Johan Norberg: «Cada 20 años necesitamos un manifiesto que defienda el capitalismo»
«Los 30 años posteriores a 1990 han visto mayores mejoras en las condiciones de vida que los 3.000 anteriores juntos»
«El capitalismo —reconoce Johan Norberg (Estocolmo, 1975) en su último libro— no siempre es bello». Genera constantemente bienes y servicios nuevos y más eficientes, pero se lleva también por delante los antiguos. No recompensa al virtuoso ni al que más se esfuerza. «Alguien pierde su empleo por mucho que trabaje solo porque a otro se le ocurrió algo mejor», sigue Norberg, y recuerda la frase de alguien tan poco sospechoso de socialismo como Steven Horwitz: «Puedes ser un imbécil y aun así mejorar mucho la vida de la gente».
En suma, «la sociedad abierta no garantiza nada» y «no siempre es un placer».
Y sin embargo, el capitalismo ha propiciado «el mayor progreso social y económico que la humanidad haya experimentado». Como sucede cuando viajas en un vehículo que se desplaza con una velocidad uniforme, no es fácil apreciar el movimiento desde el interior. El propio Norberg coqueteó en su adolescencia con el anarquismo. Se entretenía fantaseando sobre lo maravillosa que habría sido su existencia de no haber nacido en un país industrializado. No tardó en descubrir que nunca hubo una Arcadia feliz. Los suecos del XIX eran miserables como ratas y sufrían hambrunas periódicas en las que se veían obligados a comer corteza de árbol.
Esta y otras revelaciones lo llevaron a escribir en 2001 En defensa del capitalismo global, «un manifiesto liberal clásico» que argumentaba con infinidad de datos por qué «necesitábamos mercados más libres para combatir la pobreza».
Norberg recuerda, no sin modestia, que a raíz de su aparición «la opinión pública empezó a cambiar». «Attac [la asociación proteccionista francesa de izquierdas] no tardó en perder su atractivo popular y se diluyó. El anticapitalista británico George Monbiot se disculpó […] en The Guardian: ‘Estaba equivocado sobre el comercio’». Hasta el cantante Bono entonó la palinodia. «Para combatir la pobreza —admitió el líder de U2— la cura es la libertad de empresa». Él mismo fue el primer sorprendido de su conversión. «Una estrella del rock que defiende el capitalismo: a veces me oigo a mí mismo y no me lo creo…»
Pero los 20 años transcurridos desde 2001 han sido crueles: atentados islamistas, invasión de Irak, Gran Recesión, covid, guerras en Ucrania y Oriente Próximo…
Muchos han abjurado de la fe en el libre mercado y abogan por imponer aranceles o se arrojan en brazos de líderes populistas. «El relato dominante sobre el capitalismo global —escribe Norberg— no discute que se haya creado prosperidad durante estos [últimos] 20 años; sostiene que esta ha ido a parar a […] las personas equivocadas. El gran ganador ha sido China, […] que nos ha arrebatado nuestras fábricas y nuestros puestos de trabajo».
O sea, la visión antiliberal se mantiene, pero los papeles se han invertido: el capitalismo era malo antes «porque nosotros [los ricos] los explotábamos a ellos [los pobres]; ahora se considera malo porque ellos nos explotan a nosotros».
Por eso Norberg ha vuelto a la carga. «Al menos cada 20 años necesitamos un manifiesto que defienda la libertad económica», me explicó en la Fundación Rafael del Pino, donde había acudido a presentar su libro. En primer lugar, porque, a pesar de los pesares, los datos siguen siendo abrumadoramente positivos. «Las tres décadas que siguieron a 1990 […] han visto mayores mejoras en las condiciones de vida que los tres milenios anteriores juntos». La esperanza de vida ha pasado de 64 a 73 años. La proporción de niños que mueren antes de los cinco años ha caído del 9,3% al 3,7%. La pobreza extrema, que en 2000 superaba el 29%, es hoy del 8,4%.
