Cinco cosas que nos han enseñado estas elecciones en los Estados Unidos
«Lejos de izquierda y derecha, de cielos e infiernos, de felicidad o desesperación absolutas, solo te tienes a ti mismo y tus fuerzas»
Hasta 2007 (en que el papa Benedicto XVI negó su existencia) el limbo era el lugar donde, según muchos teólogos católicos, acababan aquellas almas fallecidas en una situación bien particular.
Pongamos el caso de un niño que muere antes de su bautismo. Este infante aún conservaría el pecado original y, por tanto, no podría ir al cielo. Mas con su tierna edad aún no habría tenido tiempo de cometer pecado personal alguno: el infierno parecía a todas luces, pues, pena en exceso dura para tal almita. La solución ideada, entre otros, por Santo Tomás de Aquino, fue un cuarto lugar, más allá de cielo, infierno o purgatorio (al fin y al cabo, este último no es sino una sala de espera previa a lo celestial). El limbo. Un paraje en que, como afirmaba el también papa San Pío X, «no hay ni premio sobrenatural ni pena». Donde no se es completamente feliz ni completamente infeliz. Donde no se goza del todo a Dios, pero tampoco se le echa de menos. En suma, el limbo, como ha sugerido Agamben, tiene un cierto aire de familia con nuestras vidas de hoy día.
En el limbo también parecemos haber quedado cuantos ansiábamos conocer el resultado de los últimos comicios presidenciales en EE UU. Con el pecado original de un país siempre dividido, este limbo tiene empero, a diferencia del católico, fecha de caducidad. Aun así, antes de que expire, podemos extraer ya algunas enseñanzas de tan límbica elección.
Primera
Las élites académicas, periodísticas, mediáticas han vuelto a equivocarse. Prácticamente en su totalidad preveían una victoria cómoda del candidato demócrata, Joseph Biden. El mero hecho de habernos quedado en el limbo de un resultado que, en todo caso, será apretado les refuta. Algo que ya ocurrió con sus previsiones de hace cuatro años. Podríamos detectar una pequeña tendencia ahí. ¿Por qué están últimamente tan despistadas las mentes que se dedican a analizar nuestra sociedad acerca de esa sociedad en que viven (y que les paga justo para apurar tales análisis)?
Basta observarlos para extraer ya una respuesta: intelectuales, periodistas, cineastas, artistas llevan tiempo obsesionados con mostrarnos una y otra vez lo tremendamente buenas personas que son. Esa “bondad” incluye el sentirse completamente ajenos a la maldad de los malos, de los deplorables (como ya calificara en su día Hilary Clinton a los votantes de Trump). Si te sientes del todo ajeno a algo, no lo podrás nunca comprender. Llevamos un cuatrienio en que nuestras élites se han afanado más en escandalizarse por Trump que en entenderlo. Y así nos encontramos con un montón de figuras públicas que saben muy bien exhibir cuán virtuosas son al odiar el trumpismo, pero con poco tiempo restante para ofrecer una alternativa.
Segunda
Cuando eres geólogo y estudias las placas tectónicas, tu exploración les da exactamente igual a dichas placas. Van a seguir moviéndose a su ritmo las investigues tú o no. Pero esto no es lo que sucede siempre que un sociólogo, un politólogo, un filósofo analizan la sociedad en que viven. Lo que ellos digan, lo que los periodistas transmitan de lo dicho, puede tener efectos en esa misma sociedad. Por tanto, aunque un país posea unas élites un tanto incompetentes, ello no obsta para que acierten al perorar sobre su nación: sus fantasías, a fuerza de ser repetidas, pueden hacer que la gente se las crea, y que de hecho todos acabemos siendo como nos dicen que somos. Es una experiencia habitual: si le insistes a un niño en que es un delincuente, aunque no tengas ningún dato para aseverarlo, resulta probable que acabe integrando las filas de la criminalidad.
Esto quizá explique por qué las élites españolas aciertan en mucha mayor medida que las americanas: no es que las nuestras sean más capaces, sino que nos las creemos más. Muy diferente es el caso de los EEUU: allí existe toda una tradición antielitista, que se remonta a los tiempos en que sus primeros pobladores escaparon de las élites europeas, y que se prolongó en el avance por el Oeste (donde valía más tener un buen revólver que un título en Harvard). Por ello, aunque el consenso de las élites es similar uno u otro país, unas han vuelto a hacer el ridículo, mientras que las otras (de momento) no.
Si prosigue, empero, el descrédito que la universidad, el periodismo, los políticos y los artistas se afanan por cosechar entre nosotros, quizá pronto nos parezcamos más a los Estados Unidos. Al fin y al cabo, también en Europa hemos aprendido, a lo largo de la historia, a librarnos de élites incompetentes (no siempre mediante votaciones).
