THE OBJECTIVE
David Blázquez

Cataluña: elogio de la política tacaña

Las más sanas de las corrientes catalanistas –de izquierdas y derechas– lo sabían: lo interesante del viaje hacia la tierra prometida, en política, es que no se terminaba nunca de llegar. Siempre había que volver a negociar a Madrid. Madrid siempre tenía que volver a negociar a Barcelona. Equilibrio en tensión. Luego llegaron Mas, Puigdemont y Junqueras y quisieron acercar el horizonte y cerrar el puente aéreo. Hicieron del catalanismo religión, promesa cumplible y, en fin, el viernes pasado, fatídicamente cumplida.

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Cataluña: elogio de la política tacaña

Las más sanas de las corrientes catalanistas –de izquierdas y derechas– lo sabían: lo interesante del viaje hacia la tierra prometida, en política, es que no se terminaba nunca de llegar. Siempre había que volver a negociar a Madrid. Madrid siempre tenía que volver a negociar a Barcelona. Equilibrio en tensión. Luego llegaron Mas, Puigdemont y Junqueras y quisieron acercar el horizonte y cerrar el puente aéreo. Hicieron del catalanismo religión, promesa cumplible y, en fin, el viernes pasado, fatídicamente cumplida.

Escribía Nietzsche que “se necesita más ingenio para gastar que para ganar”. La tacañería catalana (llámenla seny, si así lo prefieren) era una buena tradición política que supo durante años condurar su ingenio político. Se trataba de ir ganando, sabiendo que la independencia era una conquista total que llevaría, paradójicamente, a la propia muerte. El político tacaño sabe que la mayor de las riquezas es poder seguir acumulando.

La Declaración Unilateral de Independencia votada en el Parlament catalán el pasado viernes es muchas cosas: un atentado contra los derechos de la ciudadanía y contra la legalidad, una embestida a la paz social y el bienestar económico de todos los catalanes, una aberración legal. Pero es, sobre todo, la consumación de una muerte, la de esa tradición política compleja pero valiosa que creía en la negociación y el pacto desde dentro de la legalidad. La ideología independentista alimentó durante años en los espíritus la idea de una negrura (la represión del Estado español) de la que había que huir hacia esa luz blanca y absoluta (la República Catalana), instalados en la cual la felicidad sería cosa segura. El viernes llegó esa luz como un relámpago. Y lo que un relámpago duró.

La urgencia inevitable del corto plazo –es ciertamente prioritario que se restablezca el orden constitucional en Cataluña– no debería posponer demasiado los intentos de reconstrucción de un espacio político y social tremendamente dañado por la lógica independentista del blanco y el negro. La convocatoria de elecciones para el próximo 21 de diciembre ayudará a ello, pero no será suficiente. Una parte importante de la sociedad civil catalana ha despertado y no debería esperar a remangarse para acoger con generosidad a aquellos que, después de la embriaguez de lo absoluto, estén dispuestos a volver a creer en la política tacaña, una política incremental, de escalas de grises, entendida como búsqueda de un bien propio que solo puede serlo porque contribuye al bien común.

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