THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

En directo desde el purgatorio

«En toda Italia, ha emergido, de un lugar escondido y profundo, un admirable sentido de la responsabilidad, contradictor de todos los tópicos sobre la pretendida abulia cívica de los italianos»

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En directo desde el purgatorio

Reuters

Está vacía Roma, de pronto. Está sin nadie.
Sólo piedras y grietas. Soledad y silencio. 

Rafael Alberti, Nocturno, Roma, peligro para caminantes

Recuerdo haber hecho el comentario no hace tanto: «Para acabar con el turismo de masas basta con reintroducir la malaria en las ciudades europeas». Lo solté en plan chistoso en una conversación del género deprecatio turisti, habitual entre los que vivimos en Roma. Es algo que está en los relatos de viajeros decimonónicos: cada verano, la llegada de los «malos aires», obligaba a los granturistas a emigrar a las montañas que rodean la Ciudad Eterna. La boutade no me hacía tanta gracia ayer, mientras esperaba en desacostumbrada soledad mi plato de espagueti en el mercado al aire libre donde como a diario desde hace casi un lustro. El enjambre de clientes que habitualmente se da codazos y empellones para llegar a la barra no estaba; en su lugar, tres personas aguardábamos en el lugar indicado por tres aspas negras en el suelo hechas con esparadrapo negro. También hace diez días, cuando el gobierno italiano ordenó mantener un metro de distancia entre personas, se hizo escarnio de un decreto juzgado de imposible observancia en una ciudad carnal y besucona como Roma. Lo cierto es que el menefreghismo, legendario genius loci de la ciudad, compuesto en dosis parejas por atonía moral, dulce tolerancia, resignación estoica e inquebrantable indiferencia ante las vicisitudes que la marea a veces arroja al litoral de la vida, ha sido derrotado sin esfuerzo por el macabro prestigio del COVID-19, el virus del que usted también ha oído hablar. En su lugar, en Roma y en toda Italia, ha emergido, de un lugar escondido y profundo, un admirable sentido de la responsabilidad, contradictor de todos los tópicos sobre la pretendida abulia cívica de los italianos; nadie discute los decretos cada vez más severos de un gobierno al que se reconoce auctoritas y no ha dudado en ejercer su potestas. En estos días, a tantos niveles fuera de lo común, no ha sido lo menos merecedor de atención ver como Italia, un país tenido como disfuncional por sus propios ciudadanos, ha entrado sin resistencia, aunque con grave costo, en un estado de adultez y reciedumbre. Que lo haya hecho ayudado por las alas de la angustia no lo hace menos meritorio. Al cabo, una nación es eso y solo eso: una comunidad de diagnóstico, decisión y respaldo mutuo ante los problemas. Si alguien lo dudada, y los locales lo hacen a menudo, la duda ha quedado despejada: Italia es un gran país. 

Italia no es hoy, así, ese proverbial país donde la situación es grave pero no seria, como dejó escrito su sardónico moralista, Ennio Flaianno, guionista de Fellini. La situación es grave y es seria, y gravedad y seriedad suben un grado cada día cuando, a las seis de la tarde, Protezione Civile publica en su ejemplar página web el parte que actualiza la cifra de hundidos y de salvados: 17.660 casos de coronavirus en el momento en que escribo, 1.266 muertos. Por lo demás, Roma, mi ciudad y hogar, no es una zona aún muy afectada (277 casos en toda la región, menos que en Madrid o Barcelona, nuestras otras ciudades y hogares). Pero que el norte de Italia sea uno de los principales focos mundiales de la enfermedad y las medidas de contención rijan ya para todos, hace de la Urbs una especie de colina de Dunsinae, rodeada por un bosque de Birnam que ha echado a andar. Y como Macbeth, ya nadie tiene ganas de despreciar la profecía. Siguiendo los pasos de Milán y Venecia, Roma ha echado el cierre. Hace dos semanas, colegios y universidades. Hace una, cines, teatros y museos. Desde hoy solo abrirán farmacias y supermercados. Según la última noticia, a las nueve de la noche, dejará de funcionar el transporte público. No se prohibe salir de casa, pero quienes lo hacen, sobre todo para ir de un municipio a otro, han de llevar una declaración donde certifican hacerlo por uno de estos cuatro motivos: exigencia laboral, situación de necesidad, motivos de salud, o retorno al domicilio. Cuando me acerco a mi oficina –mi régimen de trabajo es ahora semipresencial–, tengo la ocasión de ver el rastro que los sucesivos decretos han ido dejando en las calles. En la iglesia de san Luis de los franceses, un primer aviso pide que se respete el metro de seguridad para admirar los Caravaggio, un segundo aviso cierra la iglesia salvo para el rezo, un tercer aviso cierra la iglesia tout court. En los supermercados la compra (no hay escasez, pero tampoco ya exuberancia) se hace guardando turno en el exterior. El cartel más curioso lo he encontrado en vía Ripetta: la junta de propietarios comunica a los empleados del servicio de limpieza que no se preocupen de ese portal: por motivos higiénicos los propios vecinos han retirado los contenedores y ya se encargaran ellos de llevar su basura a un punto de recogida.  

