Amigos columnistas, amigos reporteros: Carrère reconcilia
Tema/problema tópico, polémico, absurdo y repetitivo –monótono-: rasgos clásicos en el debate de mis semejantes. Hablo de un asunto que, cada cierto tiempo, vuelve a emerger entre amigos, colegas de oficio: el conflicto –al menos aparente- entre columnistas y reporteros.
Tema/problema tópico, polémico, absurdo y repetitivo –monótono-: rasgos clásicos en el debate de mis semejantes. Hablo de un asunto que, cada cierto tiempo, vuelve a emerger entre amigos, colegas de oficio: el conflicto –al menos aparente- entre columnistas y reporteros. Se está distraído, hurgando en Facebook, buscando algo que alivie esta soledad de espera en la cola de la burocracia, y ahí sale, un respingo, la coletilla: “No hacen falta columnistas, sino reporteros”. A los columnistas les han dicho de todo en estos últimos meses, desde que son “el cáncer” hasta que lo suyo “no es periodismo”, tan sólo una frívola “opinión” que cualquiera, sin necesidad de formación reglada –ni de otro tipo-, de simple intuición, podría solventar en escasos diez minutos –el que dijo lo de “el cáncer”, apuntó que tardaba “diez minutos” en hacer un artículo, nosotros confirmamos que no es mentira, y que se nota-. Junto con la facilidad en la elaboración del trabajo, otro reproche notable y recurrente es el de “la literatura”. Se está en la facultad y dicen “esto es literatura”; se está en la redacción y comentan “esto no vale, esto es literatura”. Sobre uno y otro argumento habría que discernir que en el articulismo no tributa la opinión, sino el estilo y el criterio; y que “la literatura” es lo que mantiene sobre el oficio una calidad que, en esta era de tanta titulación, no supera la de épocas pasadas –tampoco empeora, tragedias las justas-. El periodismo sin literatura es un texto administrativo, un auto judicial o un parte de accidente.
Detrás de todo debate, cuando en este hay posiciones sin un argumento definido o una razón consolidada, las quejas son apariencias de algo oculto, palabras que suelen esconder un trasfondo que va más allá de la conversación de besugos que creemos contemplar. En este conflicto, pasajero pero cíclico, así sucede: en él adivinamos otras cuestiones que van más por lo social y por lo económico que por el periodismo en sí. Cuestiones relacionadas con diferencias de nóminas –no son tales-, con prestigio respecto de una sociedad –ya ves tú, hoy nadie tiembla con un editorial- y con la fama de una firma. En resumidas cuentas, con el impulso que mueve el arte –el periodismo lo es-: la vanidad.
Para reducir tensiones entre clanes, columnistas y reporteros, nada mejor que leer a un Chaves Nogales –hoy tan profesionalizado, tan rentable-, a un Norman Mailer o a un Emmanuel Carrère. Este último acaba de publicar en Anagrama Conviene tener un sitio adonde ir, una recopilación de reportajes, crónicas y ensayos sobre el periodismo. En ellos, la capacidad de contar –no siempre presente en la prensa-, el conocimiento de la técnica narrativa, la compleja claridad en la exposición de los hechos, la destreza –virtuosa- en la disección de los personajes que participan de un suceso, en el modo en que retrata el discurrir de ese suceso, en las aptitudes para recrear un paisaje, un pasaje, un ambiente, una personalidad. Pero por encima de todas estas cualidades, este Carrère posee un don que acredita la firma sobresaliente: se sale –con buen hacer- del género, del corsé del género, del pobre y preceptivo esquema que a todos nos enseñaron. Carrère es él, no una columna; Carrère es él, no un reportaje. Y ese es el fin que hay que perseguir, y ese es el fin que hay que alcanzar. Sin importar que estemos en uno u otro género –bando, tal como estamos-, porque el periodismo, me temo, merece por el resultado de la manera, y no por el lugar en que esta se prepare. Como todo oficio, supongo.