THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

El peor viaje de mi vida

«Le conté a mi novia que solo volvería a cagar cuando estuviera en mi casa en Madrid, tras un viaje en tren que cruzaríamos toda Europa desde Oriente Medio»

El peor viaje de mi vida
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El peor viaje de mi vida

El viaducto de Génova necesitaba obras constantes de mantenimiento. | Agencias

Me proponen desde esta cabecera que rememore y narre mi peor viaje como tema para un artículo de verano, a modo de entretenimiento para el lector en este mes de agosto en que antaño aquello que llamamos la actualidad ofrecía pocos huesos que roer. Pero ay, el tardosanchismo es el rayo que no cesa, e incluso en verano nos obsequia con suculentos titulares. Tanto es así que dudo mucho del interés que pueda tener el peor viaje que les pueda a contar. Entiendo que debo apostar por describir un episodio particularmente patético, y créanme que en los años de la imprudencia he acumulado situaciones verdaderamente lamentables, pero para poder competir con esta ubérrima actualidad que persiste en su afán de remover nuestro sentido político de la indignación, tendré que confesar alguna experiencia personal genuinamente espeluznante, algo de lo que probablemente me arrepentiré en cuanto me encuentre con mi madre y sus amigas en la playa. A esto nos conduce este Gobierno a los escritores.    

Haciendo un repaso rápido, acuden sin ningún esfuerzo a la memoria varios recuerdos que compiten por el título al peor viaje de mi vida. Entre los finalistas sin duda está un viaje a Israel con 18 años, en las Navidades del año 1994, al que fui con una novia totalmente tarada que me ofreció un Panorámix doble gota (quien lo probó lo sabe, que diría Lope, y para los legos dejémoslo en una dosis muy visionaria de LSD) para hacer el vía crucis de Jesucristo desde el huerto de Getsemaní hasta su catacumba en la basílica ortodoxa del Santo Sepulcro, pasando por los barrios palestinos del este de Jerusalén, les puedo asegurar que ni siquiera Cristo pasó el miedo que pasé yo haciendo el mismo trayecto. 

Otra experiencia traumática fue un viaje por Irán en el verano 2001, con un amigo iraní al que conocí en la universidad, allí grabamos un documental sin pedir los permisos oficiales que se requiere para cualquier trabajo de este tipo en Irán, entrevistando a críticos del régimen y estando en Shiraz tuve que escapar corriendo de un grupo de paramilitares basiyi que me gritaban «espía» y que arrestaron a todo el equipo que me acompañaba. Salí de la ciudad en el maletero de un coche, en mi vida he pasado más miedo. 

En las Navidades de 1997 volé con mi familia en un avión cubano de Madrid a La Habana, y poco antes de aterrizar nos anunciaron que habían recibido un aviso de bomba en el avión y nos prepararon para evacuarnos de emergencia, vivimos momentos de pánico propios de Aterriza como Puedas

En la nochevieja del año 2000 alquilé un Fiat Punto con unos amigos un coche en Tánger para ir al desierto al sur de Marruecos y dimos una vuelta de campana. Todas las ventanas del coche, así como los retrovisores se rompieron, pero Alá quiso que el coche aún funcionara. No teníamos dinero para pagar una grúa para devolverlo al alquiler y tuve que conducir 700 kilómetros hasta Tánger con el techo del coche hundido, agachado con la cabeza a la altura del volante y sin parabrisas, en pleno invierno. 

«Conviene reivindicar la literatura escatológica, que tiene muy mala prensa entre aquellos que ignoran a los clásicos»

Cualquiera de estos episodios que forman parte ya de mi repertorio de batallitas de sobremesa –de esas que provocan un gesto de hartazgo en no pocos amigos cada vez que vuelvo a contarlas– podría encajar en este artículo, son recuerdos de corcho, de esos que emergen con facilidad a la superficie, se quedan ahí flotando y se pueden exhibir con cierta jactancia narcisista de homme du monde. Pero en los últimos años, después de haber entrevistado a periodistas de conflictos, a alpinistas de esos que han perdido compañeros, a mutilados de guerra o a pescadores que faenan en el Gran Sol, cualquiera de estas historias me parecen ya menores. 