Pero, en segundo lugar y como se verá al final de esta entrevista, el capitalismo no nos hace únicamente más prósperos, sino mejores personas.
PREGUNTA- ¿A qué atribuye la hostilidad contra el capitalismo?
RESPUESTA- Forma parte de nuestra condición. El crecimiento y la tecnología son geniales, pero nuestros instintos se moldearon hace cientos de miles de años, en un entorno muy distinto. La existencia se parecía entonces mucho más a un juego de suma cero, donde no se generaba riqueza nueva y, si alguien tenía más que tú, era probablemente porque te lo había quitado. Esa suspicacia [favorecida por la selección natural] persiste en nuestros días y nos lleva a desconfiar de las grandes empresas, de los inmigrantes y, en general, de cualquiera que tenga éxito.
«La Gran Recesión, la pandemia o la invasión de Ucrania han hecho que el mundo parezca un lugar más peligroso y, en esas circunstancias, muchos añoran un líder enérgico»
P.- ¿No han influido también las crisis que han sacudido últimamente el sistema?
R.- Sin duda. Conmociones como el colapso financiero de 2008, la pandemia o la invasión de Ucrania han hecho que el mundo parezca un lugar más peligroso y, en esas circunstancias, muchos añoran un líder enérgico, que explique lo que está pasando y diga lo que hay hacer, no que te hable de la mano invisible.
P.- Usted es partidario de la libre circulación de personas. ¿Qué le diría a quienes se oponen a la inmigración?
R.- Si amas de verdad a tu país, lo que quieres es que su población crezca, porque cuantos más seamos, más cerebros habrá, y más emprendedores y más cotizantes, especialmente en sociedades envejecidas como las occidentales. Por desgracia, hay que admitir que hemos fracasado con nuestras programas de integración. Los estados de bienestar europeos, con su combinación de salarios mínimos elevados y generosas prestaciones sociales, constituyen un entorno hostil para los trabajadores poco formados [como los subsaharianos], que frecuentemente acaban en una situación de exclusión, con todo lo que ello comporta, delincuencia incluida. Pero son problemas que podemos y debemos solucionar, porque las ventajas de la inmigración son enormes.
«Si amas a tu país, lo que quieres es más inmigración, porque supone más cerebros, más emprendedores, más cotizantes»
P.- ¿Qué país está haciéndolo bien? Los nórdicos, que son un modelo en tantos otros ámbitos, aquí se han estrellado.
R.- Así es. En Suecia hemos facilitado la llegada de mano de obra poco cualificada, cuando no hay vacantes para esos perfiles. A pesar de ello, el nivel de empleo entre los inmigrantes ha aumentado desde 1990, lo que ya es en sí un éxito, aunque no lo suficiente. Los anglosajones lo han hecho mejor. Los propios Estados Unidos se han beneficiado enormemente de la inmigración, a pesar de lo controvertida que resulta.
P.- ¿Y por qué es tan controvertida? No nos gusta «el otro»…
R.- El caso es que, al final, acabamos cogiéndole cariño «al otro». El problema no son las generaciones pasadas, que han tenido tiempo para establecerse, incorporarse al mercado, formar familias y transformarse en cierto modo en «nosotros». Son las últimas oleadas en llegar las que se nos antojan «distintas»… La actual hostilidad está, de todos modos, exacerbada por las crisis recientes, especialmente la financiera. Cada vez que caemos en una recesión, se reactiva el pensamiento de suma cero y buscamos chivos expiatorios.
«Los inmigrantes están sobrerrepresentados entre la población reclusa porque los delitos los cometen las personas que están en la base de la pirámide social, da igual sean nativos o foráneos»
P.- En el discurso de la extrema derecha la inmigración se asocia con delincuencia.
