THE OBJECTIVE
El salón contemporáneo

Ignacio Peyró: «El primer recuerdo es una gracia con la que uno debe morir»

Daniel Capó conversa con Ignacio Peyró por la publicación de su último libro: ‘Un aire inglés. Ensayos hispano-británicos’ (ed. Fórcola)

Daniel Capó
Comentarios
Ignacio Peyró: «El primer recuerdo es una gracia con la que uno debe morir»

Ignacio Peyró. | Rita Á. Tudela

En una de sus entrevistas más personales, Ignacio Peyró -seguramente el mejor prosista en castellano de su generación- conversa con Daniel Capó sobre la memoria, el humor, la dulzura del vivir, la necesaria benevolencia, el espíritu cervantino y los abismos íntimos que sostienen la vocación de un escritor. Tras sus exitosos diarios Ya sentarás cabeza (ed. Libros del Asteroide), acaba de publicar Un aire inglés. Ensayos hispano-británicos, en la editorial Fórcola. 

Pregunta: Ignacio, ¿cuál es el recuerdo más lejano que usted tiene? ¿Dónde se sitúan la raíces de su memoria?

Respuesta: Supongo que el primer recuerdo es una gracia, un secreto, con la que uno debe morir. Me impresiona mucho, en todo caso, un gesto: la mirada de aquellos que se asoman a la cuna. Una mirada de amor, pues así somos recibidos en el mundo si todo va como debiera ir. Esa mirada es una bienvenida, la confirmación de una hermandad. En mi caso, nací en una familia inmensa, pues no solo eran mis hermanas, mis padres y yo, sino también infinitos primos, tíos, etc. Dicho de otro modo, nací -literalmente- acunado por un amor indudable. El hecho de haber sido el último en una generación no hizo sino subrayar el afecto. Y, por la distancia con mi hermana inmediatamente anterior, me hizo vivir en una curiosa soledad rodeada de benevolencia. Supongo que por esa luz antigua luego he podido lidiar con las oscuridades que se presentan o que anidan dentro de nosotros.

P: ¿Ve en ese consuelo -«acunado por un amor indudable»- algún eco de su sensibilidad actual? ¿Somos hijos del pasado o es el destino el que nos esculpe?

R: Lo único que conocemos de la vida son sus raíces. Somos hijos del pasado; tanto, que somos hijos incluso de pasados que no son nuestros.

P: En su anglofilia, yo diría que hay algo de alfa y omega, de principio y fin. ¿Cuándo se dio cuenta de que el encuentro con Inglaterra iba a definir, de algún modo, una forma particular de habitar el mundo?

R: No sé tanto si fue el descubrimiento de Inglaterra o el consuelo o la alegría de ver en ciertos modos ingleses algunas correspondencias con lo que uno sentía: un conservadurismo no resignado, el amor por la libertad entendido como libertades, la aproximación por el humor y la paradoja, la desconfianza ante los grandes proyectos… en fin, que debí de nacer canovista sin saberlo.

P: En la primera mitad del siglo XX, el gusto europeo se dividió entre la caballerosidad inglesa y el porte prusiano, sin olvidar el afrancesamiento de algunas artes. ¿Se siente parte de una tradición anglófila que también se dio en España con algunos nombres ilustres?

R: Incorporarse a una tradición no es algo que uno haga: otros son quienes lo deben hacer por él. Si no, habría mil escritores tocados por la gracia de Cervantes. Es, en todo caso, una tradición minoritaria pero hondamente respetable, más capaz de aportar un cierto aire intelectual que de haber tenido un poder efectivo, con dos excepciones: en sendos momentos de restauración, 1875 y 1975, la monarquía y aun algo del sistema de partidos pagarán tributo a la inteligencia institucional inglesa. Más allá de esto, una cierta anglofilia fue el modo por defecto en diversos ámbitos -de la prensa a la sastrería- en todo lo que va de Voltaire a Churchill. En mi caso, puedo decir que me acogí a la anglofilia como pretexto para ser escritor: quería publicar algo y el editor escogió este tema entre los que le propuse. Pero, más allá de eso, también creo que la anglofilia puede ser un lugar para hablar de la vida -por eso me gustaba como pretexto literario. Como fuere, el paso de los años no ha hecho sino encarnar en mi propia vida esa filia. Y al final, con cerca de 1.500 páginas publicadas sobre algo, es normal que te sitúen en una tradición -y en este caso con gran contento.

P: En esa geografía de lo inglés en España, ¿usted diría que hay ciudades y territorios literarios más nítidamente british que otros? Pienso, por ejemplo, en Málaga y Palma.

R: U Oporto -en Portugal- y Jerez. O Hamburgo, fuera de nuestra parte del mundo. Sí, ciudades comerciales, abiertas, portuarias. Buruma habla de ello con mucho interés. Se ve muy bien ese cambio interior/exterior en Borgoña, de interior y campesina, y Burdeos, abierto al mar y al comercio.

