Eres polvo
«El polvo es la memoria de la humanidad y también nuestro destino, nuestro origen y nuestro fin»
«Cuando recuerdo que soy polvo, también recuerdo que estoy destinado a ser más», escribe el noruego Erik Varden en La explosión de la soledad (Ed. Monte Carmelo), uno de los libros más hermosos y originales que se han publicado este año en España. El polvo es la memoria de la humanidad y también nuestro destino, nuestro origen y nuestro fin. Al señalar nuestra procedencia, nos enseña también cómo crecer de forma fecunda y cómo echar raíces en la realidad para dar sombra y fruto. La lectura de Varden arranca en el famoso episodio del Génesis y hace suya la interpretación de un padre alejandrino de la Iglesia, Orígenes, quien subraya que, «mientras que Dios lo hizo todo con su palabra, a Adán lo creó con su mano». Ese fango que nos constituye no es, por tanto, una tierra agostada o yerma, ni un terreno baldío destinado al olvido, sino la materia humilde que fue trabajada con delicadeza por su Creador. En el inicio mismo de nuestra historia, hallamos un acto de predilección y de amor.
No es necesario, sin embargo, acudir a la teología para entender el horizonte simbólico que dibuja este conocido pasaje bíblico. La mano que con firmeza modela el barro primordial nos habla del cuidado artesanal y de la humildad de Aquel que siendo todopoderoso quiso mancharse las manos para dar vida al ser humano. La palabra clave aquí es «humildad» (de humus: suelo, tierra); humildad y delicadeza, humildad y amor. ¿Se oculta aquí una secreta pedagogía? Creo que sí. ¡Cuántas veces, ante la angustia de lo desconocido, optamos por cerrar los ojos y huir de la realidad, o bien caemos en una impaciencia a menudo violenta, incapaces de confiar en los demás! ¡Cuántas veces, como padres, sermoneamos a nuestros hijos y olvidamos que ellos también son polvo y que el barro, al secarse, se rompe en mil pedazos si ejercemos sobre él demasiada presión! ¿Y qué ocurre con los problemas de la política? Recordar nuestro origen nos invita, en la pobreza de sabernos tierra, a descubrir nuestra radical igualdad y nuestra disposición a convertirnos en un campo fértil, abonado por el deseo de ser más y mejores. «La humildad es el semillero del amor» rubrica Erik Varden. También –añadiría yo– es el silo de la confianza y de la espera. La humildad nos permite escabullirnos de las garras del rencor.
Para los que vivimos en el Mediterráneo, en verano, cuando nuestro paisaje se agosta por el calor, resulta fácil caer en cierta desesperanza. Los Padres egipcios llamaban a ese abatimiento «demonio del mediodía», el cual nos visita cuando el sol brilla tan alto que las sombras desaparecen y el exceso de luz nos marchita. El desierto recupera entonces todo su poder. Pero esto sólo es así si abandonamos por completo el deseo y damos la espalda a aquel amor original que conocimos en la infancia. Nuestros padres no nos concibieron para la muerte, sino para dar fruto; no para que nos rompiéramos, sino para que fuésemos más y mejores. Su paciencia con nosotros –cuando fuimos pequeños– es el mejor ejemplo que conozco de confianza. Ninguna decepción pudo matar la raíz de esa esperanza. Optaron por la humildad de acompañar, cuidar, respetar, y no por someternos a la vara humillante del autoritarismo. Quizás por eso la niñez tiene algo –o mucho– de jardín del Edén.