R.- Hay ahí una combinación de mitos y medias verdades. En muchos lados, los inmigrantes están efectivamente sobrerrepresentados entre la población reclusa, pero por la simple razón de que los delitos los cometen las personas que están en la base de la pirámide social. Siempre ha sido así, y da igual que se trate de nativos o extranjeros. Con el paso del tiempo, los recién llegados se integran, mejoran sus ingresos y dejan de delinquir. Pero, inevitablemente, llega otra oleada cuyos componentes carecen de opciones, roban y acaban sobrerrepresentados entre la población reclusa… Es importante subrayar que este relevo no afecta al nivel general de seguridad. Si los extranjeros delinquieran más, tendríamos más delitos, porque también es mayor la población foránea, y eso no está sucediendo. Al contrario. En Europa la criminalidad ha caído [los homicidios por 100.000 habitantes han pasado de 7,8 en 2000 a 2,4 en 2020].
P.- Hace unos años, Amancio Ortega, el dueño de Inditex, donó a la sanidad pública española un equipamiento contra el cáncer y la candidata de Podemos en la Comunidad de Madrid, Isabel Serra, protestó porque «la finalidad del dinero» no puede controlarla un particular, sino el Estado.
R.- [Arqueando las cejas] Guau.
«Si los extranjeros delinquieran más, tendríamos más delitos, porque también es mayor la población foránea, y eso no está sucediendo. Al contrario. En Europa la criminalidad ha caído»
P.- ¿Qué opina usted? ¿Puede una fundación privada orientar la inversión en sanidad y ciencia o compete en exclusiva a los representantes democráticamente elegidos?
R.- No disponemos de una receta para generar grandes ideas, pero sí sabemos que se ajustan a un patrón. No surgen en el laboratorio de un genio solitario ni en el seno de un comité político. Son el fruto de miles de experimentos y ensayos fallidos, de la retroalimentación que reciben los investigadores de sus pares, de los usuarios, de los mercados y de los donantes. Es un proceso incremental que requiere una violenta competencia y culmina con frecuencia en algo que tiene poco que ver con el proyecto de partida. Algo tan complejo e impredecible es absurdo confiárselo a un solo grupo, como el Gobierno. Así lo único que sacas adelante es lo que les gusta a los burócratas, no lo que el público demanda. Dicho lo cual, no estoy en absoluto en contra de que el Estado sufrague la investigación básica y conceda becas a las personas inteligentes; ahora bien, sin orientar su labor.
P.- La economista Mariana Mazzucato dice que «la mayoría de las innovaciones radicales y revolucionarias que han alimentado el capitalismo», como internet, se deben a la intervención «valiente, temprana e intensiva» del Estado.
R.- Conozco las tesis de Mazzucato sobre internet. Según ella, las autoridades norteamericanas querían blindar sus comunicaciones ante un posible conflicto nuclear, pero Robert Taylor [el creador de ARPANET, la red precursora de la Web], lo negó siempre. Decía que ni fue un proyecto militar ni se hizo para sobrevivir a ningún ataque. Solo pretendía interconectar a los investigadores y facilitar su labor. [En 1968 publicó un artículo pionero, «El ordenador como dispositivo de comunicación», en el que anticipaba las actuales redes informáticas, pero] la idea no se le ocurrió a él. Estaba en el aire y, como sostiene Mazzucato, la Rand Corporation contactó a las fuerzas armadas para que canalizaran la información sensible a través de un sistema que careciera de un nodo central y no fuera, por tanto, fácilmente neutralizable. «No nos interesa», le respondieron.
«Por desgracia, hay que admitir que hemos fracasado con nuestras programas de integración»
P.- ¿Quién inventó internet, entonces?
R.- Los avances registrados en Silicon Valley y otros lugares hicieron que la tecnología madurase y muchas personas empezaran a discurrir cómo conectarse. Ningún político señaló el objetivo. Fueron miles de particulares tratando de resolver diferentes problemas e improvisando sobre la marcha. Esa es la historia real, y no el cuento de Mazzucato de que el Gobierno dijo: «Construyamos internet», y la gente se puso a ello.
