Elogio de la mala literatura
«Hay que haber leído mucho para alcanzar ese modo perfeccionado de lectura que es saber qué no leer, como hay que haber besado mucho para quedarse a vivir en una boca»
Anota Xacobe Pato en Seré feliz mañana, su luminoso diario, que «hay algo mucho peor —y que tiene más prestigio— que presumir en redes sociales de lo que haces: presumir de lo que no haces». Se alardea de la serie que no se ve, el artista que no se escucha o el libro que no se lee. Convertidos en Hannibal lector, subestimamos en tuits caníbales aquello que no coincide con nuestro gusto, con la moda o con lo socialmente correcto, ignorando el consejo que Proust dejó en su Elogio de la mala música: «Detestad la mala música, pero no la despreciéis. Se toca y se canta con más pasión que la buena porque se ha ido llenando poco a poco con los sueños y las lágrimas de los hombres».
Existen escritores asintomáticos y libros que ganan como árboles, aunque Chesterton supo ver sus bondades: «Una buena novela nos cuenta la verdad de su héroe; pero una mala novela nos cuenta la verdad de su autor […] y de sus lectores». Y añade: «Cuanto más insincero es un libro en tanto que libro, más sincero resulta en tanto que documento público». Baste repasar el Manual de resistencia de Pedro Sánchez.
La mala literatura, o literaturra, que diría un ruso, fomenta una lectura más activa: permite al lector ser, además, autor, editor y crítico; imaginar lo que el escritor quiso expresar y no consiguió, rescatar el adjetivo exacto del tsunami calificativo, obviar los adverbios que se le multiplicaron como panes revenidos, fantasear con tramas y finales alternativos o dar con un arranque que se clave igual que una jabalina. «Los que dicen que no leen más que lo mejor no son, como algunos los llaman, snobs. Son tontos —sentencia Thomas Wolfe en Del tiempo y el río—. La batalla del espíritu no consiste en leer y conocer lo mejor, sino en descubrirlo». Hay que haber leído mucho para alcanzar ese modo perfeccionado de lectura que es saber qué no leer, como hay que haber besado mucho para quedarse a vivir en una boca.
Algunas novelas funcionan como bolsas de patatas fritas. O como paraguas: nos protegen de un chaparrón y se olvidan en cualquier cafetería. Hay páginas que se pegan y despegan como un reguetón, libros de una sola noche sin los que no llegaríamos a los libros para toda la vida. A veces acariciamos los lomos de las obras maestras, las acostamos en lechos privilegiados de la estantería, las arropamos con miradas de adoración como decía Montanelli que haría con su mujer ideal, para luego ir corriendo al burdel con una puta vulgar. Con los libros pasa lo mismo que con los amores: no siempre el que más nos gusta es el mejor.
Consuélense los lectores decepcionados: peor que leer un mal texto es haberlo escrito. Cuando se ha parido una criatura de poca enjundia, solo queda decir lo que Ruano al ver a su hija recién nacida: «¡Qué birria, mejor hubiera sido tener un gato!». Desde que publiqué mi primera novela adopto mininos de dos en dos.