He tenido que escarbar más profundamente en la memoria, allí donde se hunden los recuerdos de plomo, en ese oscuro cajón de las memorias traumáticas y reprimidas, para acceder al verdadero peor viaje de mi vida. Eso sí, les advierto desde ya que si no han desayunado aún, es mejor que dejen esta lectura para más tarde. Voy a ser escatológico y les voy a llevar a un lugar maloliente, quedan avisados. Hablaré de cagar (perdonen la grosería, pero cualquier otro eufemismo para evitar el verbo cagar resulta ridículo: evacuar, defecar, excretar…), un acto rutinario que es incluso un placer que llama a la lectura y la meditación cuando se practica en un lugar limpio, cómodo, privado y seguro, y el peor de los tormentos cuando se hace improvisadamente, lejos de casa y sin el dinero suficiente para acceder a un lugar acondicionado para hacer de este acto fisiológico que nos iguala a todos, una experiencia digna, higiénica y cómoda. 

Conviene reivindicar de vez en cuando la literatura escatológica, que tiene muy mala prensa entre aquellos que ignoran a los clásicos, y que piensan que las cosas del caca-culo-pedo-pis son cosas de niños, a estos hay que recordarles que los niños de limpia mirada no se equivocan en su fascinación por estos temas del cuerpo que tanto les censuramos, y que aquellos genios a los que nada humano les fue ajeno, nos dejaron grandes páginas riéndose de la condición humana con estos temas, desde el griego Aristófanes en su comedia Las nubes, pasando por nuestro Quevedo con sus Gracias y desgracias del ojo del culo, o el gran Rabelais en su Gargantúa y Pantagruel, Benjamin Franklin con su Fart Proudly, hasta llegar al siglo XX con Samuel Beckett en su trilogía de Molloy o Jean Genet en su Diario de un ladrón. Yo no les llego a la suela de los zapatos, pero entiendo que si ellos no despreciaron hablar de algo que es común a todos, puedo dedicar sin avergonzarme unas líneas al tema.   

Vamos con ello. En mi verano universitario de 1996, trabajé de monitor en un campamento, y con lo que me pagaron traté de llegar todo lo lejos que se podía con la modesta suma que gané. Me fui en tren, en autobús y en autostop hasta la frontera de Turquía con Irán, con una compañera de la facultad de Bellas Artes que hoy es mi mujer. Fue mi primer gran viaje con ella, y seguramente las penurias y las alegrías que pasamos cimentaron nuestra relación. Me ahorraré las evocaciones románticas, los atardeceres en el Cuerno de Oro, las murallas de basalto de Diyarbakir, el incienso de su iglesia siriaca y me centraré en la parte abyecta que cumple la promesa de esta crónica, y que se circunscribe al viaje de vuelta. Tras un mes viajando apenas nos quedaba ya dinero para kebabs, y nos veíamos obligados a dormir en playas, trenes de vuelta y la cubierta del destartalado ferry que va cargado de mochileros entre Patras, en Grecia, y Brindisi, el mismísimo talón de la bota de Italia.

«En previsión para lo que se nos venía, me metí en el mar y cagué todo lo que pude, hasta vaciarme»

Emprendimos la vuelta en el norte turco de Chipre, desde el puerto Tašucu. Allí es donde hicimos el recuento de lo que nos quedaba y comprobamos que no había dinero ya para pernoctas. Eso quiere decir, que no habría ya más duchas ni cuartos de baño privados. El viaje desde allí a Madrid sería lento y largo, pero aceptamos nuestro destino alegremente: cuando uno está en esas primeras fases del amor, basta la compañía del otro para estar a gusto en cualquier parte. En previsión para lo que se nos venía, me metí en el mar y cagué todo lo que pude, hasta vaciarme. Soy consciente de que cagar dentro del agua es un acto que solo les permitimos a las criaturas acuáticas, en humanos la deposición acuática es una falta, tanto más grave si se comete en piscinas que en el anchísimo mar, pero aún así conviene alejarse y esconderse para hacerlo. El que lo haya practicado sabe ya que se trata de un dulce crimen: uno lo hace tumbado, mecido por el mar, y no se tiene que enfrentar a la penosa tarea de limpiarse el culo.