Por mi parte, durante los días pasados, cuando el mandato de recogimiento no era total, y aprovechando mis idas y venidas al trabajo, no me he resistido a la tentación de asomarme a algunos de los lugares monumentales más famosos de la ciudad, enteramente desiertos. «Hacer un Aschenbach», podríamos decir, en recuerdo del personaje de Thomas Mann que pasea por Venecia en busca de la belleza, mientras todos huyen de una ciudad visitada por el cólera. La sensación es deprimente, como si uno caminara dentro de un cuadro de De Chirico o en un drama de Antonioni. Las barrocas plazas de Navona o Spagna parecen actrices caídas en desgracia. El Panteón y el Coliseo, taciturnos dioses ermitaños. Se tarda cierto tiempo en entender, por lo demás, que el sentido más afectado no es la vista, sino el oído: recuerdo de hasta qué punto el motor de explosión es el elemento determinante del paisaje moderno. Vienen a la cabeza versos de Alberti « Hoy la terrible madre de todos los ruidos / yace ante mí callada igual que un camposanto». Ocurre, contra todo pronóstico, que uno echa de menos la compañía de los miles de turistas por cuya presencia antes afectaba fastidio. Se desea, de pronto, fundirse con ellos, como un pez en un banco de arenques. En realidad, me doy cuenta ahora, los turistas no hacen daño a nadie y son parte integrante de la experiencia del maravillarse en esta ciudad que, desde que hace dos mil años devorara la superficie de la tierra, ha sido siempre por y para el peregrinus, para el extranjero. Medio minuto de soledad en la gran escenografía barroca de Roma basta para ir de la euforia a la desolación, de manera similar a esos días en que la familia se va de veraneo y uno está solo en la ciudad y el entusiasmo por una independencia se torna en depresión y aturdimiento. Brilla el sol y no hay nadie a mi lado. No es un pase VIP, imbécil: es una evacuación. Vuelvo a casa avergonzado de haber contraído el virus de la frivolidad.

Por la misma razón, cabe vedarse la tentación de ponerse a escribir un diario del año de la peste. Primero, porque hay mucho trabajo que sacar, y no es el menor ayudar en casa en las tareas escolares que los profesores envían para que nuestros hijos no pierdan ritmo de aprendizaje. Segundo, porque este duro trance no se parece, y espero no equivocarme, a ninguna de las pesadillas anteriores que la humanidad almacena en el reservorio de su memoria colectiva. Ayer por la noche, por curiosidad, leí el Decameron. Como es sabido, Bocaccio abre la narración con un retrato de la peste negra asolando Florencia. La lectura es al tiempo sobrecogedora y tranquilizante. Da una muestra de progreso. Se narra ahí cómo el terror a contraer una enfermedad superlativamente mortal hacía que los hermanos abandonaran a su suerte a los hermanos, los esposos a los esposos, los hijos a los padres. Estos días la preocupación por los familiares vulnerables manda en el corazón. Lo que no quiere decir que no hallara algunas, pocas, analogías. La primera, la existencia, entonces y ahora, de predicadores que aseguran que cuanto ocurre es un castigo divino por nuestros pecados (nuestro modo de vida neoliberal, se clama desde el moderno púlpito de twitter: ¡arrepentíos!); la segunda, las ficciones como recurso con el que contar para sobrellevar el encierro: en Italia, la RAI ha puesto a disposición de todos los ciudadanos su enorme repertorio de novelas leídas por voces famosas; la extraordinaria filmografía italiana está disponible en streaming en la página web de la filmoteca nacional. Por último, esta frase en que Boccacio recoge un consejo que se dieron muchos en 1348: «vivir moderadamente y guardarse de todo lo superfluo». En eso estamos también nosotros, purificándonos de lo accesorio, lo que también debiera incluir nuestros caprichos identirarios y pruritos ideológicos. Porque, al contrario que en los hospitales, donde médicos y pacientes luchan a brazo partido con la enfermedad, para el resto, las puertas que se han abierto no son las del infierno, sino las de un purgatorio donde se espera de nosotros que, al menos durante una temporada, nos dejemos de chorradas y arrimemos el hombro. 

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