguna de las partes acepta su fallo, la patata caliente pasará, como ocurrió en 1876, al Congreso. Entonces se cerró un pacto que llevó a Rutherford B. Hayes a la Casa Blanca, pero ¿y si esta vez no se logra? Es una eventualidad que da miedo.

P.- En 2000 el Supremo interrumpió el recuento y dio la victoria a George Bush.

R.- Aquello funcionó porque Al Gore dijo: «Me rindo», pero ¿y si ahora nadie dice: «Me rindo»? Confío en que no suceda, pero tenemos que ser conscientes de que se trata de una posibilidad real, y que tendrá consecuencias impredecibles para la reputación de la democracia en todo el mundo.

«Las redes sociales son un océano de odio y amenazas. Y como seas alguien público, pueden convertirse en una pesadilla. Dicho esto, no creo que sea un problema insoluble. Simplemente, hemos dejado que las redes crezcan sin control»

P.- El catedrático Stephen Ansolabehere pasó por esta misma Fundación Areces hace unos meses y me dijo que la polarización actual no es tan alta.

R.- Esa no es mi percepción. Se ha producido una ruptura entre gobernantes y votantes que es nueva. Existe un fuerte desencanto con la élite liberal, culta y cosmopolita, de la que yo mismo formo parte. Somos unos privilegiados. Acabo de iniciar el trámite de donación de parte de mi patrimonio a mis hijos. Vaya por delante que no soy en absoluto rico, soy clase media, pero he acumulado una serie de bienes que muchas otras personas no tienen. Y aunque no me siento culpable por ello, es un hecho social que hay que entender, porque desigualdades como la mía generan un profundo resentimiento. Por eso la corrupción se ha vuelto un tema tan explosivo: visibiliza la injusticia del capitalismo y, de paso, de la propia democracia. Da la impresión de que es un juego que unos pocos desaprensivos aprovechan para enriquecerse ellos y sus amiguetes, y eso está incubando un gran resentimiento.

«Nunca en mi vida había leído mejor periodismo. La prensa actual es muy superior a la de los años 50 y 60, cuando te tenías que manejar con dos o tres fuentes. Ahora hay una explosión absoluta de medios, y parte de ellos son absolutamente de primera clase»

P.- Pero los datos demuestran que estamos mejor que hace 30 años, incluidos quienes se sienten agraviados.

R.- Estoy completamente de acuerdo, pero la gente lo olvida. Es la dinámica a la que me referí antes. La democracia espolea la insatisfacción, sus campañas periódicas nos invitan a preguntarnos: ¿qué vas a hacer por mí mañana? Ustedes mismos, los españoles, son una buena muestra. Yo vengo de fuera y lo que veo cuando miro a mi alrededor es un maldito milagro. Y como yo, la mayoría de los extranjeros. Han protagonizado el proceso de consolidación democrática más exitoso de toda Europa y uno se podría preguntar: ¿de qué se quejan estos tipos? Pero eso sería desconocer que la democracia es una máquina de generar expectativas.

«La democracia no se agota, para mí, en el gobierno de la mayoría. Requiere además que los poderes se controlen mutuamente para preservar la libertad»

P.- Hace unos años visité Montreal con un grupo de periodistas y el guía que nos asignaron era un nacionalista quebequés. A cada paso nos contaba lo maravilloso que sería separarse de Canadá y nosotros no entendíamos nada. «Pero si vivís magníficamente —le dijimos en un momento dado—, ¿para qué queréis independizaros?».

R.- A mí me ocurre lo mismo cuando visito Barcelona. Pienso para mis adentros: «¿Cuál es el problema?» Pero la política no va únicamente de superar dificultades materiales, no tiene que ver con la economía, sino con la identidad. En el caso de los quebequeses, la razón por la que quieren la secesión está condensada en el lema [de su campaña de 1962] «Maîtres chez nous». Quieren ser los dueños de su casa, aunque sea una casa pobre y asquerosa. Esto es lo que mueve la política y mi recomendación, tanto respecto de Cataluña como del País Vasco, es que España acepte, igual que Canadá lo ha hecho, que la reivindicación no va a agotarse nunca. Váyanse acostumbrando a coexistir con la insatisfacción de los nacionalistas, porque ¿cuál sería la alternativa? ¿Enviar al ejército? ¿Otra guerra civil? España ha probado con toda clase de fórmulas y no queda otra que la democracia.

