Deirdre McCloskey: «Me parece magnífico que Milei cierre el Banco Central de Argentina»
«El mal llamado capitalismo, lejos de perjudicar a los pobres, ha sido muy bueno con ellos»
«Es extraño haber sido hombre y ser ahora mujer —escribe la historiadora de la economía Deirdre McCloskey (Ann Arbor, Michigan, 1942) en Crossing, las memorias de su transición de género—. Pero quizá no sea más extraño que haber sido africano occidental y ser ahora estadounidense, o haber sido sacerdote y ahora empresario. Las personas libres realizan extrañas travesías, de tendero a monje o de civil a soldado o de hombre a mujer. Traspasar límites es un fenómeno minoritario, pero humano».
Nada efectivamente más humano que asomarse al otro lado del espejo y, sin embargo (o justamente por ello), nada menos recomendable.
El grueso tronco de Occidente se nutre de admoniciones sobre la funesta manía de pensar por todas sus raíces. De la grecolatina nos llega el mito de Prometeo, cuyas entrañas, renovadas cada noche, devora cada mañana un águila por haber divulgado el secreto del fuego. De la judeocristiana recibimos la historia de Adán y Eva, desterrados del Edén por morder de la fruta del árbol de la ciencia.
Durante siglos, traspasar límites no solo fue un fenómeno minoritario, sino directamente tóxico.
«Mis antepasados eran campesinos indeciblemente pobres —me dice McCloskey— y, si el señor [feudal] o los sacerdotes no les daban permiso, no podían ni hablar». Todo empezó a cambiar entre finales del siglo XVI y principios del XVII, en un pequeño rincón de Europa asolado por las guerras. Al amparo de un incipiente liberalismo, la burguesía neerlandesa desató su creatividad y sentó las bases del Gran Enriquecimiento, una explosión de productividad que en los últimos 200 años ha multiplicado por 30 la renta per cápita del mundo.
Lo que sigue es una versión resumida y editada de la conversación que mantuvimos en la Fundación Rafael del Pino, donde McCloskey había participado la víspera en el coloquio «Dinámicas económicas y demográficas en perspectiva».
PREGUNTA.- Tengo entendido que en su juventud fue marxista.
RESPUESTA.- En mi adolescencia, más bien. Quería salvar el mundo y ayudar a los pobres. Si mi padre no hubiera sido jefe del departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Harvard, probablemente me hubiera hecho politóloga. También consideré estudiar historia, pero había que leer muchos libros grandes y aburridos. Así que opté por la economía y he acabado escribiendo libros grandes y aburridos de historia.
P.- Grandes son [su trilogía de la era burguesa abarca casi 2.000 páginas], pero no diría que aburridos [aventuro educadamente, porque no los he leído, claro].
R.- Muchas gracias [repone con idéntica falta de sinceridad], pero por acabar de responder a su pregunta, los adolescentes son socialistas por naturaleza, y es comprensible. Sus referentes sociales son la familia y la pandilla, y tanto en una como en otra rige la más estricta igualdad. Si me presento en una fiesta con una pizza y digo: «La he pagado yo, así que me la como yo», no me van a quedar muchos amigos al cabo de un tiempo.
P.- No iba a ser muy popular, no.
R.- El problema es que los adolescentes toman esos pequeños grupos, que coincido en que deben ser igualitarios, y construyen a su imagen y semejanza la gran sociedad, y el igualitarismo ahí no funciona. Si adjudicas los mismos ingresos a todo el mundo, estrangulas la economía.
P.- Por el juego de los incentivos…
R.- Exacto. Como pagues a los neurocirujanos lo mismo que a los barrenderos, vas a terminar con pocos neurocirujanos y muchos barrenderos. Es un criterio de asignación muy ineficiente.
«Los adolescentes son socialistas por naturaleza, y es comprensible. Sus referentes sociales son la familia y la pandilla, y tanto en una como en otra rige la más estricta igualdad»
P.- ¿Y cómo se hizo usted liberal?
R.- Empecé a estudiar economía… Un viejo chiste dice también que si no eres socialista con 16 años no tienes corazón y, si lo sigues siendo con 26, no tienes cerebro. Esa fue precisamente la edad que yo tenía, para que todo encajara.
P.- ¿Y fue un proceso brusco?