Además, dada la poca simpatía que me produce la hostil colonización turca del norte de Chipre, casi me pareció un noble acto de protesta. Pero si esto no les parece una justificación suficiente, aduciré en mi descargo que tengo nalgas hirsutas, condición que probablemente comparta con algunos de mis lectores –aquellos que más se solidarizarán con esta triste historia que les traigo. Créanme que esto es toda una salida del armario y que en esta época en que todo el mundo da un paso al frente para proclamar los sufrimientos que han padecido en silencio, y transformar sus vergüenzas en orgullo, ya va siendo hora de dar visibilidad al problema de limpiarse el culo de quienes somos peludos por ahí abajo.

Para nosotros el papel higiénico no es que sea una herramienta inservible, sino que hace particularmente penosa la tarea de higienizar la zona. El papel no solo se vuelve engrudo, sino que esparce el excremento por los pelos y crea esa inmundicia que algún genio anónimo de la humanidad dio en llamar tarzanetes, esas pequeñas partículas fecales que se adhieren como liendres al vello anal (los ingleses se refieren a ellas como dingleberries, que también es otro afortunado hallazgo: berries es baya, como en strawberry, fresa, o raspberry, frambuesa, y dingle, es un estrecho valle arbolado en el umbroso desfiladero entre montañas… una genialidad).

Recuerdo el día que le expliqué a familiares muy cercanos (que comparten fenotipo hirsuto) el término tarzanete, casi lloran no solo de la risa, sino de la emoción al descubrir que eso tenía un nombre, y es que de alguna manera, lo que se descubre con el nombre es que no estás solo en la indignidad: esto les pasa a tantos que al fin se ha nombrado, que la cosa existe, que somos legión.

«Un error de cálculo me llevó a sobrevalorar catastróficamente mi habilidad para retener necesidades hasta llegar a un baño digno»

No creo que haga falta aclarar que ni puedo, ni quiero, cagar sin bidé o sin ducha… o sin mar en su defecto (he fabricado un nombre para esta modalidad de evacuación: cacuática o bien, caquatics, para ingleses). Quienes padecemos esta condición corporal aprendemos pronto en la vida a evitar cagar fuera de casa o de un hotel, salvo en ocasiones realmente críticas, donde lo que está en juego es la vida misma. Y esta ocasión que les narro es una de esas pequeñas excepciones, fruto de un error de cálculo que me llevó a sobrevalorar catastróficamente mi habilidad para retener necesidades hasta llegar a un baño digno. Salí pues del agua en Tašucu, tras dejar una mina acuática, y le conté a mi novia que solo volvería a cagar cuando estuviera en mi casa en Madrid, tras un viaje en tren que cruzaríamos toda Europa desde Oriente Medio. De conseguirlo, sin duda habría podido contarlo como una de las grandes gestas de la Historia. 

Los primeros días, la cosa fue bien. Llegamos a Estambul, de ahí tomamos un tren tortuosamente lento hasta la frontera de Tracia. Cruzamos el Peloponeso, en Patras, en el puerto de Patras tomamos una pizza bastante mala con unos dracmas que nos sobraron del viaje de ida, en Brindisi unos simpáticos italianos nos invitaron a un inolvidable y copioso plato de orecchiette casero con brócoli, de ahí fuimos en tren a Roma, y de Roma a Génova donde tuvimos que pasar el día para coger un tren nocturno, ya que dormíamos siempre en los transportes públicos. He de decir que durante los días que duró el trayecto desde el norte de Chipre hasta Génova todo fue tan bien, que me sentía optimista con respecto a mi propósito.