P.- En su libro dice que necesitamos más ricos. ¿No le preocupa la desigualdad? La izquierda sostiene que el crecimiento en Occidente ha beneficiado a unos pocos.
R.- No es verdad. Llevamos una racha bastante buena en materia de subidas salariales. [En Estados Unidos, el sueldo medio ajustado por la inflación ha aumentado el 34% desde 1990]. Siempre se puede uno fijar en las diferencias entre los ingresos del ciudadano de a pie y los de los superricos, pero lo relevante es lo que podemos comprar con esos ingresos y, cuando miro a Bill Gates, Elon Musk o Jeff Bezos, no veo que lleven una vida muy diferente a la mía. Trabajan más, si acaso, y pueden permitirse vinos más caro…
«Las grandes ideas son el fruto de miles de experimentos y ensayos fallidos, de la retroalimentación que reciben los investigadores de sus pares y del mercado»
P.- Mark Zuckerberg es famoso por su modesto estilo de vida.
R.- Exactamente, podría comprarse una gran mansión… Pero hablemos de lo que importa: el acceso a agua potable y alimentos, la educación, la sanidad, los móviles que nos permiten hablar con amigos y familiares estén donde estén y obtener información en tiempo real… Todo eso está más equitativamente distribuido que nunca. Elon Musk puede ser 10 millones de veces más rico que yo, pero es difícil encontrar un ámbito en el que viva 10 millones de veces mejor que yo.
P.- El hombre más rico de la historia fue Musa I de Mali. Su fortuna supera ampliamente las de Bernard Arnault o Jeff Bezos, pero no podía tomarse una aspirina cuando le dolía la cabeza.
R.- Exactamente. Tampoco se cambiaría nadie por John Rockefeller [el magnate del petróleo], porque queremos nuestros antibióticos y un móvil que sea más inteligente que el módulo lunar del Apolo XI.
«Algo tan complejo e impredecible es absurdo confiárselo a un solo grupo, como el Gobierno. Así solo sale adelante lo que les gusta a los burócratas»
P.- En Europa se ha puesto de moda gravar los beneficios extraordinarios de algunas empresas.
R.- El emprendimiento es una actividad llena de sinsabores. Requiere trabajar duro y atravesar campos minados en los que puedes saltar por los aires en cualquier momento. ¿Qué puede animar a nadie a hacer algo semejante? La promesa de que si llega al otro lado le aguarda una gran recompensa. Pero si a los pocos que lo consiguen los gravamos con tributos excesivos, pocos se aventurarán y terminaremos en una situación indeseable. Porque la abundancia que nos rodea la han hecho posible los emprendedores que, animados por la perspectiva de una legítima ganancia, han abaratado y puesto a disposición de la mayoría artículos que antes estaban reservados a unos pocos.
P.- Muchos jóvenes se quejan de que, cuando sus padres tenían su edad, la vivienda era asequible y ya no lo es.
R.- No sé si esto va a reconfortarlos, pero no creo que esos jóvenes fueran muy felices en un apartamento los años 50, sin calefacción ni aire acondicionado ni fontanería. Hasta un tercio de los hogares estadounidenses de finales de esa década carecían de inodoro o ducha. Dicho lo cual, creo que tienen todo el derecho a protestar, porque ya no se construye tanto como entonces. Se ha generalizado la mentalidad nimby [siglas de «not in my backyard», no en mi patio trasero], que rechaza cualquier proyecto en su vecindad. La primera reforma de una agenda política sensata debería ser acabar con esa actitud, y tal vez el problema de los jóvenes es que no se están quejando lo suficiente.
«Internet lo inventaron miles de particulares improvisando sobre la marcha. Esa es la historia real, y no el cuento de Mazzucato de que el Gobierno dijo: “Construyamos internet”, y la gente se puso a ello»
P.- En los Países Bajos han experimentado con el alquiler social.