R.- Al contrario, muy lento… Todavía conservo muchas amistades de aquella época. Me refiero a los años 60. El mío era un socialismo festivo, de cantautor de folk. [En otro lado McCloskey ha reconocido que apenas se había leído medio Manifiesto comunista y le había encantado, porque «solo necesitas saber que la historia de todas las sociedades es la historia de la lucha de clases, que es mucho más cómodo que leer un montón de libros»]. Me conozco todas las canciones socialistas mejor que muchos militantes de izquierdas. Y no hablo por hablar. Los gerentes de la última universidad en la que trabajé eran muy estúpidos, así que les montamos una huelga y recuerdo que en las asambleas enseñaba a mis colegas los himnos clásicos de protesta. No tenían ni idea.
«En la gran sociedad ese igualitarismo, sin embargo, no funciona. Si adjudicas los mismos ingresos a todo el mundo, estrangulas la economía»
P.- Fue usted un socialista entregado.
R.- La ventaja del socialismo es precisamente que apela al corazón y el inconveniente del liberalismo es que tiende a apelar al intelecto. La batalla ideológica no se va a ganar en la academia. Hay que bajar «donde el caucho golpea el asfalto», como decimos en Estados Unidos, o sea, los artistas, los intelectuales y ustedes, los periodistas. Ahí es donde se forma la opinión pública.
P.- Soy consciente, pero la mayoría de mis compañeros son de izquierdas.
R.- La mujer que me ha entrevistado antes que usted me ha encantado, pero era partidaria de [Pedro] Sánchez.
P.- Claro, escribe en El País. Pero tampoco le faltan al presidente seguidores en medios de la oposición. Antes de las últimas generales celebraron una pequeña votación en la redacción de un conocido diario conservador y ganó el PSOE, seguido de Podemos. El PP no recuerdo si quedó tercero o cuarto.
R.- [Con tono desesperanzado]. La mayoría de mis colegas son asimismo socialistas. En todos estos años no he conseguido que cambien, y mire que lo he intentado.
«¿Cómo me hice liberal? Empecé a estudiar economía e historia»
P.- Volvamos a su evolución intelectual. Un miembro de la izquierda radical de los 80, que llegó a militar en una organización terrorista, dejó el marxismo al descubrir que una de las piedras angulares de El Capital, la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, no se cumplía. Tampoco se había materializado la vaticinada proletarización de las masas trabajadoras.
R.- A mí me ocurrió algo similar. Al ponerme a estudiar teoría económica e historia, comprobé que el llamado capitalismo, lejos de perjudicar a los pobres, ha sido muy bueno con ellos. Mis antepasados eran campesinos indescriptiblemente miserables, me imagino que igual que los suyos. ¿O desciende usted de alguna cabeza coronada?
«La ventaja del socialismo es precisamente que apela al corazón y el inconveniente del liberalismo es que tiende a apelar al intelecto»
P.- En absoluto. Ha dicho «el llamado capitalismo». No le gusta la palabra. ¿Por qué?
R.- Porque el manantial de nuestra riqueza no es el capital, sino la innovación. Progresamos gracias al hallazgo de ideas nuevas, como el vidrio, la electricidad, los antibióticos, las lavadoras, la universidad… La universidad moderna la inventó [el político prusiano Wilhelm] von Humboldt en 1810, al hermanar la enseñanza y la investigación. Hasta entonces, no era misión de la universidad generar conocimientos y, gracias a ello, se aceleró la creación de ideas hasta alumbrar la idea maestra, la idea que hace posibles todas las demás ideas: la igualdad de permiso.
P.- ¿En qué consiste?
R.- El socialismo defiende la igualdad de resultados, pero solo funciona en el seno de la familia, no de una gran sociedad. La igualdad de oportunidades me pareció durante un tiempo una buena alternativa, pero tampoco es viable. ¿Cómo igualamos las oportunidades de alguien que nace en Jartum y alguien que nace en Madrid? Es imposible, no hay modo de alinear a todo el mundo en la posición de salida. A lo más que podemos aspirar es a no ponerles obstáculos durante la carrera. Esa es la igualdad de permiso. Constituye el núcleo del liberalismo y es algo relativamente reciente.
«El manantial de nuestra riqueza no es el capital, sino la innovación. Progresamos gracias al hallazgo de ideas nuevas»
P.- Dos cosas. La primera, ¿cómo se transforman las ideas en prosperidad? Y luego, ¿en qué momento histórico se alcanza esa libertad de permiso?
R.- La respuesta a su primera pregunta es la evolución.
P.- ¿Como dice Joseph Alois Schumpeter?
R.- No, no, Schumpeter es un poco superficial. Le he dedicado un largo ensayo en el que explico que hasta 1911 lo hizo bien, pero después empezó a coquetear con los marxistas y llegó a desempeñar la cartera de Finanzas en un Gobierno socialista… Por evolución me refiero, por ejemplo, a que cada año en Estados Unidos se introducen 30.000 bienes de consumo envasados y únicamente un 5% sobrevive. Los fabricantes deben superar la prueba del mercado, que consiste en que los consumidores elegimos lo que nos gusta y lo que no. Eso fuerza una mejora constante.
