Diversidad y escuela: ¿a cada cual según su discapacidad?
«El sistema dual no sólo niega el derecho de todo niño a ser educado sin ser segregado, sino el de los demás niños no etiquetados como necesitados de ayudas especiales a ser educados con aquellos»
Se cuenta que cuando tenía 10 años Carl Friedrich Gauss, el “príncipe de las Matemáticas”, fue capaz de calcular la suma de los 100 primeros números naturales en pocos segundos. El reto era lanzado por un maestro hostil, de los de vara antigua siempre a punto para el castigo corporal. Era su manera de tener entretenidos a los niños que, inmediatamente escuchado el ejercicio, se dispondrían a sumar “naturalmente”: 1+2+3+…+100. No fue el caso de Gauss, quien pronto se dio cuenta de que tomados el primero y último número de la serie (1 y 100) sumaban 101 y también el segundo y penúltimo (2 y 99), y así hasta 50 adiciones con lo cual la suma de todos los números era equivalente a 50 multiplicado por 101 (5050).
A mí en tercero de BUP el ciclo de Krebs se me atragantó en Biología. Mientras, mi ingeniosísimo profesor de Filosofía, Rafa Castillo, acostumbraba a repetir que “cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas”. No sé a cuento de qué venía, pero se me quedó grabado a fuego. Todos hemos compartido pupitre – o “proyecto”, o “rincón” como se dice ahora- con genios, aunque no de la estatura de Gauss; con inteligencias medianas y romas, y también hemos comprobado en carne propia lo que nos pueden llegar a dar las meninges que llevamos incorporadas, por mucho que entrenarlas ayude y que tengamos buenos maestros. Saber si Andrew Wiles había demostrado el teorema de Fermat (una demostración que ocupa más de cien páginas) estaba al alcance de contados matemáticos del mundo. Componer sinfonías con 8 años, escribir The Neon Bible con 16 o Don de la ebriedad a los 18 estaba reservado a Mozart, John Kennedy Toole o Claudio Rodríguez.
Es indudable que esa diversidad en el aula es enriquecedora y fomenta buenos valores: que cada uno sea cada uno y tenga sus cadaunadas nos instruye en la práctica del respeto, a ser generosos con quienes tienen dificultades, a tolerar la frustración, pero hay un momento en el que la segregación se impone: por intereses propios y por capacidades que no son infinitas ni están igualmente repartidas. Calificar un examen es segregar. Segregación… la palabra tabú; casi tanto, en estos tiempos que nos tocan, como “inteligencia o talento natural”.
En una comparecencia que tuvo lugar en febrero del año pasado en la Comisión para las políticas integrales de la discapacidad del Congreso, el experto en educación Ignacio Calderón Almendros insistía en que la educación inclusiva, es decir, la existencia de una única escuela que acoge a todos los niños independientemente de su capacidad, es un “derecho humano”. Ello implica que la existencia de centros de educación “especial”, esos a los que la nueva ley de educación que actualmente se tramita en el Parlamento ha puesto plazo de caducidad (10 años), supone una “masiva vulneración de los derechos de la infancia”. Así lo denuncia también el informe del Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas relativo a España de junio de 2017. Educar, nos recuerda Calderón, no es “clasificar” y los niños con discapacidad no tienen “un problema”, sino que es más bien la escuela que no los admite quien lo tiene. Y es que el sistema dual no sólo niega el derecho de todo niño a ser educado sin ser segregado, sino el de los demás niños no etiquetados como necesitados de ayudas especiales a ser educados con aquellos. La escuela ordinaria se convierte así, se dice, en una escuela de exclusión frustrando el anhelo de una sociedad inclusiva. De los padres de los menores con necesidades educativas especiales que sí ven en los centros de educación especial la mejor alternativa ni hablamos; y ellos chitón. Está en juego, ahí es nada: “la transformación del sistema… de la cultura escolar”.
Late indisimuladamente bajo estas admoniciones el llamado “modelo social” de la discapacidad: el individuo con trisomía, pongamos, no padece un problema individual de salud; las causas de la discapacidad son predominantemente sociales y la discapacidad emerge de la relación que mantenemos con él – si es que llegamos a tener alguna- y en cuán impeditivo o razonablemente ajustado configuramos nuestro mundo para él. ¿Estamos tan seguros?
Para calibrar el rendimiento de dicha concepción tomemos X como una condición que impedirá toda movilidad, o producirá la ceguera o la sordera irremediables en quien las padece y respondámonos honestamente a las siguientes preguntas: ¿lamentaríamos que nuestro hijo haya nacido con la condición X si pudiera haber nacido sin esa condición? ¿Se trató de una desgracia o de una contingencia inocua como la de tener ojos pardos? ¿Qué sentido tiene el diagnóstico genético prenatal si todas las potenciales discapacidades como las provocadas por X son fundamentalmente “sociales”? ¿Y qué justificación tiene el aborto si el feto padece X? ¿Debemos dejar de destinar fondos a la investigación genética que previene las mutaciones que generan la condición X? Si tales circunstancias no son sino aspectos de la diversidad, imaginen ahora el siguiente escenario: sale usted de cuentas y la ginecóloga le ofrece un parto convencional o la opción de provocar una hipoxia cerebral en el feto que hará que sufra las consecuencias de tener la condición X. ¿Le parecería descabellado?
Independientemente de que usted responda a las anteriores preguntas asumiendo que X es un problema fundamentalmente bio-médico, quien padezca X debe ser tenido por un sujeto con derechos básicos, alguien a quien se debe integrar socialmente, que no debe desmerecer nuestra consideración. Pero en lo tocante al tipo de estructura educativa que debe acogerle, ese noble ideal de los derechos humanos no debe ser malbaratado en una pugna esencialmente – y noblemente- política (y también técnica): la de cómo garantizar mejor los intereses de los niños con necesidades educativas especiales y los de sus familias. Apelar a un modelo en particular como única manera de ser respetuosos con los derechos humanos, no es esgrimir la carta de triunfo sino directamente romper la baraja bloqueando la deliberación pública y el intercambio de razones.