THE OBJECTIVE
Javier Rioyo

Sara Montiel y Françoise Hardy. Dos vidas sin fango

«Ellos tenían a Juliette Gréco, nosotros a Sara Montiel. Ellos a Françoise Hardy, nosotros a Massiel. Ellos a DeGaulle, nosotros a Franco»

El verso suelto
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Sara Montiel y Françoise Hardy. Dos vidas sin fango

Retrato de Sara Montiel. | Europa Press

«Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos

aunque a veces nos guste una canción»

(Elegía y recuerdo de la canción francesa. Jaime Gil de Biedma)

Estábamos en el centro del fango, enfangados en el primer bar que hubo en Madrid, y en España: El Cock, que ahora cumple cien años. Era la hora del cóctel, y hacíamos lo propio en compañía de una española apasionada y residente en París y de Israel Rolón, del viejo San Juan y residente en Washington. Estábamos hablando de la vida, las camas, los amores, las ideas y las ficciones de la vida real de un mito nuestro llamado Sara Montiel, a quién tanto quisimos –el último concierto de Sara Montiel lo organizamos juntos en el Instituto Cervantes de Nueva York que yo dirigía y en compañía de Íñigo Ramírez de Haro que era entonces el agregado cultural del consulado de Nueva York, otros tiempos!- y a quien estábamos recordando por su gentileza, su humor y su éxito cuando y nos llegó la noticia de la muerte, por su propia voluntad, de uno de los más constantes amores que desde la adolescencia hemos mantenido: Françoise Hardy. 

Las imágenes y las músicas se nos mezclaron. ¿Cómo poder decir adiós a ella que nos hizo más modernos, menos tontos y más afrancesados? Aquella chica que nunca olvidamos, la que nos traicionó con el amante de todas las mujeres, un noctámbulo parisino llamado Jacques Dutronc. Esa rubia con flequillo que se salvó de los asedios ingleses y judíos- ni Jagger, ni Lennon, ni Dylan– pudieron contra el francés. A batallas de amor campos de pluma. Pero ni Góngora nos cura de la soledad, de la melancolía de un mundo sin Françoise Hardy. Y nos recordamos jóvenes queriendo ser franceses, como chicos y chicas entrelazados, con nostalgia de posibles rebeliones, de aquellas músicas de nuestra memoria. Pero no, no éramos franceses. Éramos, entonces no nos dábamos cuenta, chicos del centro del fango. 

Doblemente tontos y afrancesados, levantiscos de la Puerta del Sol, ignorantes del epicentro de todos los fangos, sin ninguna/o Montero que nos supiera señalar el camino de la liberté y fraternité. La igualité ya nos parecía demasiado, que tampoco éramos tan comunistas. Ellos tenían a Juliette Gréco, nosotros a Sara Montiel. Ellos a Françoise Hardy, nosotros a Massiel. Ellos a DeGaulle, nosotros a Franco. Ellos tenían ONU, nosotros dos. Los tiempos están cambiando, ahora suya es la enfangada Cristianne Lagarde; nuestra, la limpia y neta, Yolanda Díaz. Suyo Macron; nuestro, Sánchez. Ellos tienen elecciones, nosotros fango, boue. Incluso nostalgia de la boue. Pero no tanto como para ejercer el poder desde los sórdidos ejercicios al dictado.

La generación de la Europa de posguerra creció con Piaf, Gréco, Brel, Brassens; esa era la música de la gauche divine española, de los bebedores y vividores de la generación del cincuenta. El pueblo estaba en otras coplas, entre Antonio Molina y Lola Flores, la copla contra la canción francesa. Hasta que volvió de México, pasando por Hollywood, una manchega que se salía de la pantalla y de la copla. Llegó Sara Montiel y mandó parar. En ella, en su sensualidad y sus películas de amores y músicas, coincidieron todos, obreros o militares, falangistas o tapados antifranquistas.

Nos representó desde su exuberancia y su descaro. Una chica de pueblo que saltó la tapia de sus corrales y se vino a vivir en un ático con vistas. El éxito tenía sus formas, el pecado del deseo, soportaba la penitencia. Y Sara alimentó los más ocultos y húmedos pensamientos de los machistas enfangados que llevamos dentro. Deseada por la transversalidad de los heteros. Idolatrada por los homosexuales desde antes de salir de sus armarios, antes de que se llamaran gais. Claro objeto del deseo de unos, icono de otros, Sara Montiel es una de nuestras raras, pocas y singulares estrellas en nuestro universo cinematográfico y musical bastante nublado.

«Cuando medio mundo se despertaba, Sara ya estaba allí dispuesta para que con su voz o su imagen se alegraran sus sueños»

No fue una estrella fugaz, ni una estrella de consumo nacional. Antes que Almodóvar, antes que Julio Iglesias o Rafa Nadal, cuando medio mundo se despertaba, Sara ya estaba allí dispuesta para que con su voz o su imagen se alegraran sus sueños. Ahora por la novedad de su libro Sara Montiel, el profesor Israel Rolón- especializado en literatura española, autor, con Anna Caballé, de una imprescindible biografía de Carmen Laforet– que desde hace décadas ejerce y trabaja en universidades de USA, nos vuelven las vida, ficciones, secretos y mixtificaciones de Sara Montiel.

El libro es serio y divertido, exagerado y contrastado, escrito desde fuera pero muy dentro de la que fuera su amiga en los años finales de la diva en las verdades de sus mentiras.