P. Me recuerda el debate que mantuvieron Manuel Azaña y José Ortega y Gasset en 1932, durante la Segunda República. Azaña insistía en que el encaje de Cataluña en España era un problema político que se podía resolver, y Ortega sostenía que a lo más que podíamos aspirar era a conllevarlo.

R.- Estoy con Ortega.

«En términos morales, no hay mejor sistema de gobierno que la democracia, porque preserva la libertad del individuo. Ahora bien, no todos valoran la libertad como nosotros, los occidentales»

P.- ¿Qué deben hacer las democracias para superar la actual crisis de legitimidad?

R.- Llevamos 15 años engañándonos, diciéndonos: «En cuanto derrotemos a estos populistas, las aguas volverán a su cauce». Pero, como dicen los franceses, «un train peut en cacher un autre train», un tren puede ocultar a otro. Y el auge del populismo nos ha impedido ver que nuestros Gobiernos no están haciendo un buen trabajo. En Canadá tardas cinco meses en obtener el pasaporte. Eso es inadmisible. Una democracia se construye a base de pequeños gestos cotidianos. Cada vez que el ciudadano ve que la Administración resuelve sus problemas y lo trata con respeto, el sistema renueva su legitimidad. Por desgracia, no estamos prestando suficiente atención a estas cosas. Es algo aburrido, lo sé, pero esencial. Debemos reformar nuestras instituciones para que la gente sienta que se la respeta y atiende, y estamos muy lejos de eso.

P.- Pues si no funciona Canadá, que yo pensaba que era un modelo…

R.- Me encanta que crea que somos un país perfecto, pero estaría forzando un poco las cosas si no lo desmintiera.

«Fukuyama se equivocó. La democracia no es el final del camino y solo sobrevivirá si arrimamos el hombro y colaboramos para sacar el camión fuera de la zanja»

P.- ¿Y qué pasa con las redes sociales? Se las acusa de polarizar el debate, pero lo mismo ocurría con la radio en los años 30. No sé si recuerda el escándalo que suscitó la emisión teatralizada de La guerra de los mundos en 1938. Las nuevas tecnologías de la comunicación son siempre acogidas con recelo.

R.- Es verdad. Ocurrió con la imprenta. Los campesinos, que hasta el siglo XV habían creído a pies juntillas todo lo que los sacerdotes les decían, de repente podían acceder directamente a la Biblia y formarse su propio criterio. Ahora estamos en un momento parecido. Esta cosa [sostiene en alto su móvil] es como llevar la Biblioteca de Alejandría en el bolsillo y es algo muy positivo, pero también te encuentras con el que te suelta que las vacunas provocan autismo y que lo sabe de buena tinta, porque lo ha leído en internet. Y luego está la desinhibición. No hay restricciones en las redes sociales, son un océano de odio y amenazas. Y como seas alguien público, pueden convertirse en una pesadilla. Muchas mujeres han dejado la política porque no les compensaba exponer a sus familias a semejante linchamiento. Dicho esto, no creo que sea un problema insoluble. Simplemente, hemos dejado que las redes crezcan sin control.

P.- ¿Y qué sugiere?

R.- Canadá ya ha empezado a regular los contenidos más flagrantes y violentos. No me importa si suena conservador, pero yo estoy a favor de limitar lo que ven nuestros hijos. Y no quiero que pasen tanto tiempo colgados de la pantalla. Todo esto forma parte de un gran debate mundial que necesitamos celebrar y del que surgirán algunas prohibiciones, pero sin perder de vista que, decenas de veces al día, recurrimos a la Wikipedia para comprobar un hecho o aprender algo que ignorábamos. No podemos renunciar a los increíbles beneficios de esto [vuelve a levantar el móvil].

P.- ¿Y qué opina de los medios de comunicación? Nuestro presidente cree que hay que poner coto a los que considera pseudomedios [como The Objective].

R.- Nunca en mi vida había leído mejor periodismo. La prensa actual es muy superior a la de los años 50 y 60, cuando te tenías que manejar con dos o tres fuentes. Ahora hay una explosión absoluta de medios, y parte de ellos son absolutamente de primera clase… Cabalgamos sobre una inmensa ola digital y, aunque igual no alcanzamos la orilla, de momento yo estoy disfrutando.

P.- ¿Y qué pasa con la división de poderes? Muchos populistas argumentan que nadie vota a los jueces.