P.- Discúlpeme, pero ¿no es esa la destrucción creativa de Schumpeter?
R.- Excepto que no era de Schumpeter. Se la robó a Werner Sombart, un [sociólogo] marxista brillante, pero también equivocado. ¿Cuál era su segunda pregunta?
«Con la universidad moderna se aceleró la creación de ideas hasta alumbrar la idea maestra, la idea que hace posibles todas las demás ideas: la igualdad de permiso»
P.- En qué momento se empieza a permitir a la gente innovar libremente.
R.- Llevó mucho tiempo. A finales del siglo XVIII, en lugares como los nuevos Estados Unidos solo votaban los propietarios varones. Las mujeres no tenían derecho de sufragio y había esclavos.
P.- Y necesitabas una autorización para empezar un negocio, ¿no? En Por qué fracasan los países, Daron Acemoglu y James Robinson cuentan que Isabel I prohibió en 1589 que se comercializara una máquina de tejer medias por temor a su impacto en el empleo.
R.- Francia hizo de ello una especialidad. Si querías poner en marcha un nuevo molino, debías recabar la autorización de París. Había un comité que decidía sobre cualquier invento y, aunque en sus centros de enseñanza se formaban espléndidos ingenieros, todos eran militares. El talento estaba al servicio del ejército. En Gran Bretaña, por el contrario, un muchacho prometedor de origen humilde podía labrarse una brillante carrera en la sociedad civil.
«La igualdad de resultados solo funciona en el seno de la familia. La igualdad de oportunidades me pareció un tiempo una buena alternativa, pero tampoco es viable»
P.- ¿Y por qué esa diferencia?
R.- En el tercer volumen de mi trilogía [Bourgeois Equality, 2016] me ocupo de esta cuestión con cierto detalle. Y la respuesta corta es que fue un accidente. Como acaba usted de señalar, la reina Isabel I no era liberal, por decirlo suavemente, aunque creemos que sí era virgen.
P.- En España no tiene muy buena prensa.
R.- No me extraña. Hay un discurso maravilloso, por lo ridículo, que pronunció en vísperas de que los tercios de Flandes atacaran Inglaterra [en agosto de 1588]. Los españoles tenían en el XVI el mejor ejército del mundo. Si la Armada Invencible hubiera consumado su desembarco, Inglaterra se habría convertido al catolicismo, no existe la menor duda. Los ingleses eran unos soldados espantosos, no habían ganado ni una batalla en los últimos 140 años. Y delante de esas tropas patéticas, Isabel I, montada en un caballo blanco y con la armadura completa, dice: «Sé que tengo el cuerpo de una mujer débil, pero también tengo el corazón y el estómago de un rey, y de un rey de Inglaterra». En fin…
«El Gran Enriquecimiento empieza en los Países Bajos. Los españoles mataron a todos los aristócratas y su vació lo ocupó la alta burguesía»
P.- Y era tan poco liberal como mala militar.
R.- Ni ella ni [sus sucesores] Carlos I o Jacobo II eran liberales, pero tras la Revolución Gloriosa [de 1688] accede al trono Guillermo III [príncipe de Orange] e Inglaterra se volvió más holandesa. Además de un rey holandés, tenía una Compañía de las Indias Orientales, un banco central…
P.- Porque todo había empezado en los Países Bajos.
R.- Y una vez más por un accidente en el que ustedes, los españoles, tuvieron mucho que ver. La larga revuelta de los Países Bajos contra los Habsburgo [de 1568 a 1648] acabó con la mayoría de la nobleza y su vacío lo ocupó la alta burguesía [que empezó a asignar cargos y distinciones en función del mérito y no de la cuna]. No era una sociedad democrática, carecía de derechos políticos, pero sí era más avanzada en muchos aspectos. Las mujeres iban de compras por su cuenta o caminaban solas por la calle, algo inaudito en la España de entonces. Y desde luego, había más libertad económica. De modo que, a finales del siglo XVII y a la vista de la prosperidad holandesa, fue extendiéndose por Inglaterra, Escocia y sus colonias la opinión de que dejar a la gente en paz igual no era tan mala cosa.
«A la vista de la prosperidad holandesa, fue extendiéndose por Inglaterra y Escocia la opinión de que dejar a la gente en paz igual no era tan mala cosa»
P.- Ahí arranca lo que usted llama el Gran Enriquecimiento.
