El dilema de los estímulos
«Porque pese al vigoroso crecimiento del segundo trimestre, la recuperación se está demostrando más frágil que lo que la campaña de vacunación prometía»
En los juegos olímpicos particulares que se libran en el terreno de las políticas monetaria y fiscal, va ganando el equipo de las palomas frente al de los halcones. Así al menos es cómo va el marcador en los consejos de la Reserva Federal y del Banco Central Europeo, ambos divididos. Triunfan quienes apuestan por mantener el pie en el acelerador y mantener unos tipos de interés cercanos a cero y continuar con las compras masivas de activos para incentivar el crédito pese a la inquietante subida de la inflación. También es el caso de la política fiscal a ambos lados del Atlántico, con sus programas de gasto público masivo pese al vertiginoso aumento de la deuda. Porque pese al vigoroso crecimiento del segundo trimestre, la recuperación se está demostrando más frágil que lo que la campaña de vacunación prometía. La nueva ola de contagios ha puesto de nuevo todo patas arriba. Se trata de salir cuanto antes del colapso económico provocado por la pandemia. Los estímulos en ambos frentes, monetario y fiscal, junto con el éxito de la campaña de vacunación contra la COVID-19, son el camino. Pero, ¿cuándo aminorarlos sin dañar la recuperación y evitar al mismo tiempo que la inflación y la deuda que traen consigo comprometan la salud del crecimiento futuro? Ese es el dilema.
De momento, la incertidumbre sobre la solidez de la recuperación ha inclinado la balanza a favor de quienes defienden mantener todos los estímulos. ¿La prueba? La inflación en junio llegó al 5,4% en EEUU. Pero la Fed, reunida esta semana, decidió dejar invariables los tipos de interés, que se sitúan entre el 0% y el 0,25%. No sin una creciente oposición y división interna. Porque el objetivo de inflación del banco central estadounidense es el 2%, el mismo que el del BCE. La inflación es más baja en la eurozona, el 1,9%, pero el consejo de la autoridad monetaria europea anda igualmente dividido sobre cuándo retirar sus estímulos.
Su presidenta del BCE, Christine Lagarde, ha conseguido contener al ala más ortodoxa del órgano de decisión de la institución. Cuenta con una insólita aliada, la única mujer además de Lagarde, la alemana Isabel Schnabel, favorable a no cometer los errores austericidas del pasado. Hace exactamente nueve años, su predecesor, Mario Draghi, conjuró los ataques contra el euro con su célebre frase: «el BCE está dispuesto a hacer lo que sea necesario». Hoy Lagarde parece dispuesta a dejar su impronta incorporando un concepto más flexible para medir la subida de los precios, inspirada en el nuevo criterio introducido por la Fed de considerar la inflación media en un periodo más largo de tiempo y no el dato puntual. Y los mercados financieros, acostumbrados a la tradicional ortodoxia de las autoridades monetarias, andan descolocados.
A diferencia de su predecesor en el cargo, Joe Biden ha mantenido a Jerome H. Powell en la presidencia de la Fed, como gesto de respeto a la independencia de la institución. Powell es más paloma que halcón, aunque no lo fuera suficientemente a ojos de Trump. Una y otra vez ha declarado que mantendría los estímulos, tanto vía tipos de interés prácticamente cero como las compras de activos, hasta que no viera un crecimiento consolidado y unos datos robustos de empleo. Y sólo ahora ha insinuado que pueden estar lográndose ambos objetivos, abriendo la puerta a que empiecen a disminuir las inyecciones al sistema.
Pero este gesto no es suficiente para los halcones de la institución, preocupados por los efectos más duraderos en la inflación que trae la escasez de algunos bienes y componentes debido a la interrupción en las cadenas de suministro que ha provocado el colapso del comercio mundial durante la pandemia. Colapso del que el mundo se recupera lentamente. También se observa una subida de los salarios. Y eso, en un país donde estos han estado estancados durante años, sobre todos en los trabajos más precarios, debería ser una buen noticia. Pero hay que incorporarlo como un elemento estructural a la evolución futura de los precios.
