El populismo después de Trump
«Quienes celebramos la derrota de Trump, personalidad tan singular que difícilmente habrá trumpismo en su ausencia, apostamos abiertamente por una concepción pluralista y liberal de la democracia»
La derrota de Donald Trump en las elecciones norteamericanas, cuyo recuento ha seguido el mundo entero como si se tratase de un thriller para todos los públicos, ha reabierto por un momento el debate sobre la naturaleza y deseabilidad del populismo. Pese a que hubo quienes sacaron otra vez a pasear la etiqueta de «fascista» a la vista del peligroso camorrismo con que Trump recibió los primeros indicios de que no renovaría su mandato, el multimillonario neoyorquino ha sido desde el principio un acabadísimo ejemplar de líder populista. De hecho, él mismo se encargó de recordarlo a los analistas con un tuit —que hace buena pareja con su discurso inaugural de 2016— en el que acusaba al «depravado pantano» de la élite washingtoniana de intentar detenerlo a sabiendas de que él no responde ante «ellos» (el establishment) sino solo ante «vosotros» (el pueblo). Añadía Trump en el mismo tuit que solo la alianza del líder y el pueblo puede destronar a la fracasada clase política y salvando con ello el «sueño americano». No es nada que pueda impresionarnos en España, acostumbrados como estamos —qué remedio— a los tuits incendiarios de Echenique, Rufián, Abascal y compañía.
Habrá quien se sobresalte ante la comparación, pero hay razones de sobra para hacerla. Y es que Trump[contexto id=»381723″] solo es uno de los muchos líderes populistas cuyo éxito nos ha sido dado presenciar en la última década. Y así como hay que congratularse de su derrota, lo coherente es anhelar también el debilitamiento de otros populismos: en beneficio de la integridad de la democracia liberal-pluralista y del progreso material de nuestras sociedades. De entre la notable variedad de los liderazgos populistas, el de Trump destaca sin duda por su carácter estridente: showman y vendedor con experiencia televisiva, ha representado al outsider de la rama empresarial por medio de una exhibición de malas maneras —rasgo marcado del estilo populista— no exentas a menudo de una lograda comicidad. La democracia americana saldrá ganando con un presidente moderado y respetuoso de las instituciones, que además ha tenido la inteligencia electoral de dejar al ala izquierda de su partido en los márgenes que le corresponden. Por lo demás, hay que tener en cuenta que el sistema presidencialista es en sí mismo facilitador del populismo, especialmente en combinación con esa cultura política norteamericana que los europeos a menudo no entendemos: también Obama se complacía en atacar los «intereses especiales» de Washington y se comprometió a neutralizarlos para que gobernase de verdad el pueblo. Siempre fue posible, por ello, interpretar la victoria de Trump en términos convencionales como un resultado de la alternancia propia del sistema presidencialista.
Entre quienes apoyan a los populismos de izquierda, el fenómeno Trump puede inducir dos tipos de respuesta. Una primera posibilidad consiste en negar que Trump sea populista, calificándolo en cambio como líder de un movimiento de extrema derecha. Se subrayan así los rasgos más conservadores de su discurso —como el nativismo y el nacionalismo— o se enfatiza su escaso compromiso con la redistribución pública de la riqueza. Pero existe al menos una segunda opción, que consiste en repudiar el trumpismo mientras se reclama la necesidad del populismo, si es posible encontrando para este fenómeno una denominación menos peyorativa. El filósofo español Germán Cano, cercano a Podemos, defendía la segunda opción en un tuit en el que reclamaba la debida comprensión de las causas del trumpismo y reclamaba «que se empiece por borrar de la jerga mediática ese asilo de ignorancia que es la palabra despectiva «populismo»». Hay que desterrar esta Kampfwort o palabra de combate que se arroja contra el rival para desacreditarlo: es el nombre de un monstruo que no existe. ¡Populistas, no hay populismo!
Algo parecido decía el geógrafo francés Christophe Guilluy en una tribuna publicada este sábado en El País. Para Guilluy, el populismo es una legítima y necesaria intromisión de las clases populares en un mundo que se las ha apañado para expulsarlas a golpe de globalización cosmopolita. Debido al carácter benéfico de este fenómeno, el término «populista» solo introduce confusión. A su juicio, las masas populares pueden utilizar «títeres populistas» para hacerse notar, pero buscan menos un dictador que una oferta política: el mundo de las periferias populares, concluye, es «el marco coherente en el que la sociedad debe renovarse». Tanto el Brexit como el movimiento de los chalecos amarillos apuntarían en esa dirección. De acuerdo con las categorías del filósofo francés Jacques Rancière, las clases populares son la «parte sin parte» que habría permanecido invisible en el mundo neoliberal: es el populismo el que las hace visibles. El problema del populista teórico se plantea cuando quien emerge en este proceso práctico es el redneck que reclama América para los americanos.
