THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

¿Nos puede parecer mal la Agenda 2030 ?

La izquierda tilda de «malismo» un derecho a discrepar que es consustancial a la propia democracia liberal

¿Nos puede parecer mal la Agenda 2030 ?

Un activista contra la Guerra de Gaza coloca una vela en una manifestación organizada por Amnistía Internacional en Eslovenia el pasado 9 de diciembre. | Luka Dakskobler (Zuma Press)

En septiembre de 2015 la Asamblea de las Naciones Unidas aprobó una estrategia para lograr «un mundo más inclusivo y próspero». Bautizada como Agenda 2030 y suscrita por 193 países, pretende dar respuesta a los grandes desafíos de la humanidad: desde la pobreza al hambre, pasando por la guerra, la corrupción o el cambio climático. Como escribe el humorista gráfico Mauro Entrialgo, es difícil pensar que alguien que «no padezca un trastorno antisocial de la personalidad pueda oponerse con saña» a semejantes objetivos.

Sin embargo, no faltan discrepantes que sienten «la necesidad de amedrentar» a quienes comulgan con el plan de la ONU. Entrialgo lleva desde hace años en la solapa de la americana una insignia de la Agenda 2030 y cuenta que en varias ocasiones se le han acercado desconocidos a exigirle explicaciones con tono destemplado. «No recuerdo haber sido nunca abordado en los 70 por la chapita pacifista que exhibía con una flor saliendo de un casco de guerra». Tampoco «ningún amigo jevi oscuro de los que lucen símbolos satánicos me ha contado nunca que nadie por la calle le haya espetado algún improperio por tal razón».

En su opinión, asistimos al ascenso de un fenómeno que denomina malismo y que consiste «en la ostentación de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial».

Mercadotecnia del mal

Entrialgo aporta en su libro abundantes ejemplos de políticos poco empáticos (la diputada popular Andrea Fabra y su «¡que se jodan!» tras anunciarse un recorte en las prestaciones de los parados), de compañías aéreas que sugieren «juntar las piernas» a los viajeros que se quejan por falta de espacio, de restaurantes que se autoproclaman canallas o de yates que portan con orgullo el nombre de Bribón (aquí no hace falta enlace).

Es verdad que estas cosas han existido toda la vida, pero antes se ocultaban y ahora se hacen a plena luz del día. Alardear de malo se ha convertido en una herramienta de marketing intelectual, comercial y política, porque una parte sustancial de la sociedad no solo lo acepta, sino que lo aplaude.

Y naturalmente esa parte sustancial de la sociedad es, según Entrialgo, de derechas.

El folklore del mal

En realidad, el culto de lo canalla es algo tan antiguo, que ya en los años 70, en su Diario de un escritor burgués, Francisco Umbral se refería a ello como algo completamente superado. «Lo canalla, que un día me dio miedo, un sugestivo miedo, hoy me da sueño. Lo canalla oficial, profesional, es lo menos canalla de la vida. Los grandes canallas no hacen vida canalla. Lo canalla no es el mal. Es el folklore del mal».

Para el escritor vallisoletano, las raíces de ese gusto por la transgresión había que irlas a buscar al siglo XIX, a Charles Baudelaire y los poetas malditos, que rechazaban las normas vigentes y vivían al margen de los convencionalismos.

En el plano intelectual no parece, por tanto, que la ostentación del mal sea una ocurrencia reciente ni particularmente de derechas.

A mis enemigos, que tanto me han ayudado

Tampoco el malismo como estrategia de venta es una novedad.

El «arte de molestar para ganar dinero», como lo define Risto Mejide, ha tenido siempre su hueco en el mundo del marketing. La justificación la argumenta el publicista bastante convincentemente en su Annoyomics. Cualquiera que pretenda darse a conocer cuenta con «dos caminos», dice. El primero es el de las corporaciones multimillonarias, que pueden hacerlo sin ofender a nadie inundando con sus anuncios los medios de comunicación, las vallas y las marquesinas. El segundo es «el del otro 85%», las empresas y personas que «no disponen del tiempo ni del presupuesto para pretender complacer a todo el mundo». Es el camino de los cigarrillos Death (muerte) o de Vin de Merde, un caldo literalmente de mierda «que en pocos días agotó casi toda su producción».

«Para dedicarte a esto [el periodismo] —le confesó José María García a Susanna Griso— tienes que hacer lo que sea, menos una cosa: pasar inadvertido». La regla rige en todos los ámbitos. «Hay gente —filosofa Mejide— que daría lo que fuese porque desaparecieses del mundo. […] Y está bien que así sea. Tus enemigos […] te refuerzan en tu misión».

Camilo José Cela lo sabía bien. Por eso no encabezó La familia de Pascual Duarte con el manido homenaje a sus padres o su esposa. Puso en su lugar: «Dedico esta edición a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera».

Buenos y malos

Y si el malismo se da con frecuencia en lo intelectual y lo comercial, en lo político es un residuo inevitable de la tolerancia y, por tanto, consustancial a la democracia liberal.

Vaya por delante que no creo que Entrialgo sea un fanático, pero sí parece que tiene muy claras una serie de ideas. Considera que el mundo se divide entre los que defienden «la simple verdad» y una jauría de desalmados incapaces de entender que los fondos buitre son malísimos, que la condonación de la deuda debería ser universal, que Israel es un estado genocida y que el cobro de comisiones millonarias por la venta de mascarillas durante la pandemia fue una inmoralidad.

Ninguna de estas afirmaciones es, sin embargo, evidente en sí misma.

Los que él llama fondos buitre pusieron un suelo a la caída de precios de los pisos, permitiendo que los bancos se sanearan y que el crédito volviera a fluir. La condonación de la deuda genera un nada despreciable riesgo moral. Israel se está defendiendo de una organización que en su Carta Fundacional insta a matar a todos los judíos. El negocio millonario de las mascarillas estimuló su producción. Incluso la Agenda 2030, con su exigencia de trabajo digno, puede neutralizar la principal ventaja comparativa de los países pobres, que es su mano de obra barata.

Gracias, malistas

No solo todo es debatible, sino que nuestra obligación es debatirlo todo, porque el único modo de estar seguro de algo es consentir su refutación.

«Hay —dice John Stuart Mill en Sobre la libertad— una gran diferencia entre presumir que una opinión es cierta porque no ha sido refutada, y proclamar que es cierta a fin de que no sea refutada». Cerrar las puertas a la crítica es cometer un error literalmente incorregible, porque lo que hoy nos parece obvio puede verse desmentido mañana. Stuart Mill creía que incluso en las doctrinas más abyectas había una almendra de razón y que, si no hubiera disidentes, habría que inventarlos.

Debemos estar, pues, agradecidos a esos malistas que cuestionan el evangelio dominante.

Por supuesto que es inadmisible que un desconocido te exija explicaciones por lucir una insignia, pero el problema no son las ideas que lo animan. El problema es la violencia con que las defiende. Ninguna idea, ni siquiera las canonizadas por la Asamblea de las Naciones Unidas, pueden imponerse mediante ningún tipo de coerción.

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