El feminismo interior
Mi madre tiene 82 años y está cansada del machismo. Doblemente cansada, porque a su cansancio físico, se añaden esas cositas que con menos dolor de espalda, brazos y pies, se soportan sin improperios. Y es que son 82 años de toquecitos paternalistas de la vida, como ese señor que le trataba de explicar -equivocándose- cómo tenía que hacer para pagar en el parquímetro, o ese otro que trataba de ligar con ella, poniéndose pesadísimo, en la cola del cine.
Mi madre tiene 82 años y está cansada del machismo. Doblemente cansada, porque a su cansancio físico, se añaden esas cositas que con menos dolor de espalda, brazos y pies, se soportan sin improperios. Y es que son 82 años de toquecitos paternalistas de la vida, como ese señor que le trataba de explicar -equivocándose- cómo tenía que hacer para pagar en el parquímetro, o ese otro que trataba de ligar con ella, poniéndose pesadísimo, en la cola del cine.
El viernes viene a verme a casa mi madre y me dice: “hija, cada vez me duelen más los brazos al hacer la compra y ayer la cajera no se dignó a ayudarme. Y ahí estaba yo, empaquetando, y antes de que yo hubiera pagado ni nada, llegó un señor detrás de mí y ella se puso a embolsarle lo suyo tranquilamente. De verdad, que muchas mujeres tienen el machismo metido en vena”.
Y es cierto, sabemos perfectamente que el machismo es un aire que respiramos todos, en el que nos han criado a todos y que reproducimos en nuestros comportamientos todos, unos más que otros y nosotras, a veces, más que nadie. También es cierto que hace unos años, mi madre quizá no habría pensado que no ayudar a una anciana a embolsar para ayudar a un hombre se trataba de una conducta machista, o lo habría pensado, pero no lo habría verbalizado con tanta indignación. Esto es uno de tantos signos de que la lucha está calando y de por qué es necesaria. Se habla, se piensa, se reflexiona, se analiza qué es y qué no es machista y eso es fundamental.
Después de siglos calladas, o al menos más calladas que luchando, llega al fin otro viento que se lleva el aire rancio, para impregnar de preguntas los comportamientos tradicionales. “Ahora todo es machista”, dicen los teóricos de lo contrario, los críticos a los movimientos agresivos. Bueno, pues es que siempre ha sido todo machista, claro, principalmente machista. Es que ha sido hasta ahora como si el universo hubiera estado pintado de gris y nuestros ojos se hubieran acostumbrado a ese color de tal forma que no éramos capaces de verlo. Pero los colores se han movido. Se cuestiona, se mira distinto y esto es maravilloso para toda la sociedad porque es parecido a vivir despiertos y no en la grisalla de la rutina ancestral.
Ayer me di cuenta de que también iba por la vida despierta, pensando, con el feminismo[contexto id=»381722″] en la mente. Estaba en un hospital, en urgencias, a las doce de la noche. Había llevado a unos de mis hijos con una reacción alérgica. En la sala de espera había otros niños con sus madres. Yo estaba con mis dos hijos porque somos familia monoparental y donde va uno, vamos todos y es en esas situaciones cuando echo de menos al compañero con el que dividir la tarea.
Traté de imaginar si ellas tendrían marido. Traté de imaginar si de haberlo tenido yo, habría sido él quien cogiera al niño y se lo llevara en coche, quedando yo al cuidado del otro. Supe la respuesta: no se lo habría permitido. Yo habría tomado las riendas en una situación médica, igual que hacía mi madre, igual que hacía mi abuela. Miré a las otras mujeres de la sala de espera, preguntándome por sus maridos, que no estaban por allí. ¿Les pasaría a ellas lo mismo? ¿Se fían más de sí mismas que de sus maridos en una situación médica, de cuidados, de enfermedad de un hijo? Yo no lo puedo evitar, quiero ser yo quien reciba las instrucciones del pediatra, me fío más de mí misma para organizar mi paso por una farmacia de guardia a la vuelta, o de ponerme el despertador para controlar la temperatura del niño en mitad de la noche. Las mujeres queremos que los hombres entren en el juego de la igualdad, pero tenemos que luchar no solo contra la sociedad y sus órdenes establecidos en los frentes laborales y políticos, también, sobre todo, tenemos que luchar contra nosotras mismas y la herencia de miles de años que nos ha convertido en las guardianas de la hoguera, las guardianas de la salud, las cuidadoras, las dueñas del instinto protector. No es fácil soltar ese testigo y entregárselo al varón. Ser madre sin dejarse llevar por el genial instinto -sepan que los instintos son la herencia de la cultura, también- para ceder la antorcha cuidadora al hombre es duro de pelar. Yo no sabría hacerlo o sabría, pero con muchas, muchas reflexiones como ésta y tiempo para poder equivocarme como madre y como pareja.
Hay un feminismo exterior, hay un civismo feminista, de hombres y mujeres que piden la igualdad y hay un feminismo interior, un ejercicio de cambio psicológico necesario, un resetearnos que es fundamental y que comienza por la reflexión una noche, en una sala de urgencias, sonriéndole a otra madre que prefiere ser ella quien lleve a su hijo al médico, no vaya a ser que el marido no se entere de lo que hay que hacer. Esto, aunque nos pese, también es machismo. Creo, al menos ahora que el ruido nos ha despertado para pensar desde todos los puntos de vista, incluido el psicológico, que vamos en la buena dirección.