Nunca fuimos más productivos teletrabajando, pero nos encantaba pensar que sí lo éramos
Una avalancha de nuevas investigaciones alcanza la misma tozuda conclusión: el esfuerzo cunde menos en casa
Sorprendentemente, Occidente no se vino abajo cuando, en marzo de 2020 y como consecuencia de la covid, los Gobiernos confinaron a la práctica totalidad de la población.
Por aquella época yo trabajaba en Actualidad Económica y, al igual que ocurrió con el resto de cabeceras, ni un número dejó de editarse por la pandemia. Nos habituamos en seguida a comunicarnos por Zoom, a compartir documentos en la nube, a enviar y recibir paquetes por Amazon. «Hemos aprendido a teletrabajar y no va a haber modo de pararlo —me explicaba por entonces el catedrático de Pensilvania Jesús Fernández-Villaverde—. Yo estoy grabando mis clases y, en adelante, combinaré las presenciales con las remotas».
«Esto se lo vamos a apuntar al coronavirus, pero estaba aquí hacía tiempo —opinaba el profesor del IESE Javier Díaz-Giménez—. Yo llevaba 10 años diciendo en mi escuela que había que ir online. Ya no tendré que insistir más».
El teletrabajo, ¡qué felicidad!
Semanas después de finalizada la cuarentena, titanes tecnológicos como Google, Facebook o Twitter manifestaban que no tenían prisa por que la gente volviera a la oficina, y no pocos empresarios celebraban el cambio.
«Mi filosofía —declaraba en la web del head hunter Madison Wells Heyward Donigan, la CEO de la farmacéutica Rite Aid— siempre ha consistido en fichar a los mejores y a los más inteligentes, aunque trabajaran en otro lugar, y ahora no solo podemos contratar, sino gestionar toda la compañía a distancia».
David Kenny, el consejero delegado de Nielsen, incluso anunciaba su intención de remodelar sus instalaciones de Nueva York, porque en adelante su plantilla iba a reunirse «una o dos veces a la semana».
Una agencia de viajes de Shanghái
Aparte de esta evidencia anecdótica, ¿qué decía la académica?
El estudio más conocido se refería a CTrip, una agencia de viajes china. Sus dueños no podían con el alquiler de la sede de Shanghái y, en noviembre de 2010, propusieron a sus teleoperadores quedarse en casa cuatro días a la semana.
La respuesta fue abrumadora: más de la mitad se apuntaron.
Nadie estaba, sin embargo, seguro de cómo afectaría a su rendimiento, así que CTrip diseñó un mecanismo de control. Escogió de entre los voluntarios a aquellos que reunían ciertas características (casados con hijos, seis meses de antigüedad, conexión de banda ancha, una habitación disponible) y los dividió en dos mitades mediante un criterio aleatorio: aquellos que cumplieran años en día par se irían a casa y los demás servirían de grupo de control.
Se trataba, en el fondo, de un gigantesco experimento natural que los profesores de Stanford Nicholas Bloom, James Liang, John Roberts y Zhichun Jenny Ting analizarían posteriormente y cuya conclusión más llamativa era una mejora de la productividad del 13% entre quienes teletrabajaban.
El efecto alegría
Pocas reformas prenden en una sociedad tan rápidamente como las que coinciden con nuestros deseos.
A los empleados, el teletrabajo les evitaba el penoso traslado diario y, a los empresarios, les ahorraba el gasto en instalaciones. Tampoco la falta de supervisión parecía un problema insuperable. Se daban inevitablemente abusos, el típico listo que se instala con un ordenador en el chiringuito de la playa. Pero esas pérdidas puntuales de eficiencia se veían más que compensadas por el que podríamos llamar «efecto alegría»: la gente produce más cuando está contenta, como se había puesto de manifiesto en CTrip.
¿Cómo habíamos estado tan ciegos ante tan abrumadoras ventajas?
La carga del conocimiento
La verdad es que ni habíamos estado tan ciegos ni las ventajas eran tan abrumadoras.
Entre los directivos consultados en la web de Madison Wells que he citado más arriba los había también escépticos. El CEO de Microsoft, Satya Nadella, no ocultaba su inquietud ante el deterioro de la cultura corporativa. «Quizás estemos quemando parte del capital social que hemos acumulado», se lamentaba.
Por su parte, en el banco de inversión JPMorgan Chase llevaban desde antes de la pandemia experimentando con el teletrabajo los lunes y los viernes y habían constatado una alarmante caída del rendimiento. La teoría de su presidente, Jamie Dimon, era que trabajar desde casa se prestaba poco a la «combustión creativa».
Es la misma conclusión a la que había llegado Benjamin Jones, un investigador del National Bureau of Economic Research.
Tras examinar las patentes registradas en Estados Unidos entre 1963 y 1999, Jones había podido comprobar que los inventos ya no eran el fruto de un genio desgreñado y huraño, que vivía enclaustrado entre tubos, matraces y alambiques. La mayoría de las ideas surgían de la interacción. «El tamaño de los equipos estadounidenses [de investigación] —observaba— ha crecido a una llamativa tasa del 17% por década […] desde una media de 1,7 individuos en 1975 a 2,25 al final del periodo considerado [2005]».