El debate de fondo sobre las causas del populismo tiene el máximo interés, pero no es lo que aquí me interesa. Más bien quisiera subrayar, ahora que Donald Trump ha salido de la escena, que necesitamos una mayor claridad analítica e incluso moral. En lugar de refugiarnos en la idea de que solo Trump era el populismo o negar que lo fuera para así salvar al resto de populistas, convengamos en que el fenómeno existe y, a partir de esa premisa, manifestemos nuestro acuerdo o desacuerdo con el mismo. Guilluy, por ejemplo, lo ha hecho: el populismo le parece una empresa redentora de las clases populares en el marco del neoliberalismo depredador. Lo que no tiene sentido es negar el aire de familia que vincula a los distintos populismos entre sí ni eliminar una palabra que se refiere a una realidad objetivable.
Tal como demuestra una vibrante literatura especializada, el populismo existe y posee un núcleo perfectamente reconocible: es un discurso antielitista que se realiza en nombre del pueblo soberano. Podemos añadir matices relacionados con la performance del líder o diferenciar entre variantes de derecha e izquierda, así como hacer un recuento de los elementos adjetivos o facilitadores del populismo: el líder carismático, la evocación de la patria, el anti-intelectualismo, el estilo tabloide. Pero habrá populismo allí donde un líder o movimiento divida la sociedad en dos partes enfrentadas entre sí, de acuerdo con una jerarquía moral que separa al pueblo virtuoso y auténtico del establishment corrupto, y defienda la soberanía popular como el criterio determinante para la toma de decisiones políticas. Esto supone una preferencia por las formas plebiscitarias o directas de democracia, en contraste con el sistema de filtros a la voluntad popular característico de la democracia liberal. Para el populista, la primacía de la voluntad popular no debe frenarse ante nada y de ahí que pueda invocarse contra una decisión judicial, un parlamento desfavorable o la libertad de información: allí donde gobiernan o influyen en el gobierno, los populistas persiguen dar forma a una democracia iliberal que prescinda de los límites al poder del constitucionalismo liberal; incluidos, si hace falta, los derechos individuales o de las minorías. Ni que decir tiene que la «voluntad popular» se nos transmite a través del líder populista, que encarna simbólicamente al pueblo a la vez que sirve de médium revelador de sus demandas.
Tal como puede deducirse de esta descripción, los últimos años han traído consigo una intoxicación populista del cuerpo político democrático-liberal. El grado es variable: hay democracias más contaminadas que otras. Pero en casi todas ellas ha aumentado eso que mis colegas llaman «polarización afectiva», que es otra forma de referirse al antagonismo moralizante que caracteriza al populismo: ya se aplique al eje pueblo/establishment o se reformule, como sucede en España, para el eje izquierda-derecha (distinguiéndose aquí entre una izquierda moralmente recta donde caben populistas y nacionalistas, de un lado, y una derecha extrema moralmente corrupta que quiere acabar con la democracia y coquetea con el fascismo). Es asimismo frecuente que la voluntad popular o de la mayoría se invoque como principio legitimador por encima de las leyes, con el ejemplo de las sesiones parlamentarias en el parlamento catalán del 6 y 7 de septiembre de 2017 como ejemplo inmejorable. Asimismo, en algunas democracias se observan derivas iliberales relacionadas con el control de los medios de comunicación o el nombramiento de los altos cargos judiciales; a veces son meras intentonas que no llegan a cuajar, pero eso no les resta gravedad. Y en todas partes, la nueva estructuración digital de la conversación pública ha traído consigo —junto a algunos beneficios innegables— una cacofonía donde las posiciones extremas de izquierda y derecha conviven con el viejo mainstream moderado, reforzando la conflictividad de la arena pública en lugar de reducirla a términos manejables.
Sostienen los populistas de todos los partidos que ellos son demócratas, pero habría que añadir que la suya es en el mejor de los casos una versión particular de la democracia bien alejada de la concepción liberal-pluralista. De ahí que sea razonable pedir un poco de coherencia: quienes celebramos la derrota de Trump, personalidad tan singular que difícilmente habrá trumpismo en su ausencia, apostamos abiertamente por una concepción pluralista y liberal de la democracia. O sea: una que es respetuosa de las leyes y de las minorías, transaccional antes que moralista, reconocedora de la heterogeneidad social, gradualista antes que radical, irónica en vez de literal. No es un secreto que el populismo es uno de sus enemigos; lo dicen abiertamente sus líderes. Se me dirá que con Trump ha caído el populismo malo, pero que hay un populismo bueno que merece ser apoyado: incluso podemos cambiarle el nombre, para que no nos asuste. Sin embargo, el problema del populismo trasciende su filiación ideológica y tiene que ver con el modo en que concibe la democracia, la comunidad política, la soberanía: el desacuerdo entre populistas y pluralistas es profundo, aunque pueda desdibujarse en el fárrago de la política partidista. Y el resultado de las elecciones norteamericanas es un buen momento para recordarlo.