THE OBJECTIVE
José M. de Areilza Carvajal

El algoritmo contraataca

«Los tecnólogos más avezados advierten, en cualquier caso, que el futuro digital lo tendremos que abordar desde un Internet distinto al que conocemos, una red fragmentada o rota, lo que en inglés ya se llama “splinternet”»

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El algoritmo contraataca

Netflix

El documental El dilema de las redes sociales ha trasladado a muchas personas una idea tenebrosa sobre qué tipo de seres humanos y de sociedades moldea la revolución digital. En un tono algo apocalíptico, en ocasiones molesto, el coro de autores del popular reportaje describe con detalle los mecanismos con los que las plataformas tecnológicas crean adicción y “cosechan nuestros comportamientos”. Conecta sus modelos de negocio con las teorías de Skinner y sus ensayos con ratones y explica cómo la expresión “la economía de los datos” es una mala descripción de lo que en realidad consiste en la minería de los comportamientos futuros. Todo estaría al servicio de empresas con intereses comerciales, el verdadero cliente, que gracias a la inteligencia artificial y la computación supercuántica consiguen sus fines al clasificar y someter al consumidor, hasta convertirlo en algo parecido a un autómata.

La profesora de Harvard Business School Shoshana Zuboff, una de las protagonistas de la película, ha llegado incluso a crear un modelo para describir este nuevo estadio de la economía, que llama capitalismo de vigilancia. Se trataría de un nuevo orden económico “que reclama para sí la experiencia humana como materia prima gratuita aprovechable para una serie de prácticas comerciales ocultas de extracción, predicción y ventas”. Las voces, personalidades y emociones se transforman en datos conductuales, mercancías de un mercado global de predicción de comportamientos, en el que el individuo es solo un usuario, con un deseo irreprimible de todavía más conectividad, y no un ciudadano dotado de libertad y derechos. Las teorías de Zuboff, no obstante, siguen el lema “simplifica y exagera”, que se atribuye a la revista The Economist, porque gran parte de la economía planetaria no ha sucumbido aún a las voces de las sirenas digitales -por ejemplo, solo el 22% de los norteamericanos están en Twitter.

Nuestra relación con las pantallas requiere unos hábitos de higiene y de desconexión que son imposibles de adquirir sin decisión, entrenamiento y un contexto social que nos ayude.

Pero lo que más llama la atención del documental de Netflix es que no propone muchas soluciones y acaba sonando bastante a un “sálvese quien pueda”, propio de una película de terror. Su gran ironía es que está tan bien hecho que incentiva a consumir nuevas producciones de la exitosa plataforma que lo aloja. En ocasiones, esta investigación parece tener como finalidad la promoción del Center for Humane Technology, un bienintencionado proyecto de algunos genios arrepentidos de Sillicon Valley. Este nuevo emprendimiento californiano consiste nada menos que en corregir los efectos negativos de sus anteriores creaciones. Solo podemos desearles aún más éxito. Cabe observar sin embargo que, frente al subidón emocional que siempre aporta el mundo de los superhéroes, las posibles respuestas a un Gran Hermano fuera de control son clásicas y racionales. Consisten en el autocontrol y la acción pública, a través de la educación, la regulación, la fiscalidad y la política de defensa de la libre competencia.

Sabemos que es muy complicado poner en pie una regulación inteligente que ponga coto a la desaparición de la privacidad, proteja las libertades y persiga a los emisores de fake news. El punto de partida, defender que uno no pierde sus derechos fundamentales al utilizar medios digitales. Se requiere sumar a las normas nacionales y supranacionales un marco internacional, hoy apenas existente, aplicable a un grupo de empresas con un peso económico sumado propio de una superpotencia (y una responsabilidad social inmensa). El primer paso debería ser combatir frontalmente el discurso dominante sobre el mundo digital, que proclama con ligereza un futuro inevitable y benéfico para el que quiera y pueda subirse a él. El documental ayuda en este sentido, porque desenmascara quién gana y quién pierde hasta hoy y desarma la propaganda a favor de un inevitable progreso contra el que es insensato y estéril oponerse.

Los tecnólogos más avezados advierten, en cualquier caso, que el futuro digital lo tendremos que abordar desde un Internet distinto al que conocemos, una red fragmentada o rota, lo que en inglés ya se llama “splinternet”.

Los tecnólogos más avezados advierten, en cualquier caso, que el futuro digital lo tendremos que abordar desde un Internet distinto al que conocemos, una red fragmentada o rota, lo que en inglés ya se llama “splinternet”. La arquitectura universal que ha permitido su rápida expansión y sus prestaciones globales, puede ser desmontada por rivales geoestratégicos que coinciden en la necesidad de controlar las redes. El régimen de Beijing no permite que funcione el buscador de Google o Facebook en su territorio y ha hecho una exitosa apuesta por el desarrollo de la inteligencia artificial, con el objetivo primordial de perfeccionar el control político sobre los individuos. China no solo quiere ser dueña de su esfera digital, sino que estaría dispuesta a proyectar al mundo sus valores y prácticas por medio de exitosas empresas tecnológicas. La respuesta de Estados Unidos durante la Administración Trump, ha sido reclamar un internet limpio de influencia china, vetando a las empresas de este país en nombre de la seguridad nacional. Mike Pompeo, secretario de Estado, ha explicado que “las apps chinas amenazan la privacidad, emiten virus y desinforman”. El siguiente paso del trumpismo sería dotarse de medios para controlar dentro de sus fronteras el mundo online. La balcanización iría en contra de la visión original que permitió el nacimiento de internet, inspirada en el principio sagrado de la libertad de expresión y su difusión planetaria. Si prosperan tales intervenciones, seguiríamos muy lejos del tipo de pactos globales que requiere la revolución digital para respetar la dignidad humana y beneficiar a todos.

Como en cualquier época de la historia, la vigencia de valores cívicos depende de lo que hagamos y dejemos de hacer. Es cierto que la velocidad de cambio es exponencial y que estamos cada vez más distraídos por el propio efecto de los algoritmos y las pantallas sobre nuestros cerebros. Pero prefiero pasear por el lado soleado de la acera y pensar que estamos a tiempo de aprovechar el caudal de oportunidades que se nos ofrecen. La adicción digital es un fenómeno innegable (escribo este texto con el móvil lejos, acechante, por mucho que esté silenciado y con las notificaciones apagadas, a una hora en la que sé que no hay frecuencia de mensajes…). Nuestra relación con las pantallas requiere unos hábitos de higiene y de desconexión que son imposibles de adquirir sin decisión, entrenamiento y un contexto social que nos ayude. Mas no bastan los esfuerzos aislados: las instituciones y las normas civilizan el progreso. En el caso del reto digital, es el momento de levantar la vista y construir juntos el bien común.

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