THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

La violación de Ucrania o del deber moral de rendirse

«Las víctimas irredentas no sólo dan testimonio a quienes compartimos su causa sino también a los agresores presentes y futuros»

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La violación de Ucrania o del deber moral de rendirse

Irene Montero y Ione Belarra. | Europa Press

En la doctrina tradicional sobre la guerra justa el agresor, para ser legítimo, debe tener una razonable expectativa de éxito. Además, debe luchar por una causa justa, por ejemplo, la legítima defensa frente a una previa amenaza o ataque ilegítimo.

Pocos dudan de que la invasión de Rusia a Ucrania es un acto contrario al Derecho internacional de acuerdo con la Carta de Naciones Unidas y también al ius ad bellum o «derecho a la guerra». Rusia no ha sido atacada, y ni su «sensación de ninguneo o amenaza», ni sus aspiraciones y ensoñaciones nacionalistas, ni el hecho de que su guerra tenga como objetivo al «lobby gay», como ha señalado el patriarca de Moscú Kirill, pueden justificar su agresión. Pero, ¿qué debe hacer el agredido si, como en este caso, es manifiesta y abrumadoramente inferior en su capacidad bélica frente al agresor? ¿Es su rendición no ya una actitud racionalmente prudente sino moralmente obligatoria?

La respuesta afirmativa es lo que parece desprenderse de los pronunciamientos de todos los que, de manera más o menos elíptica, claman por «parar la guerra» y explorar vías únicamente diplomáticas, o directamente se oponen a que se envíen armas a un ejército o población civil que aun así no podrá ejercer resistencia bastante. Si elevamos el caso a categoría o principio la conclusión es obvia (y desoladora): siempre que un país atacante sea militarmente superior, y por tanto el agredido no cuente con una razonable expectativa de éxito en su defensa, la claudicación se impone. De no hacerlo su acción defensiva será ilegítima. ¿Seguro?

Durante los últimos años han proliferado sofisticados teóricos de la guerra justa que han objetado la visión «estatocéntrica», «excepcionalista» de la doctrina clásica que hemos heredado de San Agustín y Hugo Grocio. De acuerdo con ella los Estados debían satisfacer una serie de requisitos para guerrear, los que corresponden al ius ad bellum (que la guerra la declare la autoridad legítima, que sea necesaria, entre otras exigencias), pero una vez el conflicto había estallado también debían observarse ciertas reglas – proporcionalidad, discriminación entre combatientes y no combatientes, etc.- para que las acciones armadas durante la guerra fueran legítimas (el llamado ius in bellum, o «derecho en la guerra»). Con ello se presupone la «igualdad» de los combatientes – ambos tienen permiso para agredirse mutuamente – y la posibilidad de que en una guerra se cometan «crímenes». En cuanto a lo primero, los soldados rusos y ucranianos se pueden matar entre sí, pero atacar a la población civil, o librar combates desproporcionados, incluso para defenderse de un agresor injusto, está prohibido. Los convenios de Ginebra, vigentes pero frecuentemente violados, son expresión de todo ello.

Esta comprensión tan extendida resulta «excepcional» porque no es la que nos gobierna dentro de los Estados: la policía italiana y la mafia, la Guardia Civil y ETA, el atracado y el atracador, no combaten como iguales, en el sentido de que el terrorista de ETA o el mafioso acorralado o el ladrón perseguido no deben oponer ninguna resistencia y todos sus actos frente al ejercicio de la violencia legítima por parte de las fuerzas policiales están prohibidos. Abogar por una visión no estatocéntrica sino individualista de la guerra justa; entender que su desarrollo no debe ser abordado en un marco de «excepcionalidad» sino que debe evaluarse bajo los comunes parámetros de la «ética del matar», como reza el título del célebre libro de uno de los mejores tratadistas contemporáneos sobre el asunto (Jeff McMahan), supone afirmar que los soldados nazis que luchaban en el frente fueron todos ellos criminales, y que ninguno de los aliados lo fue siempre que hubiera actuado de manera proporcionada (las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki fueron crímenes de guerra).