Tercera
Los hispanos, las mujeres, los negros no han votado como se supone que deberían haber votado. Son minorías, de modo que deberían haber apoyado al partido que apoya todas las identidades minoritarias, el demócrata. Las encuestas a pie de urna muestran, sin embargo, que en los últimos cuatro años todos esos grupos se han ido alejando, más o menos raudos, de tal formación. Naturalmente, el juicio (peyorativo) de nuestras élites no se ha hecho esperar: “¡Votáis mal!”. Pero quizá estemos asistiendo a un cansancio razonable: el de las minorías ahítas de que la nueva izquierda considere posesión suya sus votos. Por no mencionar, claro, que algunas, como la de los cubanos o venezolanos exiliados, tengan pocos deseos de reproducir en los Estados Unidos los errores izquierdistas que han visto cómo convierten sus países en pozos de pobreza y opresión.
Cuarta
Tampoco han votado como se esperaba los trabajadores afiliados a sindicatos. Una encuesta en el industrial Ohio refleja que su apoyo a Trump ha superado en 14 puntos al de su rival Biden. No se trata de una gran novedad: desde que la izquierda abandonó a la clase trabajadora para concentrarse en las identidades minoritarias, esta ido poco a poco empezando a pagarle con igual moneda. Se vio en la elección de Trump en 2016, en la de Boris Johnson en 2019; se ve en Francia desde hace décadas. Si la izquierda ya no es obrerista, los obreros tampoco tienen por qué ser izquierdistas.
Esto abre el camino para una derecha que sepa decirles a los trabajadores no solo que con ella la economía funcionará mejor (la obsesión tecnocrática que tan bien conocemos en España), sino que sus preocupaciones también las reflejará ella mejor. Que ella no acusará a un currante varón, por el mero hecho de serlo, de violador potencial; que ella no le forzará a “deconstruir” su heterosexualidad; que ella no impondrá a sus hijos “talleres de género” de dudosa moralidad.
Es todo un detalle que justo en la víspera de las elecciones norteamericanas el Partido Popular nos dejara claro a todos los españoles que él aún no ha captado esta idea: denunciar a Fernando Simón por chistes machistas ante el Instituto de la Mujer, como hizo esta formación política, puede darte ciertamente un par de titulares. Pero también te aliena las simpatías de cuantos no queremos gobernantes obsesionados con ir denunciando nuestras bromitas de mal gusto. El refugio del voto obrero no podrá hallar de momento asiento, pues, en este PP.
Cinco
Si la izquierda ya no es obrerista, como lo era en los años 60; si la izquierda tampoco vive su mejor momento de ese romance con las minorías que se llamó “New Left” a partir de los 70; entonces, ¿qué es hoy la izquierda? Y ¿qué es la derecha si ya no es liberalismo puro y duro, apertura de fronteras, pasividad conservadora ante la batalla cultural; si ya no posee todos esos rasgos de los que Trump la despojó hace ya cuatro años? ¿No vivimos en un limbo entre las izquierdas de antaño y las derechas ya viejas?
Retomemos, pues, para orientarnos al experto en limbos ya citado: Santo Tomás de Aquino. Decía él que allí sus habitantes, aunque alejados tanto del hades como del paraíso, podían desarrollar todas sus facultades naturales con plenitud. Podrían ser inteligentes, afables, pacientes, dadivosos. Podían ejercer sus virtudes mucho mejor de lo que cabría hacerlo en la Tierra, pues en este valle de lágrimas siempre nos lo impide algún que otro obstáculo material.
Sin duda el limbo que vivimos aquí en nuestra época no está, a diferencia del descrito por el Aquinate, libre de trabas o penas. De hecho, se diría lo contrario, y que la pandemia nos traerá pronto duros aprietos. Por consiguiente, nada nos garantiza que vayamos a ser más virtuosos que nuestros antepasados, como si les ocurría a los niños del limbo católico. ¿Hemos de considerar inútil, pues, la pericia en limbos de Santo Tomás?
No ha de ser así si dejamos de entender a este filósofo como si hiciera previsiones, al modo de nuestros politólogos, y lo acogemos más bien como si nos diera algún consejo. Uno muy simple: en los limbos hay que espabilarse. Las virtudes que suelen ser siempre útiles (prudencia, fortaleza, templanza, justicia) debemos afinarlas en estos tiempos inciertos, límbicos. Al fin y al cabo, aquí, lejos de izquierda y derecha, de cielos e infiernos, de felicidad o desesperación absolutas, solo te tienes a ti mismo y tus fuerzas. Esas que los antiguos romanos llamaban virtus, esto es, virtud.