De la estaca a la nada pasando por Ítaca
«No usamos estacas, no somos almogávares ni falangistas, somos de un tiempo y un país que ha sabido evolucionar, recordar y mejorar»
«Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha
engañado
Así, sabio como te has vuelto, con tanta
experiencia
entenderás ya que significan las Ítacas»
Constantino Cavafis
Ya habíamos aprendido palabras de amor en catalán, habíamos viajado con la cara al viento, teníamos la constancia de la inconstancia, nos espantaba que todo fuera gris, éramos de la nueva canción, éramos los mejores y sabíamos que diecisiete jueces eran capaces de comer el hígado de un ahorcado y también entendíamos que se fuera feliz en un pueblo pequeño, polvoriento, que sigue celebrando la muerte como una fiesta de máscaras y, sobre todo, estábamos deseando que cualquier noche pudiera salir el sol. Entendíamos aquello que decían, lo cantábamos con ellos, con nuestro catalán de imitación hímnica. Ellos también éramos nosotros. Allí estábamos cuando defendían su lengua. A su lado y contra las prohibiciones. Sus canciones fueron las nuestras. Sus aspiraciones de libertad, amnistía y estatuto de autonomía también lo eran. Creímos ser sus iguales en Canet Rock o en el Palau, en el Ampurdán o el Paralelo, en el Bulli o en Casa Leopoldo. Y no era así. Al menos no era recíproco para algunos de los que nos llevaron camino a Ítaca pasando por Verges. Y resulta que somos más ladrones que Joan Serra y más putas que las de los burdeles picassianos.
Ahora veo a ese Lluis, al nieto de aquel Siset que no tiraba lo suficiente, que sigue pidiendo que tiren no sé quiénes, no sé dónde, no sé para qué. Ese que cantaba y movía masas en el Camp Nou o en Madrid, en el Olympia de París o en el Teatro Real de Madrid.
Aquel sensible chico que le recordaba a su madre charnega, extremeña de origen, que era muy feliz en aquel pueblo con alcalde franquista, médico tradicionalista y padre carlista, los tres eran su padre. Y así creció, como tantos en el franquismo, entre una fe que no sentía, una patria que desconocía y un caudillo por el que su padre había ganado la guerra. Aquel pequeño niño de derechas, que siempre habló castellano y catalán con gran dignidad. Aquel joven que, como tantos de su generación, de generaciones cercanas por arriba y por abajo, pasaron de ser obedientes cantores cara al sol a cantar o tararear la Internacional. Y el joven Llach, como miles, millones de españoles-catalanes y vascos incluidos- supieron quitarse pronto los yugos, las flechas y los sometimientos que nos hacían diferentes. Nosotros queríamos ser como esos chicos y chicas que cantaba Françoise Hardy, como los que amaban a las chicas, según Dutronc y bajarnos de la nube con Jagger. Nosotros también queríamos ser alegres, irónicos y cultos como Brassens. Y también queríamos ver cambiar los tiempos como Dylan. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Pero seguimos sin creer que nos roban los nuestros, que nos chulean, que nos emputecen nuestros vecinos del otro lado del Ebro.
Ni vivimos del pasado, ni damos cuerda al recuerdo, pero está claro que no tiramos de la soga en el mismo lugar, ni con aquella gente. No usamos estacas, no somos almogávares ni falangistas, somos de un tiempo y un país que ha sabido evolucionar, recordar y mejorar. Somos la convivencia posible y somos la mayoría. No somos presidentes de la Asamblea Nacional de Cataluña, ni de la Moncloa, ni de la comunidad de vecinos. Somos esos españoles que consiguieron justas amnistías, excelentes constituciones y razonable convivencia. Ni creemos en los trileros que se mantienen en el poder gracias a traicionar la palabra dada. No puedo creer en nadie que ahora se mantenga gracias a los votos de los que han cambiado la música, la letra y que ha pasado del camino a Ítaca al camino a ninguna parte. No quiero ser de un gobierno mantenido por los tuyos, Lluís Llach. Yo, como tantos españoles, te quise, compré tus discos, te vi en París, en Madrid, en Barcelona hasta en Benalmádena. Te aplaudí siempre cantando en tu hermosa lengua, perseguido por los torpes que nos gobernaban, pero defendido por los que acudíamos a tus conciertos, que comprábamos tus discos, que nunca te robamos ni insultamos.
