A favor de Cristina Morales
«Anteponer las ideas políticas de un artista por encima de su propia creación es de primero de dogmatismo, una actitud que impide empaparse de las novedades que para el lector plantea el albedrío del autor»
Hace unos días fue galardonada con el Nacional de Narrativa la escritora Cristina Morales. No tardó alguien en pillar por el Caribe a la premiada, tardó menos aún en preguntar y, claro, la respuesta: prefiero ver fuego antes que cafeterías abiertas, afirmó al ser cuestionada por la actualidad catalana. Cualquiera que haya seguido mínimamente la trayectoria de la granadina sabe que el bienquedismo no es precisamente su mayor virtud, dicho sea en favor de la autora, por supuesto. Pero más allá de la boutade, lo cierto es que la mecha que Morales prendió con sus declaraciones trajo consigo la clásica explosión en un mundo, el de la política, que poco o nada tiene que ver con el de la cultura.
La primera consecuencia de dicha explosión tiene que ver con la calidad de la obra premiada: quedó en un segundo plano, cuando no oculta. Anteponer las ideas políticas de un artista por encima de su propia creación es de primero de dogmatismo, una actitud que, por supuesto, impide empaparse de la esencia de cualquier expresión artística: la libertad, las novedades que para el lector plantea el albedrío del autor. Más aún cuando, en dicha obra, la autora deja clara su actitud punk, antisistema, contra todo y contra todos. Los políticos de poltrona escorada a la derecha desconocen además que la crítica real de Cristina empieza por la izquierda, posición a la que los protagonistas desnudan para mostrar la frivolidad con la que ha penetrado en este siglo. Por tanto, las declaraciones de Cristina Morales no sólo no desacreditan su obra, sino que de algún modo la completan.
La segunda consecuencia se asocia con la cuantía del premio. Si no le gusta España, que devuelva la pasta, dijo alguno. Que me disculpe ese alguno por contestar, y que me disculpe el lector por hacerlo con cierta cursilería, pero este premio persigue potenciar la cultura del país, no alimentar la clásica panfletería política del cainismo hispánico. Dicho de otro modo: ese dinero permite que el talento no se malgaste, que se centre, que no se difumine en una oficina de correos, en una sucursal de La Caixa o en la freidora de un burguer. Ya bastante precario es el oficio como para ir por ahí rechazando veinte mil machacantes (que, dicho sea de paso, tampoco es el oro de Largo Caballero, un pequeño pellizco con el que tirar sin mirar demasiado adelante).
Y hay una tercera cuestión que no me parece menos importante: la efebofobia con la que el público asume este tipo de contramarchas. No vi a la carcunda ofendida cuando Ferlosio, premio Cervantes, dijo aquello de «odio a España desde que nací», o algo parecido (perdonen las comillas). Ni tampoco vi a la jauría relamerse cuando Javier Marías rechazó el propio Nacional de Narrativa porque «lo entregaba su propio país». Veo en esta actitud una suerte de desconfianza frente a la madurez del joven, contra la solidez de la obra en un treintañero. Ellos se lo pierden.