R.- La democracia no se agota, para mí, en el gobierno de la mayoría. Requiere además que los poderes se controlen mutuamente para preservar la libertad. Nadie puede acaparar todo la autoridad. Los jueces, los reguladores, los periodistas, los funcionarios compiten entre sí de acuerdo con las reglas fijadas en una Constitución. Naturalmente, no todos comparten esta concepción liberal de la democracia. El Tribunal Supremo de Estados Unidos, por ejemplo, está integrado por seis magistrados de tendencia conservadora y otros tres de tendencia progresista, y esto a la izquierda no le parece legítimo, pero me temo que lo es, porque es lo que establece la Constitución. Toda democracia tiene cargos que no se votan y lo fundamental es que su nombramiento se lleve a cabo de conformidad con la legislación vigente. Los jueces deben reunir determinados requisitos académicos, ser independientes, etcétera. Es una cuestión polémica, que suscita disputas en todos lados. Lo estamos viendo en Israel, en Polonia, en Hungría. Incluso en Canadá, donde creo que hemos hecho un buen trabajo, quedan amplias zonas grises. Cuando yo andaba metido en política, muchos abogados acudían a mis mítines. Simplemente, hacían acto de presencia. Ninguno era corrupto. Ninguno me ofreció dinero. Ninguno me dijo: «Quiero que me dé tal puesto». Pero estaban allí, sonriéndome [Ignatieff compone una sonrisa llena de hipocresía], para que me acordara de ellos a su debido momento… La designación de los jueces es un asunto vidrioso y no creo que nadie tenga la solución ideal, pero la alternativa de votarles es peor.

P.- El politólogo Juan Linz sostenía que el compromiso cardinal de los demócratas es la renuncia a la violencia.

R.- Estoy de acuerdo con Juan, pero muchas democracias son hijas de una revolución y ese origen legitima en cierto modo la violencia. La Declaración de Independencia de Thomas Jefferson es muy clara. «Cuando una larga sucesión de abusos y usurpaciones […] evidencien el designio de reducir [a los ciudadanos] al despotismo, será su derecho y su deber deshacerse de tal gobernante». Y donde Jefferson dice «deshacerse», se sobrentiende «por la fuerza» si fuese necesario. Los franceses, por su parte, han vivido numerosos episodios de insurrección posteriores a la toma de la Bastilla. Todavía hoy se lanzan a quemar coches y montar barricadas a la menor oportunidad, como hemos visto con el movimiento de los chalecos amarillos… Así que coincido plenamente en que no se debe permitir la violencia, pero las democracias con tradición revolucionaria no opinan lo mismo.

P.- ¿Y la democracia no es un problema de actitudes, de respeto a determinado ritos y rituales, aunque sean pura hipocresía?

R.- En nuestras relaciones familiares, laborales y políticas surgen conflictos. Es inevitable. Las personas discrepamos y competimos, forma parte de nuestra naturaleza. Lo que debemos evitar es que esos conflictos se escalen. Unas veces, la solución se formaliza en leyes e instituciones, pero otras hay que recurrir a la virtud.

P.- Poner al mal tiempo buena cara…

R.- Exacto. Perder con dignidad y ganar con humildad. Magnanimidad en la victoria y entereza en la derrota: esas virtudes son fundamentales para la democracia, y necesitamos cultivarlas en nuestros hijos. En mis conferencias sobre política siempre insisto en que debemos distinguir al enemigo del adversario, y que en democracia no hay enemigo. No estás de acuerdo con alguien, no te gusta, lo desprecias, pero no es tu enemigo, es tu adversario. Y es tu adversario hoy, porque quizás mañana llegues a un acuerdo con él.

P.- En 1992, Francis Fukuyama enunció su famosa tesis de que la historia, entendida como lucha de ideologías, había acabado con el triunfo de la democracia. En aquella época cada vez más personas vivían bajo regímenes democráticos, pero esa tendencia se ha invertido.

R.- En términos morales, no hay mejor sistema de gobierno que la democracia, porque preserva la libertad del individuo. Ahora bien, no todos valoran la libertad como nosotros, los occidentales, y uno de los dolorosos descubrimientos de los últimos años es que no podemos decirles a todos que se sumen a la democracia. Que hagan lo que les dé la gana. Aunque la democracia nos parezca deseable, no lo es ni para ellos ni para la historia. Fukuyama se equivocó. La democracia no es el final del camino y solo sobrevivirá si arrimamos el hombro y colaboramos para sacar el camión fuera de la zanja.

P.- A mucha gente no le gusta la libertad.

R.- Ese es uno de nuestros oscuros secretos: ni siquiera a los occidentales nos gusta mucho la libertad. Es fría, es exigente…

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