THE OBJECTIVE
Juan Carlos Laviana

La infantilización de la prensa

«O los jóvenes de hoy son más pasotas –perdón por el arcaísmo- que los de hace un par de décadas o no viven en este mundo»

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La infantilización de la prensa

Roman Kraft | Unsplash

¿Cómo atraer a los jóvenes? Es la gran pregunta que se hacen los medios en su denodado esfuerzo, y tantas veces baldío, por salir del hoyo. Los lectores se van haciendo viejos. Los consumidores tradicionales de prensa cada vez son menos por meras razones biológicas. No hay más que sentarse en una terraza y fijarse en las muchas canas de quienes aún llevan el periódico bajo el brazo.

Las nuevas generaciones no parecen interesadas en lo que se les ofrece. Hay un abismo entre sus intereses y los intereses de generaciones anteriores. Un reciente estudio de la Universidad Complutense de Madrid lo deja claro. Revela que la información que recibe el 82,45% de los jóvenes de entre 16 y 24 años procede esencialmente de las redes sociales..

Quienes alguna vez las hemos editado sabemos que las encuestas siempre hay que cogerlas con pinzas. Pero no se puede descartar que haya un fondo de realidad. Una de dos. O los jóvenes de hoy son más pasotas –perdón por el arcaísmo- que los de hace un par de décadas o no viven en este mundo. Me inclino por la segunda opción. Tengo la sensación de que muchos jóvenes –y no tan jóvenes- viven en otro mundo paralelo, en un mundo paralelo y ficticio que es el que ofrecen las redes sociales. Otra vez las malditas redes, que se han convertido en el enemigo número uno de la prensa.

Se repite hasta el hastío una máxima recurrente entre los gurús de los medios. Hay que buscar a los lectores allá donde se encuentren. Así sea el mismísimo infierno. Es decir, en vez de atraer lectores hacia los medios, los medios deben hacer el viaje inverso, aunque corran el riesgo de quemarse en el averno. Son, según estos visionarios, los medios quienes tienen que peregrinar a ese mundo paralelo y superficial constituido por Facebook, Twitter, Instagram o Tik Tok. Lo terrible es que ese viaje acaba, no pocas veces, por producir el efecto contrario: infantilizar los medios.

No es un problema exclusivo de la prensa (papel, internet, radio, televisión…), es un problema de la sociedad entera. El escritor y director de cine David Trueba acotaba con precisión el problema en una reciente entrevista en Vanity Fair. «El mundo –aseguraba- ha virado hacia un cierto infantilismo: no asumir la propia culpa, buscar una protección superior, y no querer oír la verdad son los rasgos».

Los lectores de periódicos –como los espectadores del cine- forman parte del mundo y, por tanto, también han virado hacia ese infantilismo que nos invade. Pero eso no es óbice para que la prensa se impregne de puerilidad, porque infantilizarse para atraer a los jóvenes no es el camino. Otra cosa bien diferente es rejuvenecerse.

Insisten los pedagogos en que, para llegar a los niños, los padres no deben aniñarse y tratarlos como mascotas, ni hablarles en ese idioma cursi –que ni siquiera los bebés entienden- a base de onomatopeyas tipo cuchi cuchi, bu, bu, bu o cosa, cosa. De hecho, cuando la tía pesada y repipi se pone en ese plan, el bebé suele responder con berridos desesperados. Por algo será. A los padres también les dicen los expertos que no actúen con sus hijos como colegas. Pruebe a hablar con su hijo adolescente a base de expresiones como «estoy harto de Insta», «voy a tirar ficha a fulanita/o», «esta es serie es puto aburrida» o «me estoy hypeando con este juego». Se reirán de usted y habrá perdido el crédito de por vida.

Eso es precisamente lo que han hecho muchos medios: tratar a sus lectores como a bebés o adolescentes, hablando un presunto idioma que ofende a la vista, a los oídos y al gusto de las viejas generaciones, pero también de las nuevas.

No es cuestión de mecerse en la nostalgia, pero ¿cómo empezaron a leer periódicos los jóvenes de décadas anteriores? Desde luego, no porque les trataran como colegas, sino porque, no sin dificultad, leer los periódicos abría una puerta al mundo. Nos asomábamos a los diarios de nuestros padres con una irrefrenable curiosidad por lo desconocido, con un ansia frenética por saber qué estaba ocurriendo a nuestro alrededor, por ser cómplices y, por tanto, parte de la historia que se estaba construyendo en nuestro entorno. Pueblo, ABC, El País, Diario 16, El Mundo –por citar solo algunos- fueron parte esencial de la formación de distintas generaciones en las últimas décadas del siglo XX y la primera del siglo XXI. ¿Qué cabecera, en papel o digital, puede decir hoy lo mismo?

