65 diputados
«Se vota normalmente en contra de algo y esa ha sido la suerte electoral de Ayuso: simbolizar la resistencia a un proyecto político que –a causa de sus alianzas– se ha alejado demasiado de las corrientes ideológicas centrales de nuestro país»
La cifra clave se situaba en entre los 64 y los 65 diputados, algo por encima de lo que señalaban la mayoría de las encuestas que daban por descontada la victoria del PP. La presidenta de la comunidad de Madrid obtuvo 65, resultado que sólo puede interpretarse como un gran triunfo personal. Ganaron los populares, pero aún más lo hizo la marca Ayuso, signifique lo signifique el ayusismo.
El eslogan «Libertad» –una libertad muy medida, muy concreta, ejemplificada en el día a día de las terrazas abiertas– capitalizó en votos la repulsa que puede provocar el sanchismo y su extraña política de alianzas. Hay una cierta lógica en ello: de Bildu y Unidas Podemos a Esquerra, las formaciones que se sitúan a la izquierda del PSOE alientan una aversión visceral hacia Madrid, al que acusan de todo tipo de males, sean o no reales. El voto emocional, movido por el rechazo, tiene un enorme poder de movilización y más en una época como la nuestra que se define por los rasgos identitarios y no por la experiencia liberal de lo que tenemos en común.
Se vota normalmente en contra de algo y esa ha sido la suerte electoral de Ayuso: simbolizar la resistencia a un proyecto político que –a causa de sus alianzas– se ha alejado demasiado de las corrientes ideológicas centrales de nuestro país, el cual además empieza a mostrar signos evidentes de cansancio con la hiperpolarización y el constante señalamiento moral.
¿Se traducirá la aplastante victoria del PP madrileño en un nuevo ciclo político para el conjunto de la nación? Sí y no. La negativa apunta a que el discurso de Ayuso no puede exportarse con facilidad a otras comunidades, con ritmos y problemáticas muy distintas a los de la capital. Pero hay síntomas preocupantes para el actual gobierno que haríamos mal en ignorar. Por un lado, tras la práctica absorción del voto de Cs, es el retorno a un bipartidismo imperfecto en la derecha, con el PP como partido central y Vox en el extremo; mientras que en la izquierda la descomposición de Unidas Podemos no se traduce por ahora en voto socialista, sino que anuncia –quizás– la proliferación de marcas regionales podemitas. Por otro lado, el dinero europeo traerá inversiones públicas pero también exigencias de ajuste cuyo coste electoral no será escaso. Una subida general de impuestos, por ejemplo, cercana a los nueve puntos del PIB no resulta viable sin afectar de un modo significativo los bolsillos de las clases medias y de los trabajadores, ambos muy castigados desde la anterior crisis. Finalmente, los movimientos demoscópicos en las autonomías empiezan a sugerir cambios de fondo: ¿puede el PSOE haber perdido la mayoría social en Andalucía, como sugieren algunas encuestas? ¿Ha tocado fondo el PP en comunidades como Valencia o Baleares? En ambos casos, es probable que sí. Queda el País Vasco y queda, sobre todo, Cataluña, como dos agujeros negros para el Partido Popular. Y queda, desde luego, la fuerza indiscutible de las formaciones periféricas, de los nacionalismos hostiles a lo que representa el centroderecha español y que, en última instancia, seguirán apoyando a cualquier candidato de la izquierda.
A partir del 4M, el PSOE deberá hilar muy fino si quiere recuperar el control del partido en estos próximos meses. Al igual que Casado, quien –tras el empuje de la victoria en Madrid– tendrá que aprovechar la próxima convención del partido para articular un discurso novedoso y formar una candidatura creíble.