R.- Puede cumplir un papel, pero fijar precios, ya sean los del pan o los de la vivienda, es peligroso, porque reduce la oferta. Los alquileres los tiene que establecer el mercado. El Estado debe limitarse a reducir las restricciones y agilizar la burocracia.
P.- La amenaza climática se ha agravado y algunos son partidarios de detener el crecimiento.
R.- Es la peor idea que se me ocurre, no solo para la economía y la humanidad, sino para el medio ambiente. El decrecimiento no resolvería nada. Acabamos de comprobarlo con un experimento natural: el confinamiento por la covid. De repente, dejamos de tomar aviones y de comerciar, e incluso impedimos que la gente saliera de casa. El coste fue terrible. En la OCDE el paro casi se duplicó [del 5,4% al 9,3%], las personas en situación de pobreza extrema aumentaron en 70 millones, la esperanza de vida retrocedió… ¿Y cuánto se redujeron las emisiones de dióxido de carbono? Apenas un 6%. Eso significa que, si quisiéramos cumplir el Acuerdo de París, necesitaríamos una pandemia cada año de aquí a 2030… No se me ocurre un argumento más contundente contra el decrecimiento. Aparte de que cualquier ecologista debería saber a estas alturas que la defensa del medio ambiente es lo primero a lo que se renuncia en una situación de necesidad.
«Cuando miro a Bill Gates no veo que lleve una vida tan diferente a la mía. Lo que de verdad importa (sanidad, educación) está más equitativamente distribuido que nunca»
P.- ¿Cómo abordamos entonces el calentamiento global?
R.- De la misma manera que otros problemas de emisiones y contaminación: mediante la innovación. Cada vez hay más paneles solares y molinos. Su energía es aún demasiado cara como para generalizarse, pero ¿qué sucede en un mercado libre cuando algo es demasiado caro? Los empresarios compiten para ofertarlo, mejorando la eficiencia y abaratando procesos, y llegará un momento en que las fuentes alternativas sean más económicas y, entonces, comenzaremos a salvar el planeta, en lugar de a destruirlo. Ya está sucediendo. En la última década, 40 países han reducido sus emisiones. Esa es la línea en la que hay que perseverar, y no la del decrecimiento y el empobrecimiento.
P.- En Occidente muchos creen que China está ganando y que nuestra única oportunidad es emularla.
R.- En realidad, China está perdiendo y sería un error trágico seguir su ejemplo. Mientras Mao vivió, los chinos tuvieron las dos manos atadas a la espalda. A nadie se le permitía emprender, comerciar o invertir. Luego, Deng Xiaoping les soltó una mano y, con el increíble talento que eso liberó, se produjo un rápido crecimiento. Algunos europeos lo han visto y han concluido: «Tenemos que atarnos una mano a la espalda». Es una lectura disparatada. Lo que ha triunfado en China es lo que han copiado del capitalismo y lo que ha fracasado, lo que han conservado del comunismo. Desafortunadamente, Xi Jinping se ha creído su propaganda comunista y está restringiendo la iniciativa privada. Se equivoca. China ha prosperado tan deprisa porque tenía infinidad de recursos ociosos e ineficientes y, cuando colocas a un campesino en una fábrica, su productividad se dispara. Pero en su actual nivel de desarrollo, el crecimiento solo puede venir de la innovación, de las sorpresas y los emprendedores excéntricos, que son exactamente los que no le gustan a Xi. No tengo ninguna fe en el futuro de China.
«Elon Musk puede ser 10 millones de veces más rico que yo, pero es difícil encontrar un ámbito en el que viva 10 millones de veces mejor que yo»
P.- ¿Y no es eso peligroso para la paz mundial? Las potencias en declive buscan en ocasiones un conflicto en el exterior para distraer la atención de lo mal que les va en el interior.