Pero allí empecé a sentir subitamente los retortijones de los últimos siete kebabs, la pizza de Patras, los maravillosos orecchiette, y un panini romano de pastrami. La naturaleza se impuso. Con el vientre vivo y en movimientos incontrolables, empecé a sentir unos retortijones que eran un aviso inconfundible: cagar o morir. Me resistí durante un par de horas a la evidencia, pensando que se me pasaría si hallaba la postura correcta, pero lo cierto es que no había manera de dar un paso más o de encontrar una manera de postrarme en cualquier banco que me aliviara el dolor. Mi entonces novia me pidió que me rindiera a la evidencia, y me sugirió que me preparara para lo inevitable: tenía que aceptar mi derrota, cejar en mi temerario empeño y encontrar un baño público. 

Sentados en el banco de una plaza en medio de un día abrasador de agosto, yo con semblante pálido, muecas de agonía y cubierto en sudor, empecé a diseñar un plan. Entramos en más de una docena de cafeterías, lo que buscaba era un baño con un pestillo que me permitiera encerrarme con un lavabo a mano, con la esperanza de poder usarlo de bidé de manera privada, sin que nadie me sorprendiera en esa vergonzosa maniobra que podría provocar una paliza mortal de los dueños del establecimiento. No encontramos ningún baño en que pudiera cerrar el paso al lavabo. Además en muchos de los sitios a los que fuimos nos obligaron a tomar al menos un café o un refresco para acceder al baño, que era solo para clientes, con la consiguiente merma de nuestro escasísimo presupuesto y el empeoramiento de mi condición.

«Ingresé en la cabina moribundo, con el ánimo de un astronauta que se dispone a iniciar un viaje incierto»

Cinco cafés y siete cocacolas después, comprendimos que había que idear otro plan. Fue entonces cuando encontramos junto a un parque, en una vía principal de Génova, uno de esos baños cápsula ultramodernos, que parecen una nave espacial encallada en la tierra, y a los que se accede con unas monedas. El lavabo no funcionaba, pero nos pareció el sitio perfecto para la operación. Fuimos antes a comprar varias esponjas y cuatro botellas de agua mineral para facilitar las abluciones. Mi novia se quedaría de centinela, custodiando la puerta de la nave con varias monedas, para poder comprarme más tiempo en caso de que expirara el rato en que podía hacer uso de la cabina. 

Ingresé en la cabina moribundo, con el ánimo de un astronauta que se dispone a iniciar un viaje incierto en el que fía su supervivencia a la tecnología. Metimos unas liras, y la puerta se cerró como en las cápsulas espaciales de Starwars. En cuanto me quedé solo con las botellas y las esponjas, empecé a reparar en el abandono del lugar, no parecía que nadie se hubiera encargado de su limpieza. Había telarañas, polvo, olía más a moho que a detergente, y la sensación era que esta cápsula jamás había sido adoptada por los genoveses de bien para hacer sus necesidades, sino que más bien era un escondrijo para yonquis, una especie de narcosala, más bien una narcocabina. Entendí en todo caso que no había marcha atrás, si quería volver a la vida, tenía que empezar a expulsar todos los kilos de excremento que amenazaban con reventarme, y en ese decorado espacial, ciertas escenas de las fases de incubación de Alien venían a mi mente. Me quité los pantalones y los calzoncillos, me puse de cuclillas semidesnudo con cuidado de no tocar el retrete, cerré los ojos y empecé a expulsar lentamente algo que parecía la gruesa soga interminable con la que se amarra un carguero al muelle. 

Al cabo de un minuto la puerta de la cápsula se abrió de repente y me expuso a los viandantes de aquella calle principal de Génova. Yo le grité a mi novia que por favor metiera más monedas y cerrara la puerta, pero hete aquí que según Belén metía monedas, la cápsula enfurecida las escupía y la puerta de la cápsula se abría y cerraba a toda velocidad, como si aquel ingenio padeciera un ataque epiléptico. Yo chillaba, «haz algo, por favor, que se cierre la puerta», mientras de mí salían los orecchiette, las pizzas, los kebabs y los paninis, y Belén, aterrada, alimentaba a la cápsula de monedas que a veces se tragaba y otras escupía. Pichones de nosotros, habíamos confiado en que la administración italiana se ocupaba con rigor del mantenimiento técnico de aquel invento futurista.

