Aloma Rodríguez
El corazón en el futuro
"Imagino que necesitamos los finales para que haya un principio, para partir el tiempo, para creer que con ese nuevo inicio podemos cambiar algo"

Aloma Rodríguez
Licenciada en Filología Hispánica. Ha publicado "París tres", "Jóvenes y guapos", "Solo si te mueves" y "Los idiotas prefieren la montaña", todos en Xordica. Es miembro de la redacción española de Letras Libres y colabora con diferentes medios.
El tiempo pasa rápido y a veces lentísimo. Se me hacen cortas las noches cuando duermo del tirón y eternas las noches con despertares y viajes de una habitación a otra. Que el tiempo es subjetivo ya lo sabíamos, pero a veces se nos olvida, como pasa con las verdades más evidentes: que terminamos por vivir como si no las necesitáramos. Así que este año se me ha pasado rapidísimo, sobre todo cuando pienso que ya estamos al final, pero por momentos parecía que no iba a terminar jamás –y en realidad aún no lo ha hecho–. Imagino que necesitamos los finales para que haya un principio, para partir el tiempo, para creer que con ese nuevo inicio podemos cambiar algo, corregir en el futuro los errores del pasado, o –siendo realistas– al menos no repetirlos estrepitosamente. De eso hablan los ciclos estacionales y lunares, las cosechas y las canciones que las acompañan. Pero también las temporadas, los cursos y todos los demás principios y finales de cosas artificiales o no que nos ayudan a ordenar el paso del tiempo y nuestro envejecimiento, y que nos ayudan también a ordenar el relato de nuestras vidas.
Pasado el estrés navideño inicial, una suerte de pánico escénico previo a la reunión, las navidades no están tan mal: comidas, alcohol y conversaciones. Tienen algo de suspensión de las obligaciones, casi como el verano, pero con un plus de tolerancia, y se presupone una cierta indulgencia: no me multe, que es navidad. A eso se añade el espíritu de final de año, de cierre y de comienzo.
Que te gusten las navidades es tan raro como que no, es decir, las dos cosas son de lo más normal, ninguna de las dos opciones nos hace más especial que la otra, y en esto –debe de ser una de las pocas cosas– no hay posicionamiento. Love actually y El Grinch son las últimas fronteras antes de la guerra cultural de posición. A mí me pasa que a ratos me gustan y a ratos las detesto enormemente. Me gustaría que siempre fuera un poco navidad, pero sin los villancicos y la estridencia de las luces de navidad en las ciudades. No sé cuánto rato podría aguantar la copiosidad de las comidas o de la compañía, pero me gusta esa especie de ambiente de alegría autoimpuesta. También me gusta la idea de que con el nuevo año todo será mejor, sobre todo uno mismo. Y me acuerdo de dos versos de Juan Antonio González Iglesias que citaba Jonás Trueba en La reconquista: “Pongo mi corazón en el futuro. / Y espero, nada más.”
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