THE OBJECTIVE
Álvaro del Castaño

Hedone contra Beatitudinem

«Durante siglos la sociedad construyó su búsqueda de la felicidad sobre unos sólidos pilares salpicados de ocasionales placeres»

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Hedone contra Beatitudinem

Sven Mieke | Unsplash

Decía Isabel Allende que «…todos nacemos felices. Por el camino se nos ensucia la vida, pero podemos limpiarla. La felicidad no es exuberante ni bulliciosa, como el placer o la alegría. Es silenciosa, tranquila, suave, es un estado interno de satisfacción que empieza por amarse a sí mismo».

Desafortunadamente, muchos confunden los conceptos de placer (hedone en griego antiguo) y felicidad (beatitudo en latín). En algunos casos por falta de reflexión sobre el tema y en otros por la pobreza cognitiva de algunas víctimas de nuestro sistema de enseñanza. Y, finalmente, y aunque no soy partidario de las teorías conspiratorias, por la política de confusión diseñada a propósito por ciertas ideologías y su biosistema.

Para empezar a distinguir estos conceptos, la RAE define la felicidad como el estado de grata satisfacción espiritual y física. Por el contrario, placer es el goce o disfrute físico o espiritual producido por la realización o la percepción de algo que gusta o se considera bueno. Por lo tanto la felicidad es un «estado» y el placer es un «goce». En esencia, permanencia versus conmoción.

Semánticas aparte, no se deberían mezclar ambos conceptos, pues son cosas bien distintas, tanto en su definición como en su origen, y sobre todo por las implicaciones y consecuencias de cada una de ellas. En la diferencia entre ambos, me atrevo a decir pomposa y provocativamente, radica el futuro de la humanidad.

Siguiendo las conclusiones del endocrinólogo Doctor Robert Lustig, autor de The Hacking of the American Mind, observamos que hay siete diferencias fundamentales entre placer y felicidad. Mientras que el placer es inmediato y a corto plazo, la felicidad es a largo plazo y duradera. El primero es visceral (a través de los sentidos físicos) y el segundo etéreo (fluido, hipotético, invisible). El placer reside en el hecho de obtener y poseer, mientras que la felicidad se encuentra en el dar. El primero se puede obtener con sustancias, pero la felicidad no puede ser obtenida con ningún elemento físico en concreto. El placer se goza en soledad y la felicidad en comunidad, en familia o entre amigos. El placer llevado al extremo conduce a la adicción, ya sea vía sustancias (droga, alcohol) o a través de comportamientos (juegos de azar, sexo, tecnología); por el contrario, aún no hemos encontrado adictos a un exceso de felicidad. Finalmente, desde el punto de vista biológico, el placer es dopamina mientras que la felicidad es serotonina. La dopamina y la serotonina son dos moléculas que se comportan como neurotransmisores, transmitiendo información en el sistema nervioso. Ambas moléculas se encuentran en nuestro sistema nervioso y son nuestros mensajeros químicos, las fabrica el cerebro para comunicarse entre neuronas. La dopamina podría ser definida como el neurotransmisor del placer, mientras que la serotonina viene asociada a la hormona de la felicidad.

Pero ¿cómo funciona cada una? Al hilo de lo que nos explicaba el afamado Doctor Lustig, la dopamina excita a la neurona vecina. Cuando una neurona se excita demasiado, frecuentemente tiende a morir. El proceso va reduciendo el número de receptores que están disponibles para ser estimulados con el objetivo de mitigar el daño producido en la neurona por el placer. Cuando una neurona recibe un subidón, algunos receptores mueren, y la próxima vez que llega un subidón, este tiene que tener una mayor carga para provocar la misma sensación. Y así hasta que se alcanza una sobredosis de placer, cuyo efecto es anular el mismo placer. En ese instante se alcanza la tolerancia a esa excitación, y finalmente cuando las neuronas empiezan a morir se termina en la adicción.

Por el contrario la serotonina es inhibidora, no excitante. No se puede sobredosificar. Es decir, ralentiza en vez de excitar, se encarga de calmar el estado de ánimo, lo que provoca la emoción de paz y felicidad.

Estas reflexiones podrían llevarnos a una clara conclusión: ambos, placer y felicidad, cohabitan, pero conviven mal. La manera más efectiva de reducir la serotonina (felicidad) es vía la dopamina (placer). La búsqueda del placer no lleva a la felicidad. Biológicamente son incompatibles. A más placer, menos felicidad.