R.- Es lo que más me preocupa. Un país que desempeña un papel influyente en el concierto internacional, difícilmente sentirá la tentación de destruirlo. Pero si sufre una recesión terrible y el Partido Comunista ve que su legitimidad se esfuma, existe la posibilidad de que haga algo estúpido… Debemos tener cuidado con lo que deseamos. La tentación estadounidense de socavar la economía de China para debilitar su poderío militar es un juego peligroso.
P.- La historiadora Deirdre McCloskey dice que los nombres importan y que uno de las peores es capitalismo.
R.- Estoy de acuerdo con su planteamiento. Es un término que induce a pensar que todo gira en torno a la acumulación de capital, y no es verdad. El capital desempeña un papel importante, porque hace falta invertir para construir un futuro mejor. Pero lo que realmente distingue al sistema es el intercambio voluntario, el hecho de que las personas toman sus propias decisiones económicas y no existe una autoridad central. Y aunque no me importaría llamarlo de otra manera, a lo largo de los años me he dado cuenta de que, si los partidarios no usamos la palabra capitalismo, lo harán los enemigos. Así que, con todos mis respetos por McCloskey, necesitamos libros que usen la palabra capitalismo y la asocien con todo el bien que hace.
«Nadie se cambiaría por John Rockefeller, el magnate del petróleo, porque queremos nuestros antibióticos y un móvil que sea más inteligente que el módulo lunar del Apolo XI»
P.- Muchos economistas y sociólogos aceptan hoy que el capitalismo es imposible sin un cierto nivel de honestidad. Después de todo, los mercados no funcionan cuando falta confianza y lealtad. Usted va un paso más allá y sostiene que el capitalismo fomenta las virtudes morales.
R.- Asociamos el capitalismo con la codicia y los codazos, y hay efectivamente personas muy avariciosas, que venderían a su madre para obtener una ganancia rápida. Pero este tipo de comportamiento no es el que fomentan los mercados. Los experimentos que se han llevado a cabo lo confirman. Uno muy famoso es el juego del ultimátum. A uno de los participantes se le da una cantidad de dinero y se le pide que la comparta con otro. No le dicen cómo proceder. Puede darle la mitad, un tercio, un quinto… Lo racional es que le dé casi nada y el otro acepte, porque casi nada es siempre mejor que nada. Pero largos años de investigación han demostrado que no nos comportamos así. En las economías de mercado, lo habitual es compartir el dinero al 50%. Por el contrario, los miembros de las sociedades poco mercantilizadas son mucho menos generosos. ¿Por qué? Porque no están habituados a tener en cuenta a los demás. La única forma que conocen de hacerse ricos es engañar y robar. En el capitalismo, por el contrario, prosperas si ideas algo que interese a los demás y eso te predispone a ponerte en el lugar del otro y a pensar en cómo puedes serle útil. Es una mentalidad que se agudiza en las sociedades más avanzadas, porque cuanto más tienes, menos te aporta un euro adicional. Si quieres ver codicia y codazos, vete a Venezuela, en donde hay que hacer cola para el pan y la aportación de cada euro adicional es enorme.
«Los alquileres los tiene que fijar el mercado. El Estado debe limitarse a reducir las restricciones y agilizar la burocracia»
P.- Venezuela es un experimento en tiempo real de lo que el socialismo puede hacerle a un país y, sin embargo, mucho progre dice: «Esa es la verdadera democracia».
R.- Puede que sea el mayor desastre económico en tiempos de paz de la historia moderna. Seis millones de personas se han exiliado. Y revela lo difícil que es a veces debatir. Si no crees ni a tus propios ojos, está claro que lo que te importa es la ideología, no la compasión ni los hechos.
P.- Lo mismo pasa con los partidarios de Cuba. Exageran cualquier mínimo logro del régimen y atribuyen sus fracasos al embargo de Estados Unidos.
R.- Lo cual resulta fascinante, porque hace 60 años te decían que la isla era pobre porque Estados Unidos la explotaba a través del comercio y que iba a vivir mejor dándole la espalda…