Regresemos al supuesto de la defensa legítima y el deber de rendición y aceptemos esta invitación a analizarla de manera «no excepcional». La sentencia Prosecutor v. Dragoljub Kunarac, Radomir Kovac y Zoran Vukovic dictada por el Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia el 12 de junio 2002 incluye los testimonios de más de una veintena de mujeres acerca de las violaciones sistemáticas cometidas por estos oficiales serbios y otros muchos soldados desde la primavera de 1992 cuando ocuparon la localidad bosnia de Foča. Pongámonos ahora en la terrible situación de aquellas mujeres. Imaginemos, siguiendo un ejemplo del filósofo israelí Daniel Statman, que una de ellas, rodeada por seis soldados que se disponen a violarla, dispone de una pistola con dos balas. No será bastante para evitar su agresión. Es más: con su acto en legítima defensa puede provocar el daño o la muerte de otras personas inocentes.

Su deber moral de rendición se basa en la inutilidad de su defensa («tía, si te violan relájate y disfruta», leí en una pintada en Moratalaz siendo niño), en el hecho de que con su agresión no salvaguardará ningún bien o interés importante tales como su indemnidad sexual o su propia vida. ¿Y su «honor» o «dignidad»? ¿Acaso no fue eso, nos recuerda Statman, por lo que dieron su vida los judíos que se levantaron en el gueto de Varsovia entre abril y mayo de 1943? ¿Acaso no es esa la razón por la que nos merecen respeto y admiración? Recuerden la célebre divisa del almirante Méndez Núñez para persistir en el ataque contra el puerto del Callao.

Resistirse frente a toda prudencia puede no ser ni completamente inútil ni solamente expresivo de la virtud o el compromiso con ciertos principios o valores. Las víctimas irredentas no sólo dan testimonio a quienes compartimos su causa sino también a los agresores presentes y futuros que habrán de saber que su belicosidad, su afán tiránico puede salirles mucho más caro de lo que calcularon.

Así y todo, fuera del marco individualista del análisis de la legitimidad de la violencia, sí hay algo que marca una diferencia moralmente relevante en esta guerra tan desigual: en la lucha frente a la ilegítima violación de Ucrania están obligados a combatir todos los hombres entre los 18 y los 60 años, es decir, todos aquellos a quienes fácilmente se pueda determinar su sexo biológico, más allá de «cómo se sientan». Y no me refiero sólo a la posibilidad de que, pace Irene Montero, quieran vivir y sentir como mujeres – exentas todas ellas de la recluta obligatoria-, sino al hecho de que, me parece, pueden legítimamente pensar que no vale la pena prolongar el sufrimiento, propio o ajeno.

Con su invasión, pero sobre todo con su amenaza de usar armas nucleares al socaire de una agresión contra un país que no dispone de ellas, Rusia ha incumplido no sólo las normas básicas del derecho a la guerra, sino un acuerdo explícito que daba sentido a la escalada armamentística nuclear. Lo conocen por la clásica imagen del dentista, que, poco antes de empezar a trastear en la encía del paciente, siente que éste le ha agarrado de sus partes y a continuación le musita: «¿Verdad que no nos vamos a hacer daño?».

Sólo este escenario abierto desde el 24 de febrero – uno en el que resulta creíble que nos enfrentamos a un dentista que además de hacer daño al paciente está dispuesto a volar la clínica con todos nosotros dentro- justifica que no se intervenga más activa y útilmente en defensa de Ucrania. Pero la colosal desigualdad –de armas- no justifica, a mi juicio, que no se permita la deserción de los hombres que prefieren la deshonra o que no alcanzan a reunir el coraje suficiente o que no quieran dejar a su familia; o que puedan, al fin, pensar legítimamente que no vale la pena la resistencia desesperada.

Es decir: que quieran ser tratados como las mujeres.

Coda: ¿oyeron o leyeron a alguna feminista en estos días que abogara porque dejen cruzar la frontera a los hombres que quieran permanecer al cuidado de su mujer e hijos porque, como dijo Simone de Beauvoir, «la biología no es destino»? Yo apenas. Parece que, contrariamente a las enseñanzas de la filósofa francesa: «No se nace hombre pero siempre cabe ser obligado a morir como uno».

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