El periodismo nació porque había que satisfacer una necesidad. Nació siendo útil, como demostró el doctor Reanaudot con su Gazette, ofreciendo informaciones y opiniones útiles para sus lectores. Precisamente por eso la prensa se convirtió en imprescindible. ¿Son útiles los artículos que ofrecemos hoy a nuestros lectores? Deberíamos preguntárnoslo siempre antes de pulsar el botón de enviar. Porque si no somos útiles, somos prescindibles.

El periodismo se perfeccionó con el tiempo y añadió la amenidad a su presentación y un nuevo objetivo, además de la mera función de informar: deleitar, agradar, entretener. Era un objetivo prioritario y repetido una y mil veces en la gloriosa época del periodismo nuevo de Chaves Nogales y tantos otros. Lo recuerda Xavier Pericay en su muy ilustrativo breviario Las edades del periodismo (Athenea, 2021), que, no sin cierto pesimismo, nos remite a los tiempos dorados de la profesión en busca de salidas para esta etapa de confusión.

Deleitar no es recurrir a titulares pretendidamente simpáticos –por decir algo- que acaban siendo chabacanos. Deleitar no es dar órdenes al lector: «Come este postre y te dirá cómo eres», «Las series que tienes que ver», «Disfruta de Halloween con estas ideas de disfraz»… Deleitar no es tratar al lector como un tonto: «Lo que no sabías», «De lo que todo el mundo habla y aún no te has enterado», «Lo que incendia las redes»…

«Los lectores mandan», «hay que satisfacer a la audiencia» o «debemos darle a la gente lo que pide» son mantras recurrentes en las redacciones para justificar la baja calidad de nuestros diarios. Pero a veces es necesario llevar la contraria. Las máximas de Orwell, tan citadas a conveniencia, incluyen algunas ideas especialmente incómodas, como el miedo del periodista a la opinión pública. «Si la libertad significa algo –escribió el autor de 1984-, es el derecho a decirles a los demás lo que no quieren oír».

Un muy seguido gurú de los medios se preguntaba hace poco qué modelo seguir para salir de esta crisis interminable. Si el modelo de BuzzFeed, que se define a sí mismo como «empresa de noticias y entretenimiento social», o el modelo del idolatrado e inalcanzable The New York Times, el «terapeuta de contenidos» se respondía a sí mismo de forma categórica: los dos. Eso es precisamente lo que están haciendo muchos de nuestros diarios: intentar mezclar el agua con el aceite, consiguiendo un espeso y repugnante puré en el que lo trivial contamina y emponzoña el periodismo de calidad.

El periodismo de masas, ansioso de seguidores, acaba pervirtiendo la esencia de la profesión. El periodismo de calidad va siempre dirigido a una élite. Un veterano director siempre repetía que nuestro periódico debe ser como una piedra en el estanque, que alcanza poca superficie de agua, pero produce interminables ondas expansivas.

Fueron unas circunstancias muy especiales –sin televisión, sin redes sociales-, en las que Hearst y Pulitzer inventaron la prensa masiva y popular. Funcionó muy bien, aunque con frecuencia sacrificando la verdad. La ambición por atrapar las audiencias multitudinarias llevó parejo un empobrecimiento y una infantilización de la información.

Deslumbrados por las cifras estratosféricas de usuarios de las redes sociales, creemos que ahí está el gran caladero donde pescar a nuestros lectores. Y con demasiada frecuencia nos disfrazamos con la efe de Facebook o el pájaro de Twitter creyendo que podemos ser como esos monstruos, que podemos competir con ellos, que podemos aprender de sus métodos. Y nos olvidamos así de cuál es nuestra función. Cuando en 1928 le preguntaron a Herrera Oria, periodista antes que cardenal, cómo entendía la función del periodismo, respondió: «Lo primero, informar. Lo segundo, orientar. Lo tercero, deleitar». Así de sencillo y así de difícil. Todo lo contrario que las redes sociales, que primero desinforman, luego desorientan y, finalmente, crispan.

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