Y en el frente fiscal, lo más preocupante es el crecimiento vertiginoso de la deuda pública para financiar el aumento de los déficits públicos debido al aumento extraordinario de los gastos sociales y la caída en picado de los ingresos por el colapso de la actividad económica. Pero, ¿cuáles son los riesgos que este desequilibrio entraña en el crecimiento futuro y qué carga supone para las siguientes generaciones? La razón más obvia es que si la factura destinada al pago de la deuda, lo que se llama deuda improductiva, sigue engordando en el presupuesto nacional, se limitarán los recursos destinados a otras partidas claves para mejorar la productividad de la economía y mantener la cohesión social: educación, investigación y desarrollo, infraestructuras…
Inversiones todas ellas que brindan mayores oportunidades a los agentes económicos y que condicionan el futuro de los jóvenes. ¿Procede hablar de un pacto intergeneracional para contener la factura de la deuda? Tal vez sí. Porque hoy el pago de sólo los intereses de la deuda del Reino de España asciende a 32.000 millones de euros, según recogen los Presupuestos Generales del Estado de 2021. Esta partida representa casi el 30% de los 110.000 millones de euros que suman los presupuestos de todos los ministerios. Sí, han leído bien: de todos. Y supone 6.000 millones más del gasto total del Estado en las prestaciones al desempleo. Y la factura sigue creciendo…
Las 38 economías avanzadas de la OCDE aumentaron su endeudamiento soberano en 6,8 billones de dólares en 2020, o lo que es lo mismo: seis veces el PIB de España. Es el mayor incremento anual registrado en los 61 años de la historia de la organización. Y en 2021, año de grandes inversiones públicas y de colocaciones récord de deuda soberana en los mercados, la OCDE calcula que esa cifra aumente a 19 billones. Suma y sigue…
España cerró 2019 con una deuda pública del 95,5% del PIB tras pasar años de penuria y recortes para evitar sobrepasar el 100%. En sólo un año, 2020, esta subió al 125,3%. Casi 30 puntos porcentuales del PIB: 336.000 millones de euros. A devolver con intereses. Y la Comisión Europea cree que esta seguirá subiendo hasta 2031. El aumento del déficit público financiado con la deuda se debe en un 85% a los gastos derivados de las medidas adoptadas para mitigar los efectos sociales de la pandemia: 30.000 millones para financiar los ERTEs, 7.800 millones de exenciones fiscales a la Seguridad Social de los trabajadores protegidos por esa figura y 18.000 millones de ayuda directas a las empresas y autónomos. A los que hay que sumar la caída en 24.00 millones de los ingresos fiscales, sobre todo los relacionados con el consumo: 8.200 millones menos de ingresos por IVA y 2.800 millones por impuestos especiales. La corrección de este agujero depende de cómo se recupere el crecimiento y de lo productivamente que se inviertan los 140.000 millones de euros asignados por la UE a España, mitad a fondo perdido, mitad en créditos blandos.
Casi nadie cuestiona hoy los argumentos a favor de las políticas de gasto expansivas. Todos, incluidas las organizaciones más ortodoxas, quieren evitar cometer los errores del pasado. La austeridad que se impuso para hacer frente a la crisis financiera de 2008 la prolongó cinco años y trajo tremendos daños económicos y sociales. Pero eso no quita para alinearse con el consejo del Banco de España para que el Gobierno trace un plan para consolidar las cuentas públicas. Porque entre otras cosas, nuestras credenciales no son las mejores: en tiempos de prepandemia, España tenía el déficit estructural (ese que no se baja sin reformas estructurales del gasto) más alto de la UE.
Toca además sumar el pago de las pensiones que, tras el reciente pacto del Gobierno con los agentes sociales, pasa a financiarse a cargo del presupuesto, una vez abandonado el principio de sostenibilidad, y que ha de detraer 39,6 euros de cada 100 del presupuesto en 2021. Y ahora piensen el adjetivo progresista del Gobierno. Se presta a una gran confusión. ¿A quién protege y a quién abandona?
¿Otra razón por la que la deuda es insolidaria? El riesgo de que el Reino de España pierda la confianza de quienes financian su déficit y que los mercados exijan mayores tipos de interés. En la anterior crisis financiera al Tesoro español le llegó a costar un 7% colocar un bono a 10 años. El déficit público estaba entonces en el 11% del PIB al igual que el acumulado al cierre de 2020. Pero hoy gracias a la protección de los fondos de reconstrucción de la UE y al paso de gigante dado con la emisión de deuda común, financiarse a ese plazo en la más reciente subasta nos ha costado un 0,50%.
Pero no es descartable un bloqueo en la llegada de los fondos europeos si los países acreedores consideran que España carece de voluntad para corregirlos y no cumple con las condiciones pactadas. Hace escasos días nos dieron un toque de atención al respecto. Dada la fragilidad del Gobierno socialista y los peajes que está expuesto a pagar para mantener sus variopintas alianzas, no es un escenario descabellado. La consecuente subida de los tipos de interés afectaría a todos los ámbitos de la actividad económica y, de paso, restaría oportunidades a los más frágiles: los jóvenes autónomos o emprendedores o a quienes simplemente quieran emanciparse con un crédito hipotecario.
De forma que sí, hay una gran irresponsabilidad a la hora de creer que el crecimiento de la deuda no compromete las oportunidades de quienes hoy no toman las decisiones que condicionan la acción del Gobierno y cuyo voto, por ser minoritario, cuenta menos que el de otros colectivos. Aunque estemos dentro de una solidaria UE y el BCE esté echando el resto para asegurar una financiación a coste casi cero, las tornas pueden cambiar. Que se lo digan a la Grecia de los traumáticos recortes tras perder la confianza de los mercados… Su deuda es hoy la tercera más alta del mundo: el 213% del PIB. Hace apenas diez años estaba en el 107%. Sin un plan de consolidación fiscal, todo es posible. Así que toca rebajar el entusiasmo. La celebrada reedición de locos años veinte tardará aún en llegar.