P: Leyendo su obra se intuye que usted llegó muy pronto a definir un canon literario propio. Cuando le empecé a leer, hace más de quince años, usted ya reivindicaba la obra de autores como José Jiménez Lozano, José Carlos Llop y Valentí Puig (o de Anthony Powell y Evelyn Waugh, por citar dos escritores que por aquel entonces leíamos con fruición). ¿Por qué cree que se formó tan rápido esa constelación familiar? ¿Tuvo maestros en la lectura o su gusto se formó un poco a salto de mata, de forma más anárquica? ¿Y cómo diría que ha evolucionado ese canon particular en esta última década?

R: Es curioso: tengo una sensación distinta. Es decir, la de que mi gusto no se formó pronto. Al contrario. Quizá porque fui un lector precoz. De ahí que tenga la sensación de que había perdido mucho tiempo en lecturas desastrosas hasta llegar a lo que me gustaba. Ahora, curiosamente, hago lo contrario: intento forzarme a leer cosas que en principio no me atraen. En principio lo hago para aumentar los campos de mi aprecio y luchar contra cierto conformismo, pero en numerosas ocasiones compruebo que había una razón para que no me atrajera lo que no me gusta. En todo caso, a lo que usted dice creo que habría que añadir la lectura de un cierto periodismo -español o extranjero- de calidad, el 98, no poca Francia decimonónica y nuestra poesía clásica.

P: Hablando del peso que han adquirido determinadas lecturas en su formación, pensaba en aquella vieja cita de san Agustín, que recoge Owen Chadwick en su lección inaugural como Regius Professor, y que a mí me gusta mucho citar: «Para entender al hombre, primero tenemos que ganarnos su amistad». Me gusta pensar que en su obra se encuentra una mirada que aspira a no perder de vista este acercamiento amistoso a la condición humana y sus servidumbres.

R: Creo que mi acercamiento es siempre a través del humor, es decir, de la ambigüedad, y en todo humor hay algo de afecto. El humor es un afecto que nos iguala. Dicho esto, hay lugares donde el humor ha de parar y ceder el paso a la piedad. Hay lugares donde el humor, respetuosamente, no entra: no puedo hablar de la Gran Guerra con humor, sino con piedad y reconocimiento. Es curioso, sin embargo, que -entre nosotros, y pese a ser el país de Cervantes: en Reino Unido es otra cosa- el humor sea literariamente algo que resta. Por otra parte, a mí hay algo que me gusta más que el humor y es una cierta finura: lo fino dura más que lo gracioso, digamos. En ambos casos, con todo, lo importante es si lo que escribes parte de un amor por la vida, de una gratitud por la vida, por fatalista que uno pueda ser, o es una maldición o una blasfemia, como tanto del siglo XX.

P: Un aire inglés. Ensayos hispano-británicos es el reflejo de una amistad con Inglaterra. ¿Qué debería incluir un eventual libro titulado Un aire español? ¿Qué le deben los ingleses a España? ¿Cómo se refleja la hispanidad en su cultura y en su mundo?

R: La mirada de Inglaterra a España ha sido diversa: por supuesto, durante un tiempo fue una mirada enemiga. Y es de particular interés cuánto -en tiempos de la exploración y colonización- tuvo esa mirada también de avidez de aprender: un imperio sigue a otro, un imperio aprende de otro. Luego, a partir del XIX, la mirada tendría no poco de orientalizante: la mirada del viajero, e incluso también la del erudito. Pero hay una mirada española que, en buena parte, España perderá y se la queda Inglaterra: la mirada del narrador cervantino.

P: Ya para ir terminando, me gustaría citar un breve fragmento del libro. «El primer ministro Harold Macmillan –leemos– dictaminó que quien no había conocido el mundo anterior a la Gran Guerra –simplemente– no había conocido la dulzura de vivir». ¿También diría que quien no ha conocido Londres, la campiña inglesa, la particular suavidad de sus tierras y su arquitectura, tampoco ha conocido la dulzura del vivir?

R: Hay muchas dulzuras de vivir. Pienso en Extremadura, al final de una tarde de verano, cuando se aviva la brisa y vemos la sombra de las encinas como un damero. En esta vida podemos vivir con cualquier cosa, no nos hace falta nada más que la infancia: algo de eso dijo Flannery O’Connor para la escritura. Y con Londres hay que tener una cautela especial: debemos siempre ser conscientes de que nos vuelve algo papanatas, pues cualquier otro lugar parece periferia. Pero sí: hay una belleza inglesa, la belleza de una Inglaterra que siempre se da en pequeñas dosis. Por eso me gusta hablar de «un aire» inglés: es sutil pero de presencia inequívoca, y puede rastrearse lo mismo en un buzón de correos que en una parroquia neogótica o un formalismo del parlamento.

P: Y una última cuestión: detrás de toda obra de arte se oculta un abismo. Si no es una pregunta demasiado íntima, ¿qué abismo –o, si lo prefiere, qué anhelo– sostiene su vocación como escritor?

R: Hay siempre una cierta urgencia o angustia que tienen que ver con el sentido del tiempo. Y la presión, también, de pensar que uno corresponde a una vocación. Pero, como es obvio, esto son condicionamientos fundamentales, no una poética, por así decir: en mi caso tiene que ver con el deseo de que lo hermoso no quede sin decirse, de entender la vida -pese a un cierto fatalismo de la historia- como don y agradecimiento. También me interesa, y mucho, contribuir a perpetuar una tradición clásica dentro de la prosa castellana. 

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D