THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

El capitalismo cognitivo

«El mérito se nos ha hecho más complejo y esta es una buena noticia, porque la persona capaz de asumir riesgos no es necesariamente la que posee una mejor titulación»

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El capitalismo cognitivo

Annie Spratt | Unsplash

La meritocracia parece destinada a convertirse -con permiso de la COVID– en el «tema de nuestro tiempo». Es indudable que despierta un interés creciente. Por eso conviene estar al tanto de los debates que despierta. Ya saben ustedes que si hay que dialogar con tirios y troyanos no es tanto para comprenderlos, como para comprendernos; o sea, para perfilar mejor nuestras posiciones. Un libro que me ha parecido clarificador en este sentido ha sido el escrito por el fundador de la revista Prospect, el británico David Goodhart, titulado Head, Hand, Heart: Why Intelligence Is Over-Rewarded, Manual Workers Matter, and Caregivers Deserve More Respect (Free Press, 2020).

En la década de los 70, el economista holandés Jan Tinbergn advirtió que la lógica inherente al progreso tecnológico abriría una profunda brecha entre los trabajadores altamente cualificados y los poco cualificados, concluyendo que la cualificación sería, de manera progresiva, un factor de productividad. Así ha sido. Hoy es indudable la existencia de una élite cognitiva cada vez más cotizada. Algunos, sin embargo, parecen verla como una patología de ese cajón de sastre llamado «neoliberalismo».

Goodhart diferencia tres grandes sectores laborales, caracterizados por el empleo de la cabeza (actividades intelectuales), las manos (actividades artesanales e industriales) y el corazón (actividades relacionadas con el cuidado de personas o animales).

Los primeros (la cabeza) serían la clase cognitiva, los jefes, los directivos y se caracterizarían por tener al menos un título universitario, poseer los mejores puestos de trabajo y obtener los ingresos más altos.

Los segundos (las manos), serían los trabajadores manuales, herederos simbólicamente empobrecidos del artesanado y del proletariado tradicional, que han perdido su antigua aureola. Han visto disminuir drásticamente sus ingresos y su estatus a medida que iban cediendo protagonismo productivo a la tecnología. Del mítico obrero que se movía con su mono azul entre los engranajes de la gran industria, hemos pasado al cajero de una gran superficie o al empleado de un local de comida rápida.

El tercer grupo (el corazón), sería el dedicado a la atención de personas y animales y estaría integrado principalmente por las mujeres que trabajan en sanidad, enseñanza, veterinaria, el hogar, etc.

Podríamos hacer más de una crítica a esta clasificación. Por ejemplo, es obvio que el sector del «corazón» incluye a muchos titulados universitarios, que cada vez hay más mujeres que son «jefes» o que no pocos jefes carecen de formación universitaria, pero lo que a Goodhart le interesa resaltar es la separación creciente entre la «clase cognitiva» y el resto de la sociedad, justificando así el supuesto resentimiento de cuantos se sienten desplazados de los puestos relevantes.

En mi opinión, la élite cognitiva es un hecho inevitable, pero que puede y debe ser compensado.

Es un hecho inevitable porque obedece a la misma metamorfosis del capitalismo, que está dejando de ser material (mercantilista e industrial) para pasar a ser inmaterial (cognitivo). Los índices que apuntan hacia aquí se pueden resumir en diez tesis:

1.     El capital y el trabajo ya no son capaces de explicar por sí solos el actual capitalismo.

2.     En los sectores más dinámicos de la producción, la creación de valor depende cada vez más del cerebro y menos de las manos.

3.     El capital intelectual es la principal forma de capital productivo.

4.     Las grandes empresas tecnológicas están compitiendo entre sí por acumular conocimiento.

5.     La innovación tecnológica es inconcebible sin una élite cognitiva.

6.     El peso creciente del conocimiento en la economía, modificaba las relaciones de la competencia internacional.

7.     La competencia se centra hoy en el control de la producción de conocimiento, su almacenamiento (por ejemplo, en forma de big data”) y su transformación en mercancía. 

8.     Dado que el capital cognitivo está protegido por derechos de autor, el capitalismo cognitivo es indisociable del proceso de apropiación privada del conocimiento.

9.     La expresión más clara del capitalismo cognitivo son las STEM.

10.  No podemos decidir no vivir en el seno del capitalismo cognitivo.

Esto no significa que el capitalismo cognitivo sea ya la forma universal de producción, sino que es su forma hegemónica. Se seguirán necesitando manos y corazones. Pero para atender las demandas del capitalismo cognitivo hace falta algo más: el imprescindible complemento de la persona dispuesta a convertir las ideas en negocios («risk taker»). El mérito que el capitalismo cognitivo necesita poner en valor debe ampliarse para integrar al que es capaz de asumir riesgos.

El mérito, pues, se nos ha hecho más complejo y esta es una buena noticia, porque la persona capaz de asumir riesgos no es necesariamente la que posee una mejor titulación.

He dicho anteriormente que la separación de la élite cognitiva, siendo inevitable, debe ser compensada. Y aquí hay que recordar a Quevedo, que advertía que cuando escuchaba a un jorobado gritar igualdad, no sabía si quería que le desapareciera la joroba o que les saliera a los demás. Es hora de decir que las palabras «igualdad» o «equidad» no significan nada si no nos clarifican lo importante: qué hacemos con las jorobas.

Una de las maneras de compensar el blindaje de la élite cognitiva es la que acabamos de señalar: estimulando las vocaciones emprendedoras. Pero con ella tampoco sería suficiente. Necesitamos que la élite cognitiva no quede blindada tras el dominio de sus especialidades y pierda el contacto con el conjunto de la sociedad. Para alcanzar este propósito es imprescindible contribuir colectivamente (y aquí el protagonismo del sistema educativo es incuestionable) a la restauración del sentido de comunidad, tomándonos muy en serio la mejora de la cultura común, que es, entre otras cosas, la que nos proporciona el lenguaje y el simbolismo colectivo que nos permite comunicarnos con las personas de las diferentes especialidades en una sociedad cada vez más necesitada de especialistas. El fomento de la cultura común es hoy una de las principales responsabilidades republicanas.

Uno de los ingredientes de la cultura común debiera ser el estímulo de la pasión por las alturas de todo aquel que quiera y pueda volar alto, porque, con frecuencia, lo que nos trae de vuelta es un beneficio colectivo. Piensen, por ejemplo, en Bach, y en la cantidad de belleza que nos dejó a todos en herencia. Nada sería más absurdo que mostrarse resentido con él porque nuestras alas de gorrión no pueden medirse con las suyas, de albatros.

El mayor peligro del emotivismo dominante es su fácil y cómoda deriva hacia una forma u otra de masoquismo.

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