El escándalo de mis alaridos suplicando a Belén que lograse cerrar la puerta y sus esfuerzos inútiles por cerrarla terminó por congregar a una muchedumbre frente a la cabina, mientras la larga deposición seguía brotando de mi cuerpo, y yo sujetaba en cuclillas una esponja y una botella de agua mineral. Finalmente, la puerta quedó totalmente abierta y bloqueada en esa posición, y Belén no pudo hacer otra cosa que plantarse delante con solemnidad, como si fuera la guardia suiza del Vaticano, frente a los genoveses que trataban de acertar lo que allí ocurría. Yo lo di entonces todo por perdido, agaché la cabeza, miré al suelo y terminé de depositar una espiral rebosante que aquel retrete averiado, metálico y pretendidamente futurista, fue incapaz de evacuar hacia ese ignoto misterio que son las cloacas de una ciudad. 

«¿Qué es en verdad un mal viaje? Podría argumentarse que es aquel que ni siquiera deja una buena historia que contar»

Después empezó la operación de lavado, con las botellas y las esponjas, mientras lo hacía levantaba la cabeza de cuando en cuando y veía a señoras paseando con sus perros y a parejas asomándose para ver qué pasaba. No pasa nada, me repetía, nunca volverás a verlos, quizás nunca vuelvas a Génova: haz bien lo que tienes que hacer que es lo único que puedes hacer ya. En cuanto comprendí esto, me tomé mi tiempo, abandoné allí las cuatro esponjas que tenía y las botellas de agua vacías, y liberado ya de mis dolores ventrales, con la sensación de estar completamente limpio, salí de aquella cápsula como astronauta que regresa con la paz que da saber que la misión está cumplida, abracé a Belén y nos pusimos a andar, sin dolores ya, todo lo rápido que pudimos para abandonar la escena del crimen y llegar a la estación. Ahora ya sí, llegaría a Madrid sin volver a pasar por el baño más que para orinar, y como Scarlett O’Hara cuando juró que nunca más volvería a pasar hambre, yo juré que no volvería a pasar por algo igual aunque tuviera que asaltar una casa privada.  

Aquí terminó aquel viaje de mierda, no sé si acaso el peor de mi vida, aunque seguramente el más ridículo y humillante. Pero llegados hasta aquí, no quiero cerrar esta anécdota sin hacer antes una consideración pertinente, a modo de moraleja incrustada como un pegote: ¿qué es en verdad un mal viaje? Podría argumentarse que es aquel que ni siquiera deja una buena historia que contar. Un viaje que no deja en suspenso por un rato el tedio de nuestras vidas, sino que más bien lo prolonga. Un viaje que no deja cicatrices de las que presumir, que no nos hermana más a quien nos acompañó en la desgracia, ni nos legó aprendizajes. Escribe L.F. Céline en su breve prólogo a su colosal novela Viaje al fin de la noche, que «viajar es útil, hace trabajar la imaginación. El resto no es más que decepción y fatiga. Nuestro viaje es enteramente imaginario. De ahí su fuerza». No hay mayor derrota pues que un viaje vulnerable al olvido. 

Probablemente alguno de los lectores que tengan el tiempo de leerse esto que escribo estén inmersos ahora mismo en un verdadero mal viaje, es decir, se estén aburriendo de estar pasando demasiado tiempo con la misma gente (quizás su familia), en un lugar que ya conocen demasiado bien, reemplazando las rutinas del invierno con otras rutinas de verano, asándose en una playa, escuchando la insoportable canción del verano por enésima vez, esperando a que un camarero antipático les traiga algo hecho sin cariño y deseando que todo se acabe para volver a su vida. El verano es implacablemente cruel con esa exigencia que trae consigo de pasárnoslo bien a toda costa, o si no ser unos pringados a los que la vida misma estafa. Pero si no son capaces de pasarlo bien, al menos pásenlo verdaderamente mal, porque un mal viaje épico, catastrófico, pavoroso, es una aventura que nos regala esa anécdota futura –ya sea una anécdota de mierda– que mañana será motivo de carcajadas en más de una sobremesa.

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