R.- Sí, creo que es una expresión más adecuada que Revolución Industrial, que me parece un poco estrecha.
P.- ¿Y qué papel corresponde al Estado en su modelo de desarrollo?
R.- Yo no soy un anarcoliberal, creo que hace falta un Estado, pero no tiene por qué tener las dimensiones que ha adquirido en muchos países. En la Inglaterra de Adam Smith y cuando no estaba en guerra, algo poco frecuente, el gasto público suponía el 5% del PIB. Hoy en Francia supera el 50% [56,8% en 2021]. Es una diferencia sustancial. Muchos votantes están convencidos de que los responsables de la prosperidad son el estado de bienestar, los sindicatos y los programas gubernamentales, pero estas instituciones alteran la distribución de la renta, no su tamaño. Lo que nos ha hecho ricos son las ideas nuevas.
«Yo no soy un anarcoliberal, creo que hace falta un Estado, pero no tiene por qué tener las dimensiones que ha adquirido en muchos países»
P.- Cuando uno mira a su alrededor, ve que los países más prósperos tienen Estados grandes, como Suecia.
R.- He enseñado en Suecia, la conozco bastante bien y es una sociedad respetuosa con la riqueza y muy innovadora. A mediados del siglo XIX tenía la típica administración intervencionista de la época, pero introdujo reformas liberales y eso fue lo que la enriqueció. Solo posteriormente, en la década de 1930 y tras cosechar los frutos de su liberalismo, modificó la distribución, así que no creo que sea un buen ejemplo de socialismo. Otro caso ilustrativo es Hong Kong. Era una colonia británica que tenía su gobernador, su policía y poco más de lo que asociamos con un Estado moderno y, con esa estructura tan leve, sus habitantes pasaron de dos dólares diarios a 100 entre 1948 y 1978… La mayoría de la gente ha comprendido que elevar el gasto público al 100% del PIB, como en Corea del Norte, no funciona, pero insiste en que el 50% está bien, y se equivoca. Necesitamos un Estado, pero debería ser mucho más pequeño, del 20% o del 15%.
«Suecia no es un buen ejemplo de socialismo. Lo que la enriqueció fue el liberalismo y solo posteriormente modificó la distribución»
P.- Pues, a raíz de la Gran Recesión, asistimos a un protagonismo creciente del Estado, sobre todo en el terreno industrial.
R.- Es una locura. Algunos economistas creen que el Gobierno debe regular el desarrollo de las nuevas tecnologías, porque perjudican a los pobres, pero no existe la menor evidencia. Aparte de que es poco verosímil que un burócrata de Madrid o de Washington sepa qué hacer con una siderúrgica de Bilbao o una startup de Silicon Valley. Llevo toda la vida estudiando y creo que los economistas podemos anticipar tendencias, pero somos pésimos ingenieros sociales. Nos falta información. Por eso me parece magnífico que [Javier] Milei vaya a cerrar el Banco Central de Argentina.
«En Bruselas se han vuelto locos y quieren armonizarlo todo. ¿Por qué van a tener que pagar todos el mismo impuesto de Sociedades? ¡Dejen que cada cual haga lo que quiera!»
P.- ¿Disolvería usted también la Reserva Federal?
R.- Por supuesto. Si de mi dependiera, aboliría todos los bancos centrales. Es absurda su pretensión de que dirigen la economía, como si supieran lo que están haciendo. Le aseguro que no es así. Es igual que conducir en medio de una espesa niebla un coche con los frenos averiados y a sabiendas de que hay un montón de peatones que no ves y a los que puedes atropellar. ¿Qué haría cualquier persona sensata en una circunstancia semejante? ¡Aparcar el coche y abandonarlo! Es una misión imposible. Lo expliqué hace mucho en un libro titulado Si eres tan listo, ¿por qué no eres rico? Cualquiera capaz de adivinar en qué momento va a darse la vuelta el ciclo podría hacer una fortuna, pero no vemos tantos millonarios por ahí.
«¿Embridar el crecimiento actual? ¿Desde cuándo fue una buena cosa embridar nada? ¡Al contrario! Queremos que el caballo corra más»
P.- ¿Y no sufríamos muchas crisis financieras antes de que hubiera bancos centrales?
R.- Pues la de 2008 no la impidieron. ¿Qué estaban haciendo los bancos centrales? Se lo preguntó la reina Isabel II a los economistas de la London School of Economics. Les vino a decir: «El Gobierno les paga para que hagan su trabajo, ¿cómo es que no sabían lo que iba a suceder?».
P.- No me ha respondido a si antes había más crisis financieras.
R.- No, no había más.
