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Argemino Barro

Cormac McCarthy, el subconsciente feroz de Estados Unidos

«Meridiano de sangre, a primera vista, es una sucesión alucinógena de escenas violentas. Una sádica pesadilla donde las matanzas siguen a las emboscadas y las mutilaciones a las matanzas, y donde cualquier atisbo de ternura se ve cercenado en la página siguiente por un nuevo infortunio»

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Cormac McCarthy, el subconsciente feroz de Estados Unidos

Brian Fluharty | Reuters

Uno tiene que saber elegir en qué momento leer un libro. Me había asomado a Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, allá por 2013, pero 20 páginas bastaron para entender que no era el momento y que mi inglés no estaba lo suficientemente en forma. Así que esperé. Cinco años más tarde, mi amigo el fotógrafo Guillermo Cervera me convenció para que fuéramos a cubrir las carreras del Náscar, que ese otoño se celebraban en Arizona. La hora de leer Meridiano de sangre había llegado.

La novela cuenta la historia de un adolescente anónimo, a quien McCarthy llama «el chaval», que se une a la banda de mercenarios de Glanton. Una banda real que a mediados del siglo XIX fue contratada para exterminar a los indios Apache que asolaban los pueblos de la recién dibujada frontera entre México y Texas. Llevados, aparentemente, por un ciego afán destructivo, Glanton y los suyos asesinaban a los Apache y a cualquiera que se cruzara en su camino. Luego entregaban las cabelleras a las autoridades como prueba de la misión cumplida y se embolsaban el botín.

Meridiano de sangre, a primera vista, es una sucesión alucinógena de escenas violentas. Una sádica pesadilla donde las matanzas siguen a las emboscadas y las mutilaciones a las matanzas, y donde cualquier atisbo de ternura se ve cercenado en la página siguiente por un nuevo infortunio.

De este maremágnum, sin embargo, trasluce una cierta resistencia del protagonista a la depravación completa. Igual que el resto de la banda de Glanton, el chaval mata, dispara y continúa moviéndose por el desierto o por los mercados de cabelleras sin mirar atrás, pero aún brilla en él, da la impresión, algún rescoldo de decencia. Una decencia que lo distingue del villano del libro, el Juez Holden, un gigante albino y lampiño que es, a la vez, filósofo nietzscheano, geólogo, poeta, políglota y naturalista, un sabio de reminiscencias bíblicas que siempre tiene a mano un aforismo y que cree que la única ley es la ley de la guerra y de la comunidad forjada por el derramamiento de sangre.

No está claro si el chaval es malvado o solo hace cosas malvadas forzado por las circunstancias. McCarthy no habla de las emociones o los pensamientos. Él se limita a narrar las acciones de los personajes, que es donde está su esencia, y los fogonazos y la carne lacerada. Todo en un lenguaje miltoniano, gráfico y caleidoscópico, lleno de símbolos y descripciones horribles y bellas a un tiempo. Una plétora narrativa, colmada de argot y arcaísmos, que contrasta con la frugalidad de la puntuación.

Siguiendo el estilo de James Joyce y MacKinlay Kantor, que cita como inspiración, Cormac McCarthy no usa comillas en los diálogos, ni tampoco el punto y coma, y los dos puntos solo de manera excepcional. «No hay razón para manchar la página con pequeñas marcas raras. Es decir, si uno escribe adecuadamente no debería de tener que puntuar», dijo el autor en una de sus escasísimas entrevistas. «Creo en los puntos, en las mayúsculas y en la coma ocasional, y ya».

Este minimalismo enmarca sus descripciones salvajes. El resultado es una extraña tensión en la que las frases pesan mil kilos y, a la vez, vuelan veloces. Hay un capítulo del libro en el que el nerviosismo crece hasta desembocar en otro estallido de violencia. La proliferación de imágenes se acelera hasta que desaparecen incluso los puntos. Solo tenemos un delirio de puñaladas, carreras, disparos, decapitaciones y caballos histéricos y desventrados. Una pesadilla hecha de miles de trazos feroces, como si realmente estuviésemos siendo masacrados por una banda de Apache.

Me alegré de haberme llevado la novela a las carreras. En cierto modo, Meridiano de sangre y el certamen del Náscar tenían alguna esencia común. La cultura de la frontera de Estados Unidos, del pionero poniéndose a prueba en una danza despiadada con los elementos. Entre forajidos o entre coches de 850 caballos.

Mi memoria del Náscar es un díptico. Por el día, las bestias de tonelada y media perforaban el aire caliente, se les incendiaba el motor y giraban como una peonza al más leve choque. Por la noche, el chaval le clavaba una botella rota en la cara a un barman mexicano y luego se refugiaba en una iglesia ruinosa alfombrada de excrementos secos. Por el día, miles de brazos tatuados sostenían latas de cerveza Coors y hacían el saludo militar al paso de la bandera americana por el circuito. De noche, los hombres de Glanton se personaban en un bar con las caras blancas de polvo y el dedo en el gatillo.

Estos dos mundos paralelos se fundían al atardecer. El subtítulo de Meridiano de sangre es «or the evening redness of the west», en referencia a los cielos que por esos lares, dado el efecto visual que producen las cortinas de polvo arenoso, se tiñen de rojo al ponerse el sol. Tal efecto ocurría en el libro y en la realidad. Al final del día, cuando las carreras habían terminado y los aficionados se retiraban a encender sus barbacoas al parque de caravanas detrás del circuito, una franja roja se instalaba entre la línea del desierto y la cúpula celeste donde ya brillaban las estrellas.

Un buen libro es siempre un misterio. Empezando por la propia materia prima de la que está hecho, la talla de los conocimientos y de la imaginación del autor, y las herramientas que este ha usado para darle una forma coherente, a veces mágica, un arrebato que no te suelta en 350 páginas y que luego te acecha como el espíritu de un ser querido.

Distintos académicos han desentrañado los secretos de Meridiano de sangre. O lo han intentado. Según Michael Lynn Crews, profesor de literatura en Regent University y estudioso de la obra de McCarthy, es posible encontrar los ribetes de Kurtz, de El corazón de las tinieblas, en la figura del juez, o la violencia como ritual purificador, herencia de Flannery O’Connor, o las tribulaciones sobre el destino y el libre albedrío que abundan en la literatura de Tolstoi. También hay rastro de Foucault, Flaubert y Jacob Boehme. Mucha Biblia y mucho Moby Dick.

Varios observadores han calificado Meridiano de sangre de novela posmoderna, ya que no contiene verdades ni conclusiones patentes, sino que se dedica a cuestionar y deconstruir los grandes arcos narrativos. Uno de ellos la propia religión cristiana. En el libro aparecen predicadores burlados, iglesias abandonadas y llenas de cadáveres, y una contraposición de los rituales religiosos con los rituales de la guerra y la locura, una aproximación nihilista a uno de los pilares de la sociedad americana.

Otro factor clave es la devoción de McCarthy a sus libros. La mayoría de los escritores, comprensiblemente, hacen otras cosas además de escribir. Imparten conferencias y talleres, dan entrevistas, producen artículos de opinión o tienen otros empleos más estables. Hay que comer y hay que darse a conocer, solo faltaría.

McCarthy, en cambio, se ha dedicado íntegramente a sus novelas. Todo lo demás es perder el tiempo. No tiene sentido. El sentido está en escribir sus libros.

No es que McCarthy viviese de rentas o de la asignación mensual de su padre. Su obcecación tuvo un precio. Su exmujer cuenta que, cuando McCarthy era un escritor que empezaba a ser conocido, pero que seguía siendo pobre, viviendo en una cabaña de Tennessee en la que a veces no había ni pasta de dientes, ya rechazaba las ofertas ocasionales que le hacían para dar charlas. Su mujer se frustraba. 1.000 o 2.000 dólares de aquí y allá, en los años 60, hubieran dado para mucho. Pero a McCarthy no le interesaba. «Todo lo que tengo que decir está en mis libros».

El autor reconoció desde el principio cuál es el bien más valioso de este mundo: el tiempo. Si hoy fuera joven, probablemente no tendría cuenta de Twitter.

Aún así, el tiempo, el estudio y la determinación no son suficientes para explicar el relieve onírico de sus libros, esas escenas que respiran, sangran y lloran, y se quedan pegadas a nuestra memoria como un recuerdo de la infancia. Uno diría que McCarthy fue mercenario de Glanton y que se limita a poner sobre el papel sus traumáticas vivencias. En realidad, es un señor que habla bajito con un discreto acento sureño y que escribe en la misma Olivetti Lettera 32 que compró por 50 dólares en una tienda de Knoxville en 1963. Un señor alérgico a la fama que dice no tener ningún amigo escritor y que pasa los ratos libres en las tertulias científicas del Instituto de Santa Fe, en Nuevo México.

La chispa que ensalza Meridiano de sangre, el duende que le insufla magnetismo, proviene de otro lugar. Una especie de sótano abisal del que McCarthy, por alguna razón, tiene la llave o al menos un ojo de buey por el que asomarse.

El único ensayo de no-ficción que McCarthy escribió durante su carrera, un artículo de 3.000 palabras publicado en el portal Nautilus, está dedicado al subconsciente: ese cerebro antiguo, animal, instintivo, que nos mueve desde la profundidades a base de sensaciones y pequeños dramas simbólicos, y que de alguna manera tratamos de interpretar con esa nueva invención (de hace unos 70.000 años) que es el lenguaje consciente.

Ese sistema operativo subterráneo donde se almacenan los sueños y quién sabe si alguna memoria colectiva o genética, como aseguran los teóricos jungianos, siempre ha sido del interés de McCarthy, que reconoce extraer de ella una parte del material de sus libros. Como si entablase conversación con ese lado primitivo y vertiese las respuestas en párrafos indómitos, hechos del mismo material que las pesadillas.

El exigente crítico Harold Bloom, profesor de la Universidad de Yale y autor de El cánon occidental, consideró Meridiano de sangre la mejor novela americana de un escritor vivo. Una hazaña comparable a Moby Dick, un recipiente de las esencias oscuras de Estados Unidos: de la agresión, de la guerra, de la pasión por las armas. Como si la banda de Glanton siguiera cabalgando rauda, cortando cabelleras.

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