En el libro aparezco en el universo de la Montiel. Fue a mi a quien hace 30 años contó su relación con Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, para el documental Asaltar los cielos. Imborrable imagen de Sara, maquillada durante horas -y muy bien- controlando luces, cámara y lo demás, para un documental que contaba la historia de un asesino. Allí dice: «¡No, no, Mercader no fue un asesino! Que mató a Trotsky, sí, pero nunca un asesino». Y la gente serie al verlo, escucharlo. Pues tenía su razón. Su ideologizada razón, aunque fuera por amor. Lo mismo que dicen Muñoz Suay, Vázquez Montalbán, Victor Alba y tantos, pero de otra manera. El fanatismo, la convicción sectaria, la obediencia a la causa comunista- tan cercana a los talibanes- hacían que aquello fuera una misión noble de la gente zurda, de la gente de la izquierda comunista.

Sara era más de fumarse un puro -o dos- con Felipe González, pero entonces tenía un amor comunista, Juan Plaza. Era un subvencionado estalinista para controlar el silencio de Mercader, a la vez que permitirle vivir como un burgués en cárcel. Vivió 20 años en Lecumberri. La misma prisión que visitaron Buñuel o Poniatowska para ver a su amigo preso, el poeta Alvaro Mutis, vecino de Mercader en aquella cárcel por, entre otras causas, organizar un banquete a Brillat-Savarin, autor de la Fisiología del gusto. Creemos que hubo más razones pero aquella cárcel hizo al amigo de Gabo mejor poeta, mejor persona, más vividor, buen bebedor y monárquico juancarlista. Un seductor que nuca tuvo oportunidad con Sara. No era ni zurdo, ni comunista, tampoco la Montiel, pero ella estaba seducida, maltratada y amenazada por el rojo, golfo y amable en sus apariencias como lo fue Juan Plaza.

«Sara en sus inicios adolescentes fue engañada, violentada por el culto periodista y falangista Ángel Ezcurra»

Sara en sus inicios adolescentes, lo cuenta Rolón, fue engañada, violentada por el culto periodista y falangista Ángel Ezcurra. En la casa de los Ezcurra fue acogida y preparada para mejorar su educación, salió por piernas y sin alfabetizarse. El hijo José Ángel Ezcurra, falangista, liberal y después creador de la revista Triunfo, nunca quiso hablar de Sara adolescente acogida en su casa valenciana.

Ya en Madrid conoce y se siente seducida por Miguel Mihura. El genial creador de La Codorniz, autor vanguardista, franquista de la golfemia y uno de aquellos españoles que tuvieron que vivir sus contradicciones en un régimen que detestaban, pero no tanto como detestaban y temían a los camaradas rojos sovietizados. Esa otra generación del 27 supo vivir, flotar y disimular en aquel fango- la historia se repite- del franquismo. Y ganaron su batalla. Y quizá ganaron los favores de la joven Sara, que entonces era María Antonia Abad, aspirante a actriz y transpirante de sensualidad.

Y aquí viene mi aportación a la duda. Quién fue el primer amor de Sara Montiel. Bueno no estoy seguro de decir amor cuando quiero decir sexo. Yo conozco la cama dónde Sara Montiel perdió su virginidad. Mis fuentes no son fiables pero mucho más que otras fuentes, lagos y lagunas sobre la vida erótica y festiva de nuestra estrella.

La cama, en perfecto estado de conservación y uso, está en una de las viviendas más insólitas de Madrid. Un verdadero museo de nuestro star system, del nuestro y del por aquí pasó por la Paramount, Bronston y otros. Es la residencia de mi amigo -madridista, libertario, con ramalazos franquistas y con el genio del lúcido y arbitrario que siempre fue- Enrique Herreros, hijo, que merece historia aparte y que con 96 años ha publicado una primera novela noire y manchega, Cuerpos y delitos.

«Enrique Herreros, seductor, simpático, bajito, calvo y algo tripón, le puso el nombre de Sara Montiel»

Su padre, que Dios conserve en la memoria de los que quieran saber, fue uno de los personajes fundamentales de lo satírico y artístico desde la República hasta los finales de los setenta. Enrique Herreros, gran dibujante, cartelista, humorista, alpinista, cineasta y agente del mundo artístico fue el primero dedicado a promocionar artistas en nuestro país. Inclasificable, como otros de su generación –la otra del 27– donde estaban Neville, Mihura, Jardiel o De la Iglesia entre muchos más. Ayudaron al franquismo en la guerra, crearon la revista de humor La Metralleta, hicieron documentales y fueron los responsables de aquella revista satírica que fue un mito durante décadas, La Codorniz. Perseguida por sus moralistas compañeros de viaje y muerta en la transición. 

En aquel mundo farandulero, divertido, golfo y culto, cayó la joven María Antonia Abad. Amparada por los Ezcurra, conoció a Enrique Herreros. Seductor, simpático, bajito, calvo y algo tripón, que no solo le puso el nombre de Sara Montiel y la representó durante décadas sino que en esa cama, que conozco de visita y que se conserva en perfecto estado de uso y abuso, María Antonia pasó a ser Sara Montiel. Será verdad?. Rolón no lo sabe. Ni quizá lo supieron sus amores platónicos o reales que en su libro aparecen: León Felipe, Severo Ochoa o el «barbitas» en palabras de Sara, Alfonso Reyes. Gran Sara Montiel, recordada y querida en tiempos difíciles para fumarse un puro y decir lo que se quiere. Seguiremos callando lo que sabemos, hasta la próxima semana.

Luminosa semana por razones secretas e imposibles de ocultar. Pondré el final del artículo con la buena letra de un madrileño del fango de antaño, el admirador de Sara, Alfonso Reyes: «Ha salido el sol. ¡ Aleluya! Arden las veletas. El aire está loco de gusto. Hoy se encuentran todos los mendigos un escudo de oro». 

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