«Todo iba bien, quizá con demasiados tópicos sobre como éramos los de Madrid de ajenos a vuestra cultura»
Ya no brindaré con tu vino. Aquel vino que no me hubiera podido permitir, o no mucho, y que una vez bebí en tu compañía invitado por uno de tus «amigos» de París, nuestro añorado y generoso Feliciano Fidalgo. Teníais una muy buena relación, complicidades de los tiempos de tu exilio parisino. Me dio la impresión de que compartíais bastantes cosas. Tú también habías pertenecido al club de las pelucas, de los que tenían vergüenza o demasiada coquetería para mostrar su calva al sol o la sombra. Creo que ya te habías quitado la peluca cuando fuimos a un restaurante invitados por el amigo leonés, creo que tú invitabas al vino de tu celler, ya no estoy tan seguro. Todo iba bien, quizá con demasiados tópicos sobre como éramos los de Madrid de ajenos a vuestra cultura. Me empeñaba en negarlo, te daba datos, personas, lugares, músicas y poetas vuestros que nos eran cercanos. Y eso para ti era una excepción. Yo lo negaba, incluso insistía que había amigos no «progres» que también te compraban, celebraban y admiraban. Tú seguías entre la desconfianza y el desinterés. Hasta que cité a Pla y su diálogo con aquel señor de Barcelona, Rafael Puget, del que acababa de leer un viejo y delicioso libro: Un señor de Barcelona. Ahí te salió el censor, el vigilante de la etnia, el buscador de la pureza del catalán que no podía admitir a un «colaboracionista» con el franquismo, a un gran escritor catalán que había tenido la capacidad de traición hasta para escribir en la odiosa «lengua del imperio». Recordé a tus padres, aunque guardé silencio para no tensar lo que había sido una buena noche pagada por Feliciano. Y se me ocurrió contar algo que me divertía y me parecía admirable en la cultura de un pueblo que sabe el arte de no derrochar. Contaba Puget a Pla que una de las características del catalán fueron la economía y la discreción. Unos caballeros de un pueblo decidieron que deberían invertir tres pesetas mensuales en suscribirse al «Brusi»: «En Manlleu se confabularon tres amigos: Ragué, el boticario; Casas, el médico y dramaturgo, y otro señor que ahora no recuerdo. Hicieron una subscripción conjunta. El periódico llegaba al pueblo a las tres de la tarde. Hasta las seis disponía Ragué del papel; de seis a nueve lo usufructuaba Casas; de nueve a doce, el tercer accionista. Así la suscripción le salía a cada uno por una peseta». No le hizo gracia. En cambio, Feliciano se reía. Los que conocieron al periodista saben que siempre pecó de excesiva generosidad. Era capaz de invitar a Julio Iglesias o a Juan Luis Cebrián.
Menos mal que no le recordé lo que escribió Pla en su libro sobre Cambó cuando hablaba del año 28: «Los catalanistas era muy pocos, cuatro gatos… en cada comarca había aproximadamente un catalanista; era generalmente un hombre distinguido que tenía fama de chalado». Ahora son muchos más, no suficientes, no capaces de alterar la convivencia y creo que no tan «chalados» como para subvertir el régimen sanchista. Pero nunca se sabe, siempre hay que proponer caminos a Ítaca, a Senegal o a Venezuela. Que ya estoy hecho un lío. Res no ha acabat. Aunque algunos sigan sin entender a Ítaca, que no todo es cantarlo.