THE OBJECTIVE
Ricardo Dudda

El problema no son los bulos

«Hay motivos para una ligera preocupación. Se habla de «examinar la libertad y pluralismo de los medios de comunicación». El gobierno se arroga la capacidad de decidir qué es desinformación»

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El problema no son los bulos

Mariscal | EFE

El gobierno ha dicho que su estrategia contra la desinformación y las fake news «tiene como finalidad evitar la injerencia extranjera en procesos electorales, así como detectar campañas promovidas desde el exterior que puedan dañar los intereses nacionales de nuestro país». Con esto, ha intentado rebajar las críticas de la prensa y la oposición, que acusan al gobierno de querer regular o limitar la libertad de prensa. 

El 5 de noviembre, el BOE publicó el ‘Procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional’. Hay motivos para una ligera preocupación. Se habla de «examinar la libertad y pluralismo de los medios de comunicación». El gobierno se arroga la capacidad de decidir qué es desinformación. Pero, en general, el texto es ambiguo y blanco, con palabras como infodemia resiliencia (favorita del presidente). Más allá de las implicaciones que pueda tener en la libertad de prensa, me interesa señalar cómo el discurso de la desinformación se ha convertido en un cliché del establishment político occidental.

En 2016, cuando ganó Donald Trump, se habló de injerencia rusa en las elecciones. A veces se alcanzaron niveles ridículos: se hablaba de un “11s digital” o un “Pearl Harbor online”. Se sobredimensionó el papel que tuvo Cambridge Analytica en las victorias del Brexit y Trump, que no había hecho nada diferente a cualquier campaña contemporánea. Se dio una importancia desmedida a las fake news[contexto id=»381731″]; el populismo había ganado gracias a granjas de trolls en Macedonia y perfiles falsos de rusos en Twitter, Facebook e Instagram. En EEUU, la prensa se volvió histérica con un supuesto #RussiaGate y una colusión entre Trump y Putin que acabó en nada, algo que han estudiado y criticado periodistas como Matt Taibbi o Glenn Greenwald. El relato de la desinformación y la injerencia externa se convirtió en una excusa perezosa que explicaba de un brochazo lo que había pasado en las democracias occidentales en los últimos años; fue una herramienta esencial para eludir responsabilidades. El establishment no tenía culpa de nada, ¡fueron los rusos! Este discurso, que era muy estadounidense, se extendió a todo occidente: la desinformación socavaba las democracias liberales y provocaba el descontento antisistema.

Hoy el mismo discurso se ha adaptado a la pandemia. El gobierno español estuvo desde el principio muy preocupado por los bulos sobre la COVID-19; era obvio que existían, y que su efecto era pernicioso, pero les dio una importancia desmedida. El discurso funcionaba como pantalla de humo y también como herramienta para neutralizar las críticas, a las que se comparaba sutilmente con negacionismo. Si existe fatiga, escepticismo, malestar social no es por culpa de la gestión deficiente del gobierno, sino de la desinformación.

El gobierno afronta el problema de los bulos y la desinformación como si fuera Estonia en 2007, que sufrió un hackeo por parte de Rusia que inhabilitó todos los sistemas informáticos de su gobierno; se enfrenta a los bulos de la infodemia (a menudo magnificados interesadamente) con el CNI, el Departamento de Seguridad Nacional y un nuevo órgano florero, la Comisión Permanente contra la Desinformación.

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