Remataremos estas conclusiones acudiendo a dos ilustres fuentes, una psicológica y otra filosófica. La primera, del neurólogo y médico Sigmund Freud, que llegó a la conclusión de que existe una entidad del subconsciente, que el bautizó como el ‘ID’ y que opera los ‘principios del placer’. Los deseos del ID suelen estar bajo control del más racional ‘EGO’. Desgraciadamente el ID a veces toma el control y lleva al individuo a realizar elecciones autodestructivas. Ejemplo de ello, en 1954 los psicólogos canadienses Old y Milner realizaron un experimento con rata, a las que implantaron electrodos en el cerebro que ellas misma aprendieron a activar para autoproducirse placer. Las ratas no pararon de activar los electrodos implantados en el hipotálamo, estimulándose de placer hasta casi fallecer de hambre y sed. La segunda fuente, ya desde el punto de vista filosófico, es Kant. Él afirmaba que cuando perseguimos la satisfacción de las necesidades y los placeres no actuamos con verdadera libertad, sino como esclavos de esos impulsos. Así, la libertad y por ende la felicidad, son lo opuesto del impulso.

Y para concluir, ¿porqué he afirmado al principio que el futuro de la humanidad radica en la diferencia entre ambas?

Sencillamente, porque durante siglos la sociedad construyó su búsqueda de la felicidad sobre unos sólidos pilares salpicados de ocasionales placeres. Ahora esas sólidas bases sobre las que reposaba el desarrollo de la humanidad han sido zarandeados. Los pilares tradicionales reposaban sobre la cultura del esfuerzo (para tener una recompensa a largo plazo), sobre la búsqueda de la perfección humana (para tener una recompensa racional o en el más allá), en el trabajo duro y el ahorro (para mejorar nuestra calidad de vida), sobre la integración en la comunidad (para tejer los vínculos de una sociedad), y sobre la convivencia con una pareja para crear una familia (y llegar juntos a la vejez y criando a los hijos).  Pero el mundo actual está cada vez más teledirigido hacia la búsqueda del placer inmediato, sin esfuerzo. Adicta al estímulo extático inmediato y víctima de la eterna y falsa promesa de la felicidad, la sociedad consumista nos vende que la felicidad es una mercancía que se puede adquirir, y, además, sin esfuerzo. Pero en el excesivo comercio del placer no cabe verdadero amor ni felicidad. Solo se venden productos perecederos, materialismos, imágenes/video, sustancias, sexo, estimulación tecnológica, poder. Realmente, lo único que se puede adquirir es el placer, y desgraciadamente la tecnología no ha hecho más que acelerar el proceso de la inmediatez en su búsqueda. Todo inmediato, al alcance de la mano, y sin esfuerzo. La tecnología, y el abuso de ella, se han convertido en sí mismas en una adición.

Por lo tanto, la humanidad está debilitándose por la cultura del hedonismo, entendido en su sentido filosófico, como aquella doctrina que considera la búsqueda del placer y el goce como el objetivo primordial del ser humano. Este aboca a un callejón sin salida. El egoísmo, el egocentrismo, la falta de vínculos familiares, la falta de espiritualidad y valores, la soledad, y la vanidad son todas ramas del mismo árbol. Existe ya una legión de jóvenes infelices, incultos, sin valores espirituales ni vida interior, totalmente insatisfechos y frustrados. Todos fácilmente manipulables, y potenciales votantes populistas.

Debemos esforzarnos en transmitir y potenciar una cultura del largo plazo, de la búsqueda de la felicidad en el logro de objetivos personales, incidiendo en una educación de calidad, libre de ataduras ideológicas, promoviendo la cultura del esfuerzo, la creatividad y la meritocracia, y sobre todo, dando los instrumentos necesarios a los jóvenes más desfavorecidos para que puedan romper su techo de cristal. Así evitaremos que el futuro de la humanidad dependa de esas tristes ‘cigarras’ (aludiendo a la fábula de La Fontaine).

Termino acudiendo al genio de Miguel de Cervantes, que nos recordaba que «andan el pesar y el placer tan apareados que es simple el triste que se desespera y el alegre que se confía».

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