THE OBJECTIVE
Felipe Santos

El desquite de Susan

Pocas como ella para personajes que coquetean con el poder y el peligro en un mundo de hombres. Hollywood era o sigue siendo eso, una fábrica de sueños impostados que siempre terminan bien. Recién salida de la escuela de interpretación de Yale, apareció tímidamente en Annie Hall, de Woody Allen. Hasta que tuvo que rodar aquella escena, el instante en que se desliza en el traje de astronauta que le va a sacar de esa nave oscura, de la cercanía de una cosa que la persigue. Alien fue algo más que un puñado de efectos especiales y gran parte de la culpa la tuvo aquella muchachita, alta como una torre, que escapaba a los estereotipos femeninos de las películas. La ciencia ficción de Ridley Scott siempre fue más descarnada, más existencial, como la eterna Blade Runner. ¿Y si después de todo los alienígenas no fueran tan amigables como esos seres musicales y armoniosos de Encuentros en la tercera fase?

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El desquite de Susan

Pocas como ella para personajes que coquetean con el poder y el peligro en un mundo de hombres. Hollywood era o sigue siendo eso, una fábrica de sueños impostados que siempre terminan bien. Recién salida de la escuela de interpretación de Yale, apareció tímidamente en Annie Hall, de Woody Allen. Hasta que tuvo que rodar aquella escena, el instante en que se desliza en el traje de astronauta que le va a sacar de esa nave oscura, de la cercanía de una cosa que la persigue. Alien fue algo más que un puñado de efectos especiales y gran parte de la culpa la tuvo aquella muchachita, alta como una torre, que escapaba a los estereotipos femeninos de las películas. La ciencia ficción de Ridley Scott siempre fue más descarnada, más existencial, como la eterna Blade Runner. ¿Y si después de todo los alienígenas no fueran tan amigables como esos seres musicales y armoniosos de Encuentros en la tercera fase?

En el fondo, ella era otra replicante, con su metro ochenta y dos de estatura. Esa “extraña bendición”, como luego la llamaría, que empezó dándole quebraderos de cabeza desde el colegio. Tanto fue así que siempre deseó hacer aquel movimiento y deslizarse por fin en un traje ajeno que le permitiera fugarse de la nave. El primer paso lo dio mientras leía El Gran Gatsby. Escondido entre las líneas, da con un nombre nuevo. Adiós a Susan Alexandra o a aquel patético Suzy que sus compañeros repetían mientras la miraban pasar escuálida y con gesto desgarbado por los pasillos del instituto. Ella quería uno que obligara a la gente a detenerse para pronunciarlo. Y ahí apareció, en casi un susurro de Jordan Baker a un Nick Carraway obnubilado, una invitación al abismo de la guía telefónica para buscar su teléfono bajo el nombre de su tía, la señorita Sigourney Howard. “Ven a verme”.

Al fin y al cabo ella tenía mucho de aquella amiga de Gatsby, una golfista de cuerpo atlético que se andaba con pocos miramientos con los hombres. Algo de ello tuvo que sacar para su personaje de La tormenta de hielo, esa joyita de Ang Lee. Había que imaginarla llegar a los rodajes y ver la estrella masculina sentarse en lo que tiene a mano para que no se note que le saca una cabeza. “Mi altura me salva de interpretar papeles convencionales y me permite ser una mujer como Ripley (Alien), Dian Fossey (Gorilas en la niebla) o Elaine (Political Animals), y no la pareja de alguien”. Aun así nos regaló aquella extrañeza de pelo recogido y vestido azul en El año que vivimos peligrosamente. Pero para entonces, Sigourney ya había lanzado su envite.

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