THE OBJECTIVE
Andrés Miguel Rondón

Moscú, Caracas, Barcelona

Como venezolano siempre he sentido una profunda afinidad por los novelistas rusos del siglo diecinueve – Tolstoi, Turgenev, Dostoevsky, Gogol, Chekov – por algo que va más allá de la literatura. Dicen que los que no saben de historia están condenados a repetirla. Y que los que sí, a ver a los cómo los demás la repiten. Pero existe también una tercera, aunque minúscula minoría: los que la profetizan. Este es el caso de los grandes clásicos pre-soviéticos.

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Como venezolano siempre he sentido una profunda afinidad por los novelistas rusos del siglo diecinueve – Tolstoi, Turgenev, Dostoevsky, Gogol, Chekov – por algo que va más allá de la literatura. Dicen que los que no saben de historia están condenados a repetirla. Y que los que sí, a ver los cómo los demás la repiten. Pero existe también una tercera, aunque minúscula minoría: los que la profetizan. Este es el caso de los grandes clásicos pre-soviéticos.

Según fui adentrándome, en mis primeros años de emigrante, en este mundo de dashas y carruajes, de Petersburgos en noches blancas y Moscús ocupados de franceses, me fui dando cuenta que sus personajes habitaban un país que, como el mío, se encontraba al borde del delirio. El delirio de pensarse, convencidamente, a escasos años y un par de ideas buenas de la utopía.

El ateísmo de Ivan Karamazov, el híper-racionalismo de Bazarov, los cien millones de campesinos sacrificados de Liputin, el enigmático terrorismo de Stavrogin – son todos reflejos ficticios del mismo fermento intelectual del cual bebieron tantas ideologías milenarias: el anarquismo de Bakunin, el populismo de Herzen, el nihilismo magnicida de Chernyshensky y el comunismo triunfante de Lenin. Cada personaje, fuese de carne o de tinta, prometía lo mismo: el paraíso en la tierra. El mismo que nos juraba Hugo Chávez con su revolución bolivariana. Y el mismo que no cumplió ni él ni los sóviets que hoy cumplen cien años de su revolución.

La tragedia: estos maestros de la ficción podían ver la mentira detrás del panfleto, y por más que la veían acercarse no pudieron detenerla. Aun así, no se cansaron de acusarla en sus obras. El paraíso posible está únicamente dentro de nosotros, dice Levin al final de ‘Anna Karennina’: para mejorar al mundo hay que primero mejorarse a uno mismo. El comunismo es un segundo intento en construir la torre de Babel, pontifica el padre Zosima en los ‘Hermanos Karamazov’: es un artificio que no llegará nunca al cielo y que acabará en la ruina y la desolación. La mirada del amante no pasa por ningún telescopio, exclama Pavel Petrovich en ‘Padres e Hijos’: todo racionalismo, por tanto –inclusive aquél que nace del odio y la enemistad— sufre de miopía. Las ideologías son ‘demonios’ que nos ‘poseen’, que eliminan nuestra libertad y humanismo, resume Dostoevsky en ‘Demonios’. Y así, en mi asombro, vi como unos rusos de otro siglo, a varios grados bajo cero, me regalaban las palabras que tanto buscaba para expresar mi dolor y frustración con la política.

Hoy, a cien años de la revolución soviética, a dieciocho de la bolivariana y (sí que me atrevo a incluirlos) a cuatro días de la declaración de la independencia catalana, vale la pena escuchar algunos de estos viejos consejos contra los maximalismos. El futuro de las naciones no está hecho ni de la tinta de sus panfletos, ni de la saliva de sus políticos, sino del humanismo de sus ciudadanos. La enemistad como premisa política es siempre un engaño: el país eres tú y tus vecinos. No hay revolución que justifique los medios. A la utopía, si existe, no se le llega con golpes de estado. Las ideologías son una parte muy pequeña de la vida. No dejemos que nos tapen los ojos. Que si no terminaremos, como los rusos, celebrando aniversarios de un fracaso.

*Fe de erratas: La frase sobre el Prado es de Salvador Dalí, en una visita que hizo junto a Jean Cocteau»

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