La carga del conocimiento se ha vuelto tan pesada que hacen falta más de dos para sobrellevarla.
La tiranía de la geografía
Las bondades del teletrabajo tampoco encajaban con la intensificación de las economías de aglomeración, es decir, con la tendencia de las compañías a agruparse.
Los ejemplos son numerosos. La mayor parte de la industria azulejera está localizada en el Levante, las plantas de automóviles no se distribuyen uniformemente y, cuando viajas por Toledo, parece que únicamente haya fábricas de muebles. La explicación es que a los empresarios les resulta más fácil encontrar mano de obra cualificada y a la mano de obra cualificada, empleo. Lo mismo ocurre con los proveedores de materia prima y los servicios auxiliares. Por último, la difusión del conocimiento (modas, nuevas técnicas) es más rápida.
Lo paradójico de esta tiranía de la geografía es que no se ha suavizado con la revolución digital.
El ensamblaje de un coche o un barco requiere coordinar a cientos de obreros, que deben ocupar un puesto concreto en una cadena de montaje. Lo mismo ocurre con la aeronáutica o la siderurgia. Pero en la era de internet funcionamos con ideas y portátiles, no con carbón y hornos. Y los productos son informes estratégicos, aplicaciones o series de televisión que viajan por el ciberespacio, no por tren o carretera.
¿Qué más da donde estemos?
La Tierra es plana… o no
Silicon Valley no debería existir y, sin embargo, es una obstinada realidad.
«En los años 90 —argumenta el economista Enrico Moretti—, la gente pensaba que [internet, el correo electrónico y los móviles] harían mucho menos relevante el lugar donde se instalan las empresas o viven los trabajadores. La idea de La Tierra es plana, de [Thomas] Friedman, era esa: como puedo sentarme delante de un portátil en el Tíbet y tener acceso a la misma información que si estoy en el centro de Palo Alto, la ubicación perderá importancia».
Pero a lo que hemos asistido en los últimos 25 años es a todo lo contrario.
«Cuando se analizan los principales campos [de la economía del conocimiento], se aprecia una acumulación de inventores asombrosa. En ciencia de la computación, las 10 primeras ciudades concentran el 70% de toda la innovación, medida por las patentes. Para los semiconductores, es el 79%. Para biología y química, es el 59%. Esto significa que las 10 primeras ciudades generan la inmensa mayoría de los avances en cada campo. Y esta cuota no ha hecho más que aumentar desde 1971».
Hasta los ajedrecistas juegan peor
Aunque siempre hubo muy buenas razones para compartir espacio, decidimos ignorarlas cuando estalló la pandemia.
Ahora, la sensatez vuelve a imponerse al calor de una avalancha de nuevas investigaciones sobre el teletrabajo que, si antes del covid eran una rareza, hoy son legión y alcanzan la misma tozuda conclusión: el esfuerzo cunde menos en casa. Como señala The Economist, hasta «los profesionales del ajedrez son peores cuando juegan en remoto».
¿Y el estudio de Bloom et al sobre la agencia de viajes china?
En su día, ya se le reprochó que no podía generalizarse a partir de un centro de llamadas, cuyos operarios son relativamente autónomos en comparación con sectores donde la labor de equipo es esencial. Además, existía un sesgo de autoselección que desvirtuaba el resultado: los participantes se habían ofrecido voluntarios, lo que indica que estaban predispuestos a rendir mejor en el entorno doméstico. El propio Bloom ha asumido de algún modo estas limitaciones y en un artículo posterior estima que «un 20% de los actuales empleos a tiempo completo se prestarán desde casa tras la pandemia».
Son cuatro veces los que había antes, pero distan mucho de suponer el fin de la oficina.
Otro decretazo
«Creemos que el teletrabajo solo se aplicará en fórmulas muy concretas (por ejemplo, algún call center)», concluyen Ignacio de la Torre y Leopoldo Torralba en un informe de Arcano Research. Los motivos que aducen son varios. Por lo que respecta al empleador, el trabajo presencial facilita el aprendizaje, acelera el ritmo de innovación y consolida la cultura corporativa y el liderazgo. En cuanto al empleado, aunque quedarse en casa le ayuda a conciliar, también lo somete a jornadas más largas, lo posterga en las promociones y subidas salariales e incrementa la probabilidad de despido.
En vista de la evidencia académica y, sobre todo, de la experiencia acumulada a raíz de la pandemia, las grandes compañías están reclamando a sus plantillas que se personen en el despacho al menos tres días a la semana.
Algo más discutible es el modo en que la nueva filosofía se está aplicando: a toque de corneta, como el decreto de confinamiento. Se ignora deliberadamente que algunas de las personas que se incorporaron a esas mismas firmas lo hicieron con el compromiso de que no tendrían que pisar nunca el despacho. Como un empleado de la aseguradora Farmers Group comentó después de que Raúl Vargas, el nuevo CEO, anunciara el fin del teletrabajo: «Vendí mi casa y me mudé cerca de mis nietos. Qué pena haber adoptado una decisión financiera tan importante sobre la base de una mentira».