«A menudo, llamo al liberalismo simplemente adultismo, porque es la única filosofía que trata a los ciudadanos como mayores de edad, y funciona»
P.- Según Milton Friedman, la Gran Depresión fue consecuencia de que la Reserva Federal no impidió la contracción de la oferta monetaria.
R.- Lo que corrobra mi tesis de que los bancos centrales no saben lo que hacen.
P.- Pero Ben Bernanke evitó otra Gran Depresión aplicando las tesis de Milton Friedman.
R.- Supongo que sí, pero me gustaría que Jerome Powell se bajara del coche y dejara de conducir en la niebla. Si ningún monopolio tiene sentido, ¿por qué mantenemos el de los medios de pago? ¿Por qué debe ser el Estado el único que acuñe moneda? Estoy a favor del dinero privado y del bitcóin.
P.- ¿Y del euro?
R.- Del proyecto europeo me gusta la libre circulación de mercancías y personas. Probablemente tiene usted edad suficiente para recordar lo incómodo que era ir en coche de Austria a Italia. Se formaban colas interminables en la frontera. Ahora bien, el problema es que en Bruselas se han vuelto locos y quieren armonizarlo todo. ¿Por qué van a tener que pagar todos el mismo impuesto de Sociedades? ¡Dejen que cada cual haga lo que quiera!
P.- Pero usted mismo dice que una pizca de socialismo nunca está de más.
R.- Supongo que es otra manera de dejar claro que no soy anarquista, aunque ya sabe el problema con los pellizcos: empiezan siendo pequeños, pero luego van cogiendo más y más y no se sabe nunca dónde acaban.
P.- ¿Y qué opina del proceso de desglobalización? El Nobel Angus Deaton escribió hace poco un artículo en el que se arrepentía del entusiasmo con que había defendido el libre comercio y cuestionaba sus presuntos beneficios para los trabajadores estadounidenses.
R.- Coincidí con Angus el año pasado en Escocia, durante el 300 aniversario del nacimiento de Adam Smith. Está muy preocupado por las «muertes por desesperación» [sobredosis de droga, alcoholismo y suicidios que atribuye al declive del sueño americano], y yo simpatizo con su inquietud, pero, ¿qué quiere que haga el Estado? No creo que tenga la menor idea.
P.- Hay quien considera que habría que embridar el crecimiento desbocado actual.
R.- ¿Desde cuándo fue una buena cosa embridar nada? ¡Al contrario! Queremos que el caballo corra más. Hemos logrado innovar a un ritmo asombroso y deberíamos seguir haciéndolo.
P.- No le preocupa el cambio climático…
R.- No discuto que sea un problema y que haya que hacer algo al respecto, pero el remedio no puede ser en ningún caso dejar de crecer. Como ha sucedido en repetidas ocasiones a lo largo de la historia, confiemos en el ingenio humano. Disponemos de tecnologías de captura de carbono muy prometedoras. ¿Se acuerda del agujero en la capa de ozono? Resultó que la laca para el cabello era una de las causas y Margaret Thatcher lideró la solución.
P.- Era una gran usuaria de laca. Se decía que su peinado era responsable de por lo menos la mitad del agujero.
R.- En cualquier caso, funcionó. La gente tiene que dejar de ser tan condenadamente pesimista.
P.- ¿Y no le tiene miedo a la inteligencia artificial (IA)?
R.- No creo que sepamos lo suficiente de ella como para regularla, ni que los diputados españoles o los congresistas estadounidenses sean las personas más indicadas para hacerlo. Lo prudente es dejar a la IA en paz y no ponernos histéricos. Uno de mis héroes, el periodista H. L. Mencken, decía que el objetivo de la política práctica era «mantener a la población alarmada —y por lo tanto clamando por ser conducida a la seguridad—, amenazándola con una serie interminable de duendes imaginarios». Todos los líderes, de derechas y de izquierdas, lo hacen constantemente. [Pone voz de falsete y se lleva las manos a la cabeza, fingiendo pánico]. ¡Dios mío, necesitamos otro programa para, ya sabes, regular la inteligencia artificial! [Recupera el tono normal]. A menudo llamo al liberalismo simplemente adultismo, porque es la única filosofía que trata a los ciudadanos como mayores de edad, y funciona. El Gran Enriquecimiento no fue producto de la acumulación de capital, ni del comercio, ni del estado de bienestar. Tampoco del imperio de la ley, de los derechos de propiedad o de la paz. Todo ello es necesario, pero son ruedas dentro del engranaje del reloj. La energía, el muelle que lo pone todo en movimiento, son las innovaciones inspiradas por la gran idea maestra, que es la igualdad de permiso.