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Fidel Sendagorta: «Estamos a tiempo para impedir una influencia indebida de China en Europa»

Fidel Sendagorta, acaba de publicar «Estrategias de poder: China, Estados Unidos y Europa en la era de la gran rivalidad », el mejor análisis para entender lo que representa el despertar del gigante asiático

Daniel Capó
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Fidel Sendagorta: «Estamos a tiempo para impedir una influencia indebida de China en Europa»

Nolsom | Ministerio de Asuntos Exteriores

El actual director general de Política Exterior y Seguridad de España, Fidel Sendagorta, acaba de publicar Estrategias de poder: China, Estados Unidos y Europa en la era de la gran rivalidad (Editorial Deusto), seguramente el mejor análisis disponible en nuestro país para entender lo que representa el despertar del gigante asiático. Fruto de décadas de experiencia en el ámbito diplomático y de una larga estancia en Harvard, Sendagorta reflexiona con lucidez sobre el enorme desafío que supone para Occidente la aparición de China como actor global. En esta larga entrevista hablamos del poder en el siglo XXI, de las tensiones a las que se ven sometidas las democracias liberales, de TikTok, la tecnopolítica, el 5G y de Euroasia, entre otros temas.

 Al leer su libro, pensaba en el paralelismo que se puede trazar entre el desarrollo chino y el que tuvo lugar en Japón y en Prusia entre finales del XIX y principios del XX, donde el crecimiento económico e industrial iban de la mano de un cierto autoritarismo. ¿Diría que el triunfo de China como actor global refuta la lectura liberal de que el futuro pertenece en exclusiva a la democracia?

Hasta hace unos años la democracia liberal se asociaba también con el éxito económico. Ahora, visto desde África, Asia o América Latina, un régimen autoritario como China es igualmente capaz de proporcionar prosperidad. Por lo tanto las democracias tienen que competir para demostrar que es preferible un sistema más desordenado pero que preserva las libertades al tiempo que crea riqueza para todos. Ahora bien, tenemos que predicar con el ejemplo y episodios como el reciente asalto al Capitolio no ayudan.

China es hija de una civilización milenaria, Occidente también. ¿Existen diferencias culturales insalvables entre ambos mundos? Y si las hay, ¿hacia dónde se dirigen? ¿Dónde se producen estos puntos de fricción?

Indudablemente hay diferencias culturales pero no son insalvables. En la cultura de raíces confucianas prima un orden jerárquico muy estricto y prevalece la colectividad sobre el individuo, a veces de manera abrumadora para una sensibilidad occidental. En Japón y en Corea del Sur estos rasgos están tan presentes como en China pero nada les impide que sean compatibles con democracias donde se respetan los derechos y libertades y donde rige el imperio de la ley. No comparto por tanto ese determinismo cultural que ignora la unidad esencial de la condición humana y la existencia de valores universales.

Las tres ideologías dominantes en el siglo XX fueron el fascismo, el comunismo y el liberalismo. El fascismo se derrumbó en la II Guerra Mundial y pensábamos que al comunismo le había sucedido lo mismo a finales de los años ochenta. Ahora es la democracia liberal la que ha entrado en crisis y, si hacemos caso a las tesis conservadoras de Patrick J. Deneen, el fracaso actual del liberalismo se debería a una lógica disolvente implícita en su propio éxito. En todo caso, y desde la perspectiva de un occidental, ¿dónde deberíamos encuadrar el experimento chino? ¿Cuánto tiene de comunista y cuánto de liberal?

 Me preocupa en nuestros sistemas liberales el predominio de los intereses del individuo y del grupo sobre los intereses generales. Pero hablar del fracaso del liberalismo me parece una exageración comparable a la de las noticias de la muerte de Mark Twain desmentidas por él mismo.

En cuanto a la caracterización del experimento chino, yo veo que el marxismo-leninismo en China es más un método de organización en un sistema de partido único que una verdadera ideología. Hoy en día esa ideología movilizadora de arriba abajo y de abajo arriba es un nacionalismo que se nutre tanto del resentimiento del «siglo de la humillación colonial» como de los actuales éxitos económicos. Y la economía es básicamente capitalista, pero con un papel relevante para el estado y el partido. Si a estos ingredientes se añade una dosis de valores confucianos tenemos una aproximación a lo que allí llaman «socialismo con características chinas».

Usted ha trabajado buena parte de su libro en Harvard y fue en Harvard donde Joseph S. Nye desarrolló el concepto de soft power –o poder blando–, que tiene algo de la auctoritas romana, aquel modo de persuasión que se alcanza con el prestigio inherente a una cultura y a unos valores. Hace años, en una conferencia, Peter Thiel planteó una reflexión curiosa. Comentaba que, en sus viajes recientes a Japón, había observado una mengua de interés entre los jóvenes nipones hacia la cultura americana. ¿Coincide usted con esta apreciación? ¿Considera que a nivel global se está erosionando no sólo el soft power estadounidense sino también el de occidente en su conjunto?

Me parece muy sugerente relacionar el soft power con la auctoritas romana pero hay otros aspectos del poder blando que siendo menos trascendentes son indudablemente eficaces. Me refiero a fenómenos de la cultura popular como el Bollywood indio, el pop coreano o el manga japonés. Ahí vemos cómo ha crecido el atractivo asiático en el mundo a costa del prestigio occidental, hasta ahora muy fuerte en este campo. Para mí fue una revelación ver cómo en las salas de cine en Egipto los éxitos de Bollywood competían con ventaja con los taquillazos norteamericanos.

En este sentido, ¿tendría sentido afirmar que el punto débil del modelo de crecimiento chino es la cultura? TikTok constituye una historia de éxito global, pero no hay tantos fenómenos similares en la literatura, el cine o en las apps de ocio de origen chino.

Es verdad que el soft power chino se ha basado sobre todo en sus éxitos económicos y que le falta el ingrediente cultural. Creo que, a partir de ahora vamos a ver cómo los avances tecnológicos en China se van a convertir en una parte importante de su atractivo internacional. Especialmente las aplicaciones que incorporan inteligencia artificial, en las que China compite con ventaja. Pero hablamos de un medio y la cultura es el contenido. Y ahí China sigue teniendo un déficit. Ahora bien, hay una excepción que es la música clásica donde cada vez hay mejores intérpretes chinos como los reconocidos pianistas Lang Lang y Yuja Wang. Por cierto que el de la música clásica es un  caso notable de cómo una creación del espíritu occidental ha arraigado en Extremo Oriente -tanto en China como en Japón y Corea- y está creando una afición perdurable más allá de las diferencias  culturales.

Uno de los aspectos que más destaca usted en su libro es el papel de la tecnología y cita un discurso del presidente Xi Jinping pronunciado en 2013. «La tecnología avanzada –afirmaba el mandatario chino– es el arma más afilada del Estado moderno». Creo que se trata de una idea clave. El exministro portugués de asuntos europeos Bruno Maçães asimismo se refería en un artículo reciente a la estrecha relación entre política y tecnología, y se preguntaba de qué modo «el futuro de la política mundial depende de quién vaya a obtener el control de unas cuantas tecnologías clave». ¿Cree usted que las democracias occidentales, y más en concreto la UE, se encuentran preparadas para tal desafío? ¿Qué futuro les augura a las instituciones liberales ante la tecnopolítica?

En la batalla por el 5G hemos visto cómo Estados Unidos planteaba la exclusión de equipos de empresas chinas por motivos de seguridad. Y ello no solo por el riesgo de la fuga de datos a servidores chinos sino especialmente por la amenaza de un «apagón» que pudiera decidirse en Pekín de sectores enteros de la economía que cuelgan de internet, en un escenario de graves tensiones entre China y otro país. Y detrás del 5G habrá una pugna similar en torno a todas esas tecnologías que usted menciona. Estados Unidos no quiere depender de equipos chinos en tecnologías sensibles para su seguridad nacional y a China le sucede otro tanto. Esto abre la posibilidad de una ruptura de la interdependencia y la segregación de la economía internacional en dos campos: uno regido por la tecnología  china y otro por la tecnología estadounidense, pero también la europea, la japonesa o la coreana. En la UE no se considera deseable esta evolución, pero el debate  sobre la autonomía estratégica, o la soberanía estratégica, como quiera que se acabe llamando, gira cada vez más sobre la necesidad de que Europa tenga una  capacidad tecnológica propia en determinados sectores y no dependa de otras potencias. En realidad no es nada nuevo porque en el pasado tenemos ejemplos como Airbus y el sistema de posicionamiento Galileo que ya apuntaban en la misma dirección.

Es fundamental tener en cuenta –y le cito a usted– que tal vez «en pocos años la primera potencia económica del mundo sea una autocracia». ¿Qué puede suponer para nosotros? ¿De qué modo una autocracia imperial amenaza nuestras libertades?

El otro día leí algo de Dani Rodrik sobre este asunto y pensé que era un buen punto de partida para un debate necesario. Decía que China es ya muy poderosa para que intentemos cambiar su sistema desde fuera pero sí estamos a tiempo para impedir una influencia indebida de China en Europa mediante acciones de coacción económica o de interferencia en nuestros sistemas políticos o en  ámbitos académicos. La UE debe dotarse de los medios para prevenir las primeras y responder utilizando sus competencias en materia comercial y cada estado miembro deberá tomar las medidas necesarias para impedir estas acciones indeseadas de influencia en la esfera nacional.

También creo que tenemos que tomarnos en serio la competición en la difusión de tecnologías que tienen que ver con nuestros valores. Es evidente que nuestro modelo digital, que incorpora el objetivo de protección de la privacidad, es muy diferente al chino, donde el estado tiene el acceso sin restricciones a los datos de individuos y empresas. Y hay muchos países en África, en Asia o en América Latina que van a optar por el modelo chino aunque solo sea por las facilidades financieras que ofrece Pekín. Europa cuenta con medios tecnológicos y  financieros para competir en este campo pero aún falta la voluntad política.

Usted defiende en el libro una política común europea para hacer frente a la rivalidad creciente entre Estados Unidos y China. «¿Será capaz Europa –leemos– de poner su considerable poder al servicio de su visión de un orden internacional sujeto a normas? La pregunta no es retórica porque de ello puede depender la propia supervivencia de la Unión Europea en una era caracterizada por los choques de nacionalismos». En su opinión, ¿cómo se debería sustanciar esta estrategia común, cuando la UE no se encuentra precisamente en primera linea de la tecnopolítica?

La Unión Europea tiene activos considerables como el mercado único, su capacidad regulatoria o el euro para influir en la definición de aspectos sustanciales del orden internacional, ya sea un sistema comercial abierto o unos criterios exigentes para combatir el cambio climático. Tenemos buenas bazas para negociar con otros actores globales indispensables, ya sean países afines en lo político como Estados Unidos o poco afines como China. Es cierto que en el campo tecnológico estamos detrás de ellos en algunos sectores y tendremos que pactar alianzas para fijar  las normas que van a regir las nuevas tecnologías, incluyendo a países como Japón, Corea, India, Reino Unido, Canadá y Australia.

Finalmente, dos preguntas que miran a la periferia de la geopolítica, aunque en ningún caso se traten de poderes o realidades periféricas. La primera se dirige hacia el islam y su relación con China. A día de hoy, aparte de Turquía ningún país musulmán se atreve afearle a Pekín lo que está haciendo con los uigures. Es más, muchos colaboran con el proyecto Belt and Road. ¿Podría llegar un momento en el que las cosas cambien? ¿O la religión es un argumento que solo se usa contra las democracias liberales?

Es una pregunta interesante que habría que dirigir a los países concernidos. La UE se ha pronunciado en numerosas ocasiones sobre la situación en Xinjiang.

Y la segunda pregunta mira hacia Moscú. ¿Qué papel le está reservado a Rusia en su relación con China, Europa y los Estados Unidos? 

Rusia y China han trenzado en los últimos  años una relación bilateral muy estrecha en el campo energético, en el comercial y hasta en el de la defensa, con la realización de maniobras militares conjuntas en Siberia. El Presidente Putin y el Presidente Xi Jinping se  han reunido en veintiséis ocasiones en ocho años. Les une el objetivo de impedir la influencia occidental en sus sistemas políticos. Es evidente que ni a Estados Unidos ni a Europa les conviene que estas dos potencias eurasiáticas consoliden su entente ya que perjudica su posición relativa en el equilibrio de poder global. La apertura a Rusia del Presidente Macron se basa en la convicción de que a Moscú no le puede satisfacer ser el socio menor de una China que multiplica por diez el tamaño de su población y el de su economía. Según este análisis, Rusia preferirá eventualmente tener mayor margen de maniobra jugando a veces con China y otras veces con Europa. Pero este es un escenario de futuro. A día de hoy estamos en donde decía al principio: una relación sino-rusa cada vez  más cercana.

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