THE OBJECTIVE
Ignacio Peyró

Al infierno con el hilo musical

La liturgia católica se ornó con Victoria y Palestrina y la monodia gregoriana, y por eso mismo escuchar el «Alabaré, alabaré» no deja de ser una razón plausible para apostatar entre espumarajos de rabia cualquier misa de domingo.

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Al infierno con el hilo musical

La liturgia católica se ornó con Victoria y Palestrina y la monodia gregoriana, y por eso mismo escuchar el «Alabaré, alabaré» no deja de ser una razón plausible para apostatar entre espumarajos de rabia cualquier misa de domingo.

La liturgia católica se ornó con Victoria y Palestrina y la monodia gregoriana, y por eso mismo escuchar el «Alabaré, alabaré» no deja de ser una razón plausible para apostatar entre espumarajos cualquier misa de domingo. Seguramente Dios lo comprenda allá en su cielo: recordemos que el profeta Elías vio pasar incendios, terremotos e incluso «un viento huracanado que partía las montañas», pero sólo reconoció la voz de su Señor «en el rumor de una brisa suave». Para el místico Eckhart, si hay algo que se parezca a Dios, es el silencio. Por el contrario, si hoy tuviéramos que representarnos la condenación eterna, habría que pensarla -como un Bosco 2.0- bajo la especie de un centro comercial con la megafonía en pleno trueno. Ahí quisiéramos ver arder al inventor del politono, a ese macarra que pasa rugiendo con la moto de cross como quien manda al cuerno la armonía de las esferas.

El diablo de Lewis quiere convertir el universo en una gigantesca batahola: con la tierra, afirma, ya lo está consiguiendo. Es posible que alguna gente sólo sepa que existe por el ruido que genera, pero resulta abusivo que quien hoy quiera silencio tenga que pagárselo en algún resort en los cerros del Nepal. Esa exaltación tan dulce de la música se convierte en una conspiración contra nuestra soledad cuando –del altavoz del súper al hilo musical- el chill-out nos acosa en los bares, el muzak nos persigue hasta en las librerías, y el ayuntamiento decide despertarnos el domingo con Lady Gaga a voz en cuello para celebrar una gymkhana multicultural o una paella solidaria con el Sahara. Imposible posar a lo Hans Castorp cuando asistimos a una efusión sentimental vía móvil –»¿cómo vas, cielo?»- en el vagón del AVE. Regurgitado una y otra vez, el pop blandengue de los ochenta se ha extendido como una pandemia del espíritu, del mismo modo que hay quien ha hecho un daño irreversible a su alma con la sobrecarga de toxinas de un disco de Rosario Flores. Ya hasta los minutos de silencio parecen poca cosa sin el sintetizador bien temperado de El cant dels ocells.

Cualquier noción de calma cuenta hoy con enemigos: para ese pasajero de metro que oposita a la sordera con los cascos, ¿qué puede haber más denigratorio que una ciudad «tranquila»? En realidad, algunos no aspiramos a una clausura monacal, sino sólo a una mansedumbre suburbana, a esa paz tan habitable de las casas la mañana de los sábados; no postulamos ninguna ley del silencio, sino la vigencia de esa cortesía de no vejar al vecino con tu fiesta balinesa o los decibelios de Bisbal en karaoke. Decía Schopenhauer que no hay peor tortura que el ruido para el intelecto; de modo inverso, todo lo que quitamos al silencio es terreno que dejamos libre para lo peor de nosotros mismos. Sin duda, nunca faltará el tipo que saca el taladro a las tres de la mañana, mientras nosotros alimentamos un odio incansable, insomne, contra él. Ahí ya sólo cabe la esperanza de que –antes o después- el ruido figure como eximente absolutoria en la sección de lesiones del Código Penal. 

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