THE OBJECTIVE
José García Domínguez

Después de Merkel, ¿qué?

«Jugar en la misma liga que Alemania, con sus mismas normas, sus mismas aduanas y su misma moneda, supone una garantía crónica, ahora ya lo sabemos bien, de cargar déficits comerciales no menos crónicos»

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Después de Merkel, ¿qué?

Thilo Schmuelgen | Reuters

Después de Merkel, nadie lo dude, vendrá Merkel. Con otro nombre propio y acaso bajo las siglas del SPD en lugar de las de la CDU, al cabo lo de menos. Pero otra vez Merkel. Y ello por la muy prosaica razón de que a Alemania solo la mueve un único interés que también se llama Alemania. Algo que acaba convirtiendo en irrelevante el hecho de que se digan a sí mismos socialdemócratas, democristianos o verdes quienes la gobiernan. Imperativo crónico, el del Alemania über alles, que en nada sustancial ha cambiado por el hecho de que la sombra de nuestra propia extinción como especie a causa del virus les obligase a introducir una muy acotada bula temporal en el dogma perenne de la austeridad. Desde que cayó el Muro, cuando el 89, andamos intentando, con Francia siempre a la cabeza, diluir a Alemania en Europa. Pero ha ocurrido justo al revés. Así, hoy es ya Europa toda la que se confunde con Alemania. Alemania, siempre el gran problema innombrable de Europa. El propio Mercado Común, después Unión Europea, nació en realidad no para intercambiar lechugas por acero, como tantas veces nos contaron en el colegio a propósito de la CECA, sino para conjurar el riesgo de que el duende alemán volviese a salir por tercera vez de la botella. La memoria aún viva de las dos guerras mundiales, que no el precio de las lechugas, fue lo que empujó a las élites del continente a iniciar el proceso de transferencia de soberanía de los Estados. Tras las meras apariencias económicas, los genuinos determinantes políticos. 

Pero Alemania, y en eso también resultan ser iguales e indistinguibles tanto sus democristianos como sus socialdemócratas, nunca ha dejado de tener una idea de Europa muy similar a la de los británicos. O sea, la de poco más que una zona de libre cambio, sin mayores ambiciones ni compromisos. Para entendernos, algo no demasiado distinto a los tratados de libre comercio que suscribió en su día Estados Unidos con México. De ahí lo irrelevante en el fondo del nombre de pila de la inminente reencarnación de Merkel. El problema con Alemania es que son demasiado buenos y demasiado grandes. Algo que no supondría un problema crítico para el resto de los europeos si no estuvieran también, a diferencia de Estados Unidos o China, demasiado cerca. Porque, con independencia de cómo se llame o deje de llamarse el canciller federal dentro de tres semanas, seguirá ocurriendo en todos los rincones del planeta Tierra que la elasticidad-precio de las exportaciones germanas resulte ser la más baja del mentado planeta. Traducido al idioma que habla la gente, eso significa que en su industria nacional lo hacen todo tan bien que los consumidores se muestran dispuestos por norma a pagar más por un coche alemán, una lavadora alemana o un televisor alemán. Demoledor efecto conjunto, el de la imbatible eficiencia técnica única a las reducciones de costes propiciadas por las economías de escala derivadas del gigantismo de sus instalaciones fabriles, que nos empujó a todos sus socios y vecinos a desmantelar nuestras propias industrias. Que no por casualidad España empezó a ser un país de camareros, de ninis y de precarios coincidiendo con su ingreso en el Mercado Común. 

Jugar en la misma liga que Alemania, con sus mismas normas, sus mismas aduanas y su misma moneda, supone una garantía crónica, ahora ya lo sabemos bien, de cargar déficits comerciales no menos crónicos. Algo que, por lo demás, no tiene solución una vez dentro del euro. Ortega, siempre tan aficionado a las boutades de literato de tertulias, soltó una vez aquello de que Castilla había hecho España para luego deshacerla. Un protagonismo germinal, el histórico de Castilla en relación a España, que de algún modo se podría trasladar a la siempre dubitativa y ensimismada Alemania contemporánea. Consumar el alumbramiento de Europa como sujeto político está llamada a ser la gran misión histórica de Alemania en el siglo XXI. Solo ellos pueden hacerlo. Pero Alemania, responda o no por Merkel su canciller, no termina nunca de atreverse a asumir ese papel rector. Alemania, a diferencia de Estados Unidos, no termina de interiorizar que el poder hegemónico conlleva costes que procede atender cuando se piensa teniendo presente el horizonte del largo plazo. ¿O qué otra cosa fue, por ejemplo, el Plan Marshall en su momento? En fin, lo dicho